Crímenes

Grandes Crímenes: El fuego consumidor (parte II)

También, raíz de muchos males
17.10.2021

TEGUCIGALPA, HONDURAS.-Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.

Resumen. Carlos sufre todavía el desprecio de su padre a causa de su orientación sexual; llora y muestra su dolor, sin embargo, se resigna porque, como él mismo dice, “a sufrir fue que vino a esta vida”. Está en la cárcel por uno de esos impulsos irrefrenables que llevan a los seres humanos a marcar su vida para siempre con la tragedia, y no se arrepiente de lo que hizo.

LLANTO

“¿De qué me servirá el arrepentimiento? -se pregunta-. ¿Para ir al cielo? Pues, yo no tengo interés en ir al cielo. ¿Al infierno? Pues, en verdad no creo en infiernos, y si existen, no creo que sean peor que el que he vivido desde que tengo uso de razón, desde que entendí que era diferente, desde que mi papá, en su absurdo machismo, hasta me pateó para hacerme hombre”.

Carlos hace una pausa, y se limpia las lágrimas que caen silenciosas por sus mejillas pálidas como la cera.

“Como dice la canción: Sufrir me tocó a mí en esta vida, llorar fue mi destino hasta el morir. ¿Qué importa que la gente me critique? Si así lo quiere Dios, si así lo quiere Dios, hoy tengo que sufrir”.

Sonríe después de cantar a media voz y se vuelve hacia nosotros. Acaban de traer la comida, que un seguidor de Carmilla nos regaló, y traen también tres botellas de vino, dos paquetes de cigarrillos y un pastel. Es algo que aquellos hombres no ven desde hace años, y comen con verdadero placer.

“Un regalo de su amigo” -me dice el mensajero.

Carlos no tiene hambre, enciende un cigarro, retiene el humo en sus pulmones, y luego lo deja salir en una columna grisácea que sube lentamente hacia el cielo.

“Yo lo maté -exclama, después-; jamás lo he negado. No se lo negué a los policías que me capturaron, no se lo negué al fiscal, ese hombre horrible que creyó que me iba a intimidar metiéndome miedo en la sangre, como si yo no conociera lo que es el miedo, lo que es la discriminación, lo que es el repudio… ¡Pobre estúpido!”

Las palabras salen de su boca en una cascada marcada por el dolor.

“Y yo lo amaba -agrega-; lo amaba con toda mi alma, si es que tengo alma, pero él se burló de mí… Yo le daba todo mi dinero, el que me costaba sudor y lágrimas ganarme cada noche en las calles, prostituyéndome como muchas de mis compañeras que no tenemos ni esperanzas, ni futuro, ni Dios… Y él abusó de mí, se portó conmigo como una bestia, y yo lo soporté todo para no perderlo…”

Da una nueva chupada al cigarro y suelta el humo despacio.

“Le compré carro, lo vestía a la moda, le daba los mejores perfumes, y hasta había días enteros que yo no comía por darle el dinero a él, y él lo que hizo fue burlarse de mí…”

Calla y suspira, deja el cigarro a un lado, y muerde una pierna de pollo.

“No sé en qué estaba pensando cuando hice todo eso -musita, como si empezara a calmarse la ira en su interior-; no sé. A veces me pongo a pensar en eso y me pregunto ¿cómo es posible que los seres humanos seamos tan crueles con quien nos quiere tanto? ¿Cómo es posible que yo haya dañado a aquel hombre? ¿Cómo es posible que mi padre me haya hecho tanto daño si supuestamente me quería?”

Mira hacia el cielo y esconde sus pensamientos.

“No soy malo -dice, después-; no hay maldad en mí, solo fue ira, despecho, el sentir que no merecía que se burlaran de mí…”

Ahora las lágrimas fluyen por sus mejillas como la lava de un volcán.

“¡Dios! -exclama-. ¡Dios, perdóname!”

LEA: Grandes Crímenes: El fuego consumidor (Parte I)

HALLAZGO

Eran las seis de la mañana de un viernes frío en Tegucigalpa. Un empleado de la Alcaldía Municipal acumulaba la basura cerca de un contenedor, en la calle principal del Mercado Zonal Belén, cuando se topó con un bulto grande y extraño. Aunque estaba acostumbrado a encontrar de todo en su trabajo como barrendero, aquello era inusual, y le llamó la atención, sobre todo, porque una nube de moscas zumbaba a su alrededor. Con la punta de la escoba tocó la bolsa negra que lo cubría, y se llevó el susto de su vida al ver que de la bolsa rota salía un pie humano. Era el pie derecho de un hombre. Gritando, llamó a sus compañeros, y uno de ellos llamó a la Policía. No tardaron en llegar dos motorizados de la Policía Militar. Poco después llegaron agentes de investigación criminal.

“Era el cuerpo de un hombre joven -dice el detective a cargo del levantamiento-; joven y fornido, al que le habían cortado la cabeza de cuajo. La forense dijo que se la habían cortado mientras estaba vivo porque los bordes de la herida se veían inflamados. En la autopsia comprobaron lo que había dicho la forense. Además, encontraron en las cervicales huellas del filo del cuchillo, huellas muy marcadas que mostraban el esfuerzo del asesino al manipularlo. Aquel hombre se había desangrado”.

El policía hace una pausa.

“Nosotros vemos de todo en este trabajo, Carmilla -dice, poco después-, pero hay cosas que superan el horror de otros crímenes. A aquel hombre le habían mutilado los genitales, y fue este detalle el que nos indicó que estábamos ante un crimen de odio, ante un caso con marcadas connotaciones sexuales… Un crimen entre homosexuales, Carmilla”.

La doctora Roxana sonríe.

“Era grotesco -dice-; las heridas fueron hechas con ira, con el supremo deseo de dañar, de destruir, lo que nos indicó que el hechor, esto es, el asesino, estaba vengando alguna afrenta, una traición…”

“Y que el asesino era homosexual -la interrumpe el agente-; ya de eso no teníamos dudas”.

“Pero nos faltaba la cabeza -dice la doctora Roxana-; era obligatorio encontrarla, aunque por las huellas digitales podíamos saber quién era la víctima”.

“La encontramos poco después -añade el agente-; seguimos la ruta de los basureros, y encontramos la cabeza a unos mil metros, tal vez menos, de donde estaba el cuerpo. Estaba en estado de putrefacción, pero aún podían distinguirse sus facciones, y las comparamos con un hombre que había desaparecido de su casa hacía cuatro días”.

“Ahora -siguió diciendo la doctora-, teníamos que encontrar al criminal. Era obligatorio para resolver el caso y hacerle justicia a la víctima y a su familia”.

“En realidad -dice el agente-, no era un caso difícil. Era cosa de trabajar un poco, nada más…”

“Y para eso teníamos las cámaras de vigilancia de la zona -agrega la doctora-; y pusimos a trabajar a los muchachos de Ciudad Inteligente”.

“No tardaron en encontrar lo que buscábamos… A eso de las dos de la mañana, un carro, un Corolla, tipo taxi, se detuvo cerca del contenedor de basura y un hombre alto, fornido pero delgado, que se cubría la cabeza y la cara con una gorra, se bajó del lado del chofer, dio la vuelta y abrió la puerta trasera derecha, metió medio cuerpo en el carro y después se le vio sacar un bulto del interior; lo levantó, se lo puso en los brazos y lo puso con cuidado, con mucho cuidado, cerca del contenedor, al lado de un montón de basura”.

“Esto nos llamó mucho la atención -interviene la doctora Roxana-, o sea, el hecho de que depositara, de que pusiera el bulto con mucho cuidado en el suelo. Esto nos dice que estimaba a la víctima, y nos ayudó a entender las causas del crimen, y a encontrar al criminal”.

“El fiscal tenía un caso sencillo”.

“No tardamos en encontrar el vehículo -agrega la doctora-; era un Corolla rojo; lo comparamos con las imágenes, y era el mismo. Era el mismo número de placas”.

“Con esto, teníamos al dueño, y el dueño se llamaba Carlos. Había comprado el carro hacía un año. No fue difícil dar con él”.

El agente hace una pausa.

“Cuando tocamos la puerta de su casa, una casa sencilla en la colonia Nueva Era, salió él, medio dormido, y no se sorprendió al vernos; más bien se sonrió, y nos dijo: Vaya, creí que se iban a tardar más en venir… ¡Son buenos ustedes!”

“Está usted detenido por considerarlo sospechoso…”

“Sí, sí, sí -interrumpió Carlos al agente-; ya sé todo lo que me vas a decir. Que tengo derecho a guardar silencio… y que tengo derecho a un abogado… Y bla, bla, bla…”. Se giró despacio, puso las manos hacia atrás, y se dejó esposar sin oponer la más mínima resistencia. “En realidad, nos esperaba… a pesar de que, como me dijo después, estaba seguro de que había cometido el crimen perfecto”.

ADEMÁS: La fría risa de la maldad

FINAL

“Pero, no hay crimen perfecto, Carmilla -dice Carlos-; los policías de la DPI no son tontos, y el tonto fui yo al creer que podía matar y que jamás me iban a encontrar. Fue hasta el tercer día, después de dejar el cuerpo botado, que empecé a entender que había cometido muchos errores, y que tarde o temprano los policías tocarían la puerta de mi casa… Y así fue, Carmilla. Así fue, y desde ese día estoy preso, y así estaré por mucho, mucho tiempo, a menos que me muera antes de cumplir la condena…”

Carlos sonríe, y hay tristeza en su sonrisa, la misma tristeza que lo ha acompañado desde niño, desde siempre.

“¿Cree usted que Dios me perdone por lo que hice?” -me pregunta, después de un instante de silencio.

“Claro que sí -le digo, de inmediato; si su arrepentimiento es sincero, Dios es amplio en perdonar, y lo perdonará a usted”.

Me mira, se amplía la mueca en su rostro, y las lágrimas vuelven a brillar en sus ojos.

Yo no le digo nada. El silencio es profundo alrededor.

Después de una pausa larga, suspira y dice, con acento pausado:

“Solo quiero el perdón de Dios para encontrarme con mi mamá en el cielo -musita-; y con él…”.

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