Crímenes

Grandes Crímenes: Las huellas de la pasión

Está claro que, la mayoría de las veces, el ser humano busca su propia destrucción
26.09.2021

Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.

DESAPARICIÓN. Ana no estaba en su casa cuando su hermana mayor fue a buscarla. Vivían cerca y, casi siempre, su hermana estaba pendiente de ella, y más, cuando sabía que Jorge era violento, sobre todo cuando bebía, y le daba mala vida casi desde que se fue a vivir con él.

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“No está -le dijo Jorge a la muchacha-; salió al mercado temprano”.

“Vaya -dijo la mujer-; no me dijo nada… Siempre va conmigo al mercado…”

“Pues, es cosa suya… Ya sabés como es tu hermana. En cuanto dice una cosa dice otra”.

Se fue la mujer, aunque algo inquieta porque aquella conducta de Ana no era normal, y regresó a su casa. Cuando volvió a buscarla habían pasado cuatro horas y Ana no había vuelto.

“¿Ves por qué me enojo con esa mujer? -le preguntó Jorge-. No quiere mando de nadie… Siempre hace lo que quiere”.

La mujer no dijo nada, pero algo se atoraba en su garganta.

A eso de las cinco de la tarde volvió a la casa de Ana. Jorge acababa de hacerle comida a su hijo de tres años, estaba solo con él y se mostraba de mal humor.

“Ha de estar por ahí revolcándose con algún basura” -le dijo.

“Eso no lo creo -replicó la mujer-; es que algo me le pasó a mi hermana porque la estoy llamando desde temprano y no contesta el teléfono”.}

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“Mirá, mamita -le dijo Jorge-, yo también la llamé y me dijo que ya venía, pero como ella es así, mirá las horas que son y no se aparece. No vaya a ser y se fue mojada para Estados Unidos como me había dicho, y me dejó solo con el niño… Esa mujer es capaz”.

Hacia las diez de la noche, la familia de Ana estaba desesperada. No aparecía por ninguna parte y no contestaba el teléfono.

¿Qué había pasado con ella? ¿Dónde estaba? ¿Por qué no llamaba siquiera?

“Avisemos a la Policía -dijo su hermana mayor-; esto no es normal…”

“Ya va a aparecer -dijo Jorge-. No hay necesidad de meter a la Policía en esto… Es como te dije, ha de estar con algún maje…”

“Mi hermana no es así, Jorge… A lo mejor fue que la golpeaste y por eso se fue…”

Jorge no dijo nada, se metió en su casa y se encerró. La familia de Ana avisó a la Policía.

CONJETURAS

A las ocho de la mañana del día siguiente llegaron a la casa de Jorge tres detectives en una patrulla. Jorge les dijo lo mismo.

“¿A qué hora se fue al mercado? -le preguntó un policía.

“Temprano”.

“¿Qué es temprano?”

“Pues, no sé… Temprano. Dijo que ya iba a regresar… Yo me quedé cuidando al niño”.

“¿Podemos revisar la casa?”

Jorge no respondió de inmediato.

“¿Y qué van a revisar?”

“Es solo rutina, señor…”

Nada había en la casa que llamara la atención de los policías y, media hora después, se fueron. La familia de Ana quedó más preocupada. Todas sus cosas estaban allí, por lo que era imposible que se hubiera ido mojada como decía su marido.

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“Algo le pasó” -dijo su hermana.

“O algo le hizo este hombre” -dijo la madre.

“Pero si algo le ha hecho este maldito -exclamó, uno de sus hermanos-, ya va a ver lo que le va a pasar”.

Se dijeron muchas cosas, pero en nada ayudaba a resolver el misterio de la desaparición de Ana. Jorge decía lo mismo, aunque ahora se notaba nervioso.

“Esa mujer se fue con algún amante -decía-; estoy seguro de que no va a volver…”

La madre de Ana, sin poder contener su angustia, entró a la casa.

“Vos le hiciste algo -le dijo a su yerno-; decínos qué le hiciste… Decínos o voy a llamar otra vez a la Policía”.

“Llámela, señora… Yo no le hice nada”.

“Vos siempre la golpeás, Jorge, nosotros lo sabemos bien… No es la primera vez que lo hacés. Hasta le dejaste la cara desfigurada una vez… Decíme qué le hiciste o te voy a refundir en la cárcel”.

“Nada le hice, señora… Ella se fue al mercado, y mire, como siempre hace lo que quiere”.

“Vamos a buscarla -dijo la hermana mayor-; debe estar en alguna parte… Y si es que Jorge le hizo algo, debe estar por ahí, con miedo de regresar…”

“Si no es que este salvaje la mató -gritó la madre-. Ana no sería capaz de abandonar a su hijo, si es por él que le ha soportado tantas groserías a este hombre”.

“Vamos a buscarla, pues -dijo Jorge-; yo voy a ir con ustedes”.

LA BÚSQUEDA.

La familia de Ana, acompañada por unos vecinos, empezaron a buscarla sin saber por dónde ir. Un hermano de Jorge se había unido a ellos y hablaba hasta por los codos.

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“Estamos perdiendo el tiempo -decía-; Ana ya debe estar llegando a la frontera de México”.

Al otro lado del río habían unos potreros, cercados con alambre de púas, y un grupo decidió buscar allí. Eran ya más de las doce del día y el calor arreciaba. Jorge propuso que detuvieran la búsqueda hasta que refrescara, pero nadie le hizo caso.

“Yo voy a ir a ver al niño -dijo-; no me gusta que lo cuide otra gente”.

Quienes escucharon a Jorge decir esto lo vieron nervioso, pálido, a pesar del calor que hacía, y desesperado por alejarse de ahí. Lo vieron cruzar el cerco de alambre de púas, seguido por su hermano.

“Me parece raro este Jorge -dijo uno de los vecinos-; primero es que se ofreció para buscar a Ana y ahora es que se va a cuidar al hijo… Esto me parece raro… ¿No será que le hizo algo a la mujer?”

“A mí también me parece raro ese hombre -dijo la hermana mayor de Ana-; y el hermano no me la hace buena… Busquemos por aquí que tengo un presentimiento horrible”.

“¿No será mejor que llamemos a la Policía?”

“Sí; yo creo que sí”.

EL POTRERO.

Era un llano de unas siete manzanas, con algunos árboles antiguos, y daba a la vega del río. Lo ocupaban para sembrar pasto, pero en aquel momento solo había allí unos tres caballos.

Los que buscaban a Ana se separaron para abarcar más espacio, pero no encontraron nada que llamara la atención.

“Vamos a descansar y a seguir después -dijo la madre de Ana-; el potrero es grande, pero no nos vamos de aquí hasta no haberlo revisado todo… Yo tengo un presentimiento fuerte en el pecho, y una madre no se equivoca. Yo creo que este maldecido le hizo algo a mi muchachita”.

No había pasado mucho tiempo de esto, cuando una vecina empezó a llamarlas desde la cerca de alambre.

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“¡Doña Shuy! -gritaba-. ¡Doña Shuy! Vengan que tengo que decirles algo…”

Y hacía gestos imperiosos para apresurar a la señora.

“Es que fui a la casa de Ana para ver si había comido el niño -dijo la mujer-, y lo encontré metiendo ropa en una mochila. Cuando yo entré, el hermano iba saliendo, y parece que habían discutido… Yo creo que Jorge se está dando a la fuga… Y es que algo le hizo a Ana”.

“A mí me da es misma impresión -dijo un hermano de la muchacha-. ¿Por qué esa urgencia de irse del potrero? Yo creo que algo sabe…”

Dos hermanos de Ana y un vecino regresaron a la casa. Encontraron a Jorge preparando al niño para salir. En aquel momento se escucharon gritos en la calle polvorienta; eran gritos desesperados, mezclados con maldiciones y amenazas.

¿Qué era lo que sucedía? ¿Por qué regresaba así aquella gente?

EL HALLAZGO.

El corazón de la madre de Ana le palpitaba en la boca, estaba angustiada y luchaba por contener el llanto. Decidida a encontrar a su hija, inició la búsqueda en el potrero, y estuvo a punto de desmayarse cuando un hombre dio un grito:

“¡Aquí está, doña Shuy! ¡Aquí está enterrada! ¡Ese maldito le mató a su hija!”.

A flor de tierra, detrás de unos arbustos, y a unos cincuenta metros del río, se veía un pie y el ruedo de un pantalón. Corrieron hacia allí varias personas más y empezaron a escarbar con las manos. Poco a poco apareció el cuerpo de una mujer. Cuando le quitaron la tierra del rostro, apareció Ana. Tenía golpes horribles, y en el cuello las huellas de un lazo delgado.

“Agarren a ese maldecido -dijo doña Shuy, a punto de desvanecerse-; agarren a ese miserable que me mató a mi niña”.

JORGE.

Los hermanos de Ana golpearon a Jorge cuando supieron de la muerte de su hermana. Uno de ellos estaba dispuesto a matarlo. Sin embargo, no tardó en llegar la Policía. Dos motorizados protegieron al sospechoso.

“Ya llamamos a la DPI, señores -les dijo uno de los policías-; si este señor es culpable de la muerte de su esposa…”

“Él fue el que la mató -gritó la hermana mayor de Ana-; él siempre la golpeaba, y si ustedes ven la cara de mi hermana, se la deformó a golpes y después la mató…”

Jorge no dijo nada, se dejó caer en un sillón, bajó la cabeza y empezó a llorar.

“Yo la quería -dijo-; yo la quería, pero ella me engañaba con otro…”

“¡Ella jamás te engañó!” -le gritó la madre.

“Sí me engañó, doña Shuy; sí me engañó. Ayer en la mañana, cuando se estaba bañando, le cayó un mensaje al celular. Era un mensaje de un hombre en el que le decía cosas que solo se le dicen a la mujer… Y yo le quebré el teléfono, ardido de la cólera, y la saqué del baño… Sí, confieso que le pegué, y me fui de la casa… Pero regresé en la noche, la obligué a tener relaciones conmigo, y después la ahorqué con un alambre… Sí, lo confieso…”

“¿Quién te ayudó? Porque vos solo no la pudiste llevar muerta hasta el potrero”.

Jorge no dijo nada.

La Policía descubrió que su hermano le había ayudado a deshacerse del cadáver. Ambos esperan el día en que volverán a ver el sol de la libertad.

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