Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: Los frutos de la codicia

¡Mal de los hombres, que te llevas muchas vidas!
25.04.2021

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Amentos. “¿A dónde lleva la codicia a los hombres? ¿A dónde, Dios mío?”

René, de unos cuarenta años, de baja estatura, piel trigueña, bigote rancio y ojos oscuros, enrojecidos a causa del llanto, se hacía esa pregunta una y otra vez, sentado en una de las aceras de la Morgue del Ministerio Público.

El sol estaba alto en el cielo y el calor era insoportable. Aunque había nubes blancas y grises a lo lejos, René sabía que no habría tormenta porque el viento las arrastraba lejos, más allá del Uyuca, hacia el Zamorano.

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“Pero en mi casa sí va a llover –dijo–, y mire que nos van a caer bien estas lluvias porque hay poca agua y los siembros ya están brotando de la tierra… Lástima que mi Zulema ya no los va a ver”.

Dijo esto y las lágrimas corrieron de nuevo por sus mejillas.

René estaba herido, “pero lo mío fueron solo dos rozones de bala; una en el brazo izquierdo y la otra en una pierna. Nada de cuidado. Pero a mi pobre esposa le pegaron diez tiros y me la mataron de inmediato… Por eso estoy aquí, esperando en la Morgue para que me entreguen su cuerpo y darle cristiana sepultura, allá en el panteón de la aldea. Allá la esperan los hijos y mi pobre madre, con la casa arreglada para el velorio”.

Calló René y dejó que su corazón llorara.

Es un hombre curtido por el sol del campo, de carácter afable, de pocas palabras y de sonrisa franca, a pesar del dolor por el que está pasando. Don Jorge Quan, que acababa de entrevistarlo para Canal 6, me llamó y me dijo:

“Mire, Carmilla, que aquí en las afueras de la Morgue hay un caso que tal vez pueda interesarle; es uno de esos casos de tierra adentro, de gente humilde y trabajadora que es dejada de la mano de Dios y, pues, le cae la tragedia encima, la desgracia…

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Si puede venir ahorita, podrá hablar con las víctimas. Aquí están unos policías, pero no creo que le impidan entrevistar al señor, por lo menos… un hombre que anda reclamando el cadáver de su esposa y que tiene allí, parqueado, un ‘picopsito’ para llevársela a su aldea”.

El caso

Los agentes del Departamento de Delitos contra la Vida de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI) ya estaban allí, entrevistando al señor. Uno de ellos había estado en el levantamiento del cadáver de Zulema. Lo encontró cubierto con una manta, manchada de sangre y sobre un charco de sangre ya coagulada. Estaba tirada boca abajo, detrás de unos arbustos de café y de zacate de limón, junto a un naranjal.

El agente contó diez heridas de bala. Todas eran mortales.

“¿Qué fue lo que pasó? –le preguntó a René, esa misma mañana–.

¿Podría decirme cómo fue que pasaron las cosas?”

René, viendo con profunda tristeza el cuerpo de la mujer que lo acompañó en la vida por muchos años, y que le había dado cuatro hijos, no pudo hablar a causa del llanto.

“Trabajábamos duro la tierra –dijo, con sentimiento–, y vivíamos felices con lo que Dios nos daba, hasta que murió mi padre”.

“¿Por qué hasta que murió su padre?”

“¿Por qué fue allí cuando empezaron los problemas”.

“¿Problemas por tierras, señor?”

“Sí”.

“¿Problemas con sus hermanos?”

“Bueno, sí… Es que así pasa siempre con las herencias, señor…”.

“Sí, lo entiendo”.

El agente hizo silencio por unos momentos. Esperaba a que René se tranquilizara. El hombre, a pesar de ser fuerte y de mostrar carácter, lloraba.

“Me gustaría que me cuente cómo fueron las cosas” –le dijo el detective.

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René levantó la mirada.

“Ve usted esos árboles de allí –dijo, señalando hacia la izquierda–, pues, fue desde allí de donde nos dispararon… Nos agarraron a tiros como si fuéramos enemigos mortales de alguien, y yo nunca he tenido enemigos”.

“Pero, ¿sabe usted o imagina, tal vez, quién fue el que les disparó?”

René bajó la cabeza.

“Mire que matar a su esposa de esa manera… –añadió el agente–. Eso es algo que debe ser castigado y usted nos tiene que ayudar para castigar al culpable, o a los culpables…”

Hubo una pausa.

“¿Sabe usted por qué mataron a su esposa?” –preguntó el agente.

René esperó unos momentos antes de responder. Algo había atorado en su garganta y no pudo hablar por largos segundos.

“¡Ay!, señor, sí que lo sé” –contestó.

“Díganos, para poder investigar el caso y meter a la cárcel al o a los culpables”.

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Noche

“A mi esposa la mataron por defenderme a mí”.

El detective lo miró.

“No le entiendo bien, señor –le dijo a René–; dígame…”

“Es que, mire, yo tengo mis tierras en la aldea, unas tierras que me dejó mi papá, y que nos repartió a tres hermanos, y las he trabajado duro, igual que las trabajó mi papá, de sol a sol, y anoche yo salí a ver mis sembrados, porque había luna llena, y me gusta ver los repollos, los tomates, los chiles y los frijolares. Siempre salía, aunque estuviera oscuro; era como una costumbre, y anoche, salí también, pero no me di cuenta que mi esposa venía detrás de mí con una taza de pinol con leche para que me la tomara. Fue en ese momento en el que empezaron a disparar, y mi mujer, de un salto, se tiró encima de mí y me protegió con su cuerpo, y fue a ella que le cayeron los diez balazos que eran para acabar con mi vida”.

“O sea, que ella murió por defenderlo a usted…”

“No por defenderme, señor; por protegerme… Ella se puso de escudo y la mataron…”

“Les dispararon con una pistola nueve milímetros –dijo el agente–; encontramos allí, detrás de los arbustos, dieciocho casquillos de esas balas… O sea, que les dispararon dieciocho tiros…”

“Y diez de esos tiros le pegaron a mi esposa –dijo René–. Pobrecita; ella se puso para protegerme, y me tiró al suelo, pero ya estaba herida cuando cayó, y se murió allí mismo”.

“¿Escuchó usted algo? ¿Oyó decir algo al asesino o a los asesinos?”

“Sí, señor –respondió René–, y no quisiera decir esto, pero, ni modo, tengo que hablar con la autoridad…”

“Por qué no quiere decirlo? ¿Es que usted quiere proteger a los que mataron a su esposa?”

“No, señor; no es eso. Yo no soy hombre de pleitos, ni de venganzas. Yo no quiero más líos y perdono al que me hizo este daño. Yo sé que Dios se va a encargar de él, porque ustedes lo van a agarrar y lo van a llevar a la cárcel por muchos años…”

“¿Qué fue lo que escuchó cuando les dispararon, señor?”

“Mire, yo oí los primeros tiros y vi los fogonazos, pero ya estaba en el suelo. Todo fue rápido. Los balazos le cayeron en la espalda a mi esposa antes de que ella cayera al suelo, y oí decir a alguien: Hijo de p…, te quedaste con las mejores tierras, pero no las vas a disfrutar… Maldito basura, que enganchaste a mi papá para que te diera lo mejor a vos”.

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“¡Uno de sus hermanos es el asesino!” –exclamó el detective.

“Sí, señor”.

“¿Reconoció bien su voz?”

“Claro que sí; es Naldo, mi hermano mayor… Además, solo él tenía arma en la familia. De allí, todos somos pacíficos, que no pasamos de tener un machetillo, y solo para trabajar la tierra… Naldo se había comprado una pistola y le había puesto uno de esos cargadores que se salen para afuera… Usted me entiende…”

“Sí, señor; lo entiendo”.

“Y, ¿por qué Naldo quería martarlo?”

“Porque mi papá, antes de morir, nos llamó a los tres hermanos, que vivíamos allí en la misma casa con nuestras compañeras de vida, y nos dijo: A vos, Naldo, te queda la tierra de abajo, para que cultivés maíz, frijoles y maicillo; a vos, Chepe, que es el hermano de en medio, le dijo: te dejo las tierras de arriba, que son buenas para las frutas, y a vos, René, te dejó las diez manzanas de enfrente, para que cultivés legumbres. Así, todos quedan con algo que les va a servir en la vida”.

Hizo otra pausa, y agregó:

“Yo me muero en paz. La diabetes me está matando, y no creo que dure mucho, así que mejor les reparto en vida… Y les pido que se cuiden y que cuiden a su mamá…”

Problemas

“Cuando mi papá terminó de hablar –sigue diciendo René–, yo vi a mi hermano mayor, a Nando, que me quedó viendo con unos ojos horribles, y torció la boca. No dijo nada por respeto a mi papá, pero ya sabía yo que no estaba de acuerdo con la repartición de la herencia.

Mis tierras son buenas, como las de ellos, pero son más y tienen agua, bastante agua, y producen legumbres bastantes, y todo el año. Por eso fue que él se puso así, y empezó a odiarme…

Fue por eso que quiso matarme, para que yo no disfrutara de las tierras que me dejó mi papá… Así lo dijo cuando me disparaba, sin saber que a la que mataba era a mi pobre mujer. Ahora me deja solo, con cuatro hijos y me toca cuidar a mi madre… Y él anda huyendo, y sabe Dios donde se esconde… Yo sé que ustedes lo van a capturar, y que va a pagar su crimen, pero, ¿qué va a pasar ahora con su esposa y con sus tres hijos?”

No dijo nada más.

En la Morgue repitió su declaración y agregó:

“Solo quiero que me entreguen el cuerpo de mi esposa, para darle sepultura, y voy a ver qué hago porque ahora tengo que cuidar a mis hijos, y no crea que voy a dejar sin amparo a los hijos de mi hermano mayor, ni a su mujer, que pasa solo enferma.

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Lo que él hizo, pues, ha sido un crimen, por el que tiene que pagar tarde o temprano, pero yo no voy a vengarme ni a hacer nada… Dios que lo socorra”.

El detective tomó nota de todo y al final dijo:

“Estos son los frutos de la codicia…

¡Qué desgracia que la gente piense más en el dinero que en la vida de las personas a las que debe querer! ¡Ni modo; la vida es así! Cuando capturemos a Nando, sabrá que le esperan al menos treinta años de cárcel por lo que hizo… ¡Ni modo! Tiene que pagar…”

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