Selección de Grandes Crímenes: El hijo de Judas (segunda parte)

Cuando les pedimos a los hombres que recogieran cada uno su machete de la mesa donde los pusieron para que nosotros los inspeccionáramos, usted se sorprendió cuando su hijo Martín retiró un machete nuevo”

  • 23 de noviembre de 2025 a las 00:00
Selección de Grandes Crímenes: El hijo de Judas (segunda parte)

A Manuel lo mataron por la espalda y su muerte, que conmovió a todos, inició un misterio que la Policía debía resolver. ¿Quién lo mató? ¿Por qué quitarle la vida a un hombre que no se metía con nadie y que a nadie le hacía daño? No lo mataron por robarle. Todas sus cosas, que eran pocas, las tenía en una de las bolsas de su pantalón. Lo único que no apareció en la escena fue su gorra, una gorra que no se quitaba nunca cuando trabajaba en el campo. Pero, ¿por qué era importante la gorra para la Policía? ¿Cómo iban a resolver el crimen?

Investigación

Los agentes no tenían a ningún sospechoso del crimen, no imaginaban los motivos, aunque estaban seguros de que el asesino era alguien conocido de Manuel. Tal vez iba con él esa mañana a la finca donde tenían sembrado guate o zacate para el ganado; tal vez alguien lo esperaba para atacarlo. De lo que sí estaban seguros era que la muerte de Manuel fue planificada, que el asesino conocía bien sus movimientos y que estaba seguro de haber cometido el crimen perfecto. No había ningún indicio que les sirviera a los detectives para empezar a resolver el misterio. Las huellas de botas de hule que el agente a cargo del caso pidió levantar en yeso, podrían servir de algo, pero no tenía mucha fe en eso. Ahora bien, sabían que Manuel no se metía con nadie, que era huérfano y que lo criaron sus abuelos, que era trabajador y que su única afición era la guitarra y jugar a las cartas, aunque sin apostar más que granos de maíz, de frijoles o de café. Nunca bebía licor, no fumaba y todavía no se le conocía novia. Decía que estaba agradecido con sus abuelos por haberlo criado, y que se dedicaría a cuidarlos hasta donde le fuera posible. Y, aunque tenía muchos amigos, había uno en especial, con el que se llevaba como un hermano. La Policía quiso saber de este hombre; pero no estaba en la aldea. Lo llevaron de urgencia al hospital, donde le extirparon el apéndice y la vesícula, y allí estaba cuando la Policía preguntó por él.

“Siempre estaban juntos -les dijeron a los agentes-; José se casó hace tres años, pero eso no limitó la amistad de los muchachos. Manuel visitaba con frecuencia a su amigo y quería mucho a la esposa, a la que él llamaba cuñada”.

La Policía supo que Manuel no tenía enemigos, es más, nunca se peleó con nadie ni en la escuela siquiera.

“Entonces lo mataron por equivocación” -dijo uno de sus tíos, un hombre alto, de unos cuarenta y tantos años, soltero, y que se dedicaba, como sus padres, sus hermanos y Manuel, a trabajar la finca.

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“No creo -le dijo el detective de la DPI-, a su sobrino lo mató alguien que tenía algún motivo para hacerle daño. Pero lo que más nos intriga es por qué... ¿Qué pudo hacer Manuel para merecer esto?”.

“Hay gente malvada -dijo don Juan, el abuelo de Manuel-; hay gente malvada, señor”.

La abuela, una anciana ya llena de canas, lloraba al lado del ataúd de su nieto. La sala de la casa estaba llena de amigos y de parientes. Todos lamentaban la muerte del muchacho y uno de ellos sugirió que le amarraran los dedos gordos de los pies para que la Policía capturara pronto al asesino.

“Nada de eso vamos a hacer -dijo la abuela, con tono enérgico, a pesar de su dolor-, Dios se va a encargar de hacerle justicia a mi hijo... Dios tiene el control de todo, y, como el propio Dios ha dicho, cada cosa tiene su tiempo”.

“Vamos a encontrar al culpable, señora -le dijo el detective-, lo vamos a encontrar”.“Yo lo sé, mijo -respondió la abuela-, yo tengo la fe de que lo van a castigar... Manuel no merecía esto... Y nosotros tampoco”.

No pudo decir nada más. Las lágrimas detuvieron las palabras en su garganta. La señora sufría. Sus hijas trataban de consolarla, pero era en vano.

De pronto, todo el mundo quedó en silencio. Acababa de entrar a la sala José, el amigo de Manuel. Caminaba despacio a causa de las cirugías. Estaba pálido y delgado y lloraba. Su esposa le ayudaba. Lo habían traído unos amigos de la aldea que llegaron al hospital a darle la noticia.

“Los doctores no querían dejarme salir -dijo-, pero Manuel era mi amigo, y yo tenía que estar aquí”.

“Tenía que saberlo, don Juan -dijo uno de los viejos amigos del señor-, yo mismo le dije a mi hijo, Julián, que fuera al hospital para que le dijera lo de Manuel... Si hice mal, perdóneme”.

“No, don Julio, no hizo mal... Así, la Policía no tiene que molestarse en ir a buscarlo para hablar con él. Ya está aquí, y si sabe algo, les va a servir a los policías. Gracias. Gracias”.

Algo

Como dijimos antes, la investigación criminal es una ciencia casi tan exacta como las matemáticas. En Honduras, grandes investigadores le han dado a la criminalística el estatus científico que tiene en otros países. Emec Cherenfant, cirujano plástico, escritor y criminalista aficionado, es uno de esos policías empíricos que han ayudado a resolver misterios criminales que parecían difíciles, o hasta imposibles. Wilfredo Rubio, hoy abogado exitoso, es un investigador nato, que hizo una carrera brillante en la Policía de Investigación Criminal. Ellos, y varios más, estarán muy pronto en “Héroes de la investigación criminal”, para el deleite de los lectores y lectoras de esta sección de diario EL HERALDO. Por supuesto, los agentes de la DPI que se esforzaron por hacerle justicia a Manuel también forman parte de esta galería de genios de la investigación.“¿Sabe usted algo que nos pueda ayudar a resolver el caso de su amigo? -le preguntó el agente a José cuando éste se sentaba, después de estar al lado del ataúd, dejando que sus lágrimas se derramaran por sus mejillas descoloridas.

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“Si lo supiera no se los diría -respondió José-, porque yo mismo le haría justicia a mi amigo. Lo que le hicieron no es justo. Él no le hacía daño a nadie”.

“¿Usted sería capaz de tomarse la justicia por su propia mano?”.

“Sí”.

“Excelente... Pero, es mejor que hablemos de otra cosa... Para empezar, sabemos que usted no estaba aquí cuando lo mataron”.

“¿Sospechaban de mí?”.

“Como es normal”.

“Bueno”.

“Y como estamos en una investigación criminal, vamos a hacer un registro en esta casa, en la suya, y en otras partes donde pueda haber algo que nos ayude a aclarar el crimen”.

“Pueden ir a mi casa cuando quieran”.

“Excelente. Mañana a primera hora, antes del entierro. Tenemos que trabajar rápido”.“¿Buscan algo en especial?”.

“Sí, y muy especial: al asesino de su amigo”.

“Entonces, es que ustedes saben algo más”.

“No tanto como saber mucho”.

“A mi casa pueden ir cuando quieran”.

“Gracias”.

Mañana

Nadie dejó solo a Manuel aquella noche. Los policías tampoco durmieron, aunque tomaron café como para un mes entero.

“¿Estás seguro? -le preguntó en la madrugada uno de sus compañeros al agente a cargo del caso.

“Yo no, el forense... Por eso es que ahora es más importante la gorra... Pero, vamos por partes”.

A eso de las ocho de la mañana, mientras las rezadoras elevaban al cielo sus oraciones por Manuel, el agente a cargo le dijo a don Juan:

“Queremos ver los machetes de todos los amigos de Manuel”.

“¿Los machetes?” -preguntó el anciano, extrañado.

“Sí, todos... Y vamos a pedirles a los que están aquí que los traigan al corredor”.

“No entiendo -dijo don Juan-, pero si ustedes lo dicen, por algo será”.

No tardaron en estar sobre una mesa larga, de tablas y patas gruesas, treinta y siete machetes de todo tipo. Los detectives buscaron entre los más largos.

“No es ninguno de estos -dijo el agente-, es seguro que el machete del asesino está lejos de aquí”.“¿Qué es lo que estamos buscando?”.

“Ya vas a ver. El forense no puede equivocarse. Tengo las fotos de la autopsia, de la herida, del cráneo roto y de las fibras de hilo de la gorra. Pero como el machete no está aquí, o sea, el machete que buscamos, quiero que cada uno venga a recoger el suyo a la mesa, y, por favor, observen bien”.

“¿Qué debemos buscar?”.

“Algún gesto, alguna sonrisa, alguna mueca de cólera”.

Uno a uno, los hombres pasaron a la mesa a recoger su machete. Los amigos, los jóvenes, los tíos, los más viejos; todos. Cuando pasó el último, uno de los agentes le dijo al oficial:“Hay algo raro”.

“¿Qué es?”.

“Vi un gesto extraño en don Juan, el abuelo de la víctima”.“¿En qué momento?”.

El agente habló en voz más baja. El oficial dijo:“Bueno, solo nos queda ir a la casa de José... Tenemos que ver su machete o sus machetes”.José no había ido a su casa desde que llegó del hospital. Cuando los detectives le dijeron que irían a buscar a su casa se ofreció a ir con ellos. Le dijeron que no, que esperara. Su esposa los llevaría. Además, la casa no estaba lejos.

Troje

Era una estancia alta, de paredes de madera y adobes, techada con paja y teja. Había aquí una mesa larga, albardas, aparejos, azadas y maíz listo para ser desgranado, algunas cuerdas y garfios de donde se colgaban los costales. Los detectives empezaron a buscar despacio y minuciosamente.

“No hay nada -dijo uno de ellos-, solo están estos dos machetes, este largo, en su vaina de cuero y dos pequeños, de los que llaman cutachas o tuncos; y este curvo para quitar hierbas desde la raíz”.“Quiero ver el largo”.

Se lo mostraron. El oficial lo vio centímetro a centímetro.

“No, dijo... Nada”.

De pronto, uno de los agentes dijo:

“Aquí hay algo”.

Señalaba un sitio cerca de una escalera que estaba apoyada en una vieja viga hecha de un tronco nudoso de árbol, y que sostenía parte del techo.

“¿Qué es?”.

“No estoy seguro, pero creo que es una gota como de sangre”.

“A ver”.

El oficial se acercó, se agachó y vio. Olió y dijo:“Estoy seguro que es sangre”.

Luego, miró hacia arriba, subió por la escalera y dio un grito:“¡Aquí están!” -dijo.

“¿Qué cosa?”

“El machete y la gorra... ¡Que venga el ayudante del fiscal para que dé fe de esto!”.

El ayudante del fiscal, cayéndose de sueño, se acercó. El oficial bajó la escalera. Vio el machete. “Tiene sangre -dijo-, sangre seca, y... vean esto”.

Se acercaron a él.

“El machete está amellado a unos doce centímetros de la punta, en su parte más pesada. Esto fue lo que encontró el forense en el hueso del cráneo. La herida fue perfecta, en la piel y en el hueso. El filo, el peso y la fuerza, cortaron limpiamente, sin quebrar o romper el hueso... Traspasó la gorra y se hundió en el cerebro. Pero, dejó en el hueso esta marca”.

Dijo esto el oficial y le mostró al fiscal las fotografías que le dio el forense en la autopsia. Allí estaba la muesca que dejó el machete.

“O sea que José tiene más que decir de lo que ya nos ha mentido” -dijo el fiscal.“Traigan a la esposa de José” -dijo el oficial.

Pero cuando la buscaron ya no estaba.

“Pero si estaba aquí cuando les mostré el machete. ¡Búsquenla! Y detengan a José”.

Don Juan

Las rezadoras descansaban. Don Juan estaba en una silla mecedora, en el corredor. Su esposa dormía. Sus hijas atendían a los amigos. Sus hijos estaban con él. “José -dijo el fiscal-, encontramos el arma homicida en la troje de su casa; está usted detenido por considerarlo sospechoso del crimen de Manuel”.

El oficial se acercó a José, que descansaba cerca de don Juan.“¿Qué machete es ese que traen allí?” -dijo el señor.

“El machete homicida, señor, y la gorra de su nieto. Estaban escondidos detrás de una viga, en el granero de José”.

José no dijo nada.

“Además, queremos saber dónde está su esposa. Cuando vio que teníamos el machete manchado de sangre, desapareció de la troje y de la casa”.

“José es inocente -dijo don Juan-. José es inocente”.

“Por qué lo dice, señor”.

“Ese machete no es de José”.

El oficial intervino.

“Usted sabe quién es el asesino, ¿verdad? Cuando les pedimos a los hombres que recogieran cada uno su machete de la mesa donde los pusieron para que nosotros los inspeccionáramos, usted se sorprendió cuando su hijo Martín retiró un machete nuevo... ¿Es verdad? Usted vio el machete, vio a su hijo, y se sorprendió... Fue por el machete, ¿verdad?”.

“Sí... -dijo don Juan-. No sabía que Martín hubiera comprado otro machete, si apenas ayer en la tarde le vi el machete viejo, que ha tenido por más de tres años... ese que ustedes traen allí”.

“Y que está amellado casi cerca de la punta”.

“Sí... Fue en un alambre de púas que lo amelló y se quebró esa parte... Por más que lo afiló, nunca se desgastó y la melladura quedó allí”.

“¿Dónde está su hijo Martín?”.

“Estaba aquí hace poco”.

Nota final

A Martín y a la esposa de José los detuvieron en el camino real que llevaba a la carretera. Ella dijo que Martín mató a Manuel porque los había descubierto en la troja, teniendo relaciones de intimidad. Así lo dijo. Y los dos sabían que Manuel se lo iba a decir a José, y que José, que había sido de las Fuerzas Especiales, y había peleado contra los narcos en La Mosquitia, no los iba a perdonar. José los mataría. De eso estaban seguros. Por eso, Martín mató a Manuel y dejó el machete y la gorra en la troje de José para que le echaran la culpa del crimen.“Maldita -dijo Martín-, tenías que ser vos la que me traicionara”.

“No, señor -le dijo el oficial-, no lo traicionó la señora. No hay crimen perfecto

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