CASO. Llegamos antes de las siete de la mañana a la Secretaría de Seguridad. Estábamos invitados a desayunar con Gustavo Sánchez, ministro de Seguridad, porque tenía un caso criminal “que no debe quedar en el olvido”. Se resolvió después de muchos años de trabajo de los detectives de la Policía Nacional.
El doctor Emec Cherenfant se bajó conmigo de su Hummer roja, y, de inmediato, nos llevaron al despacho del ministro. Después de los saludos, y mientras servían el desayuno, Sánchez dijo:
“Carmilla, supongo que ya sabe que la víctima fue un paciente del doctor Cherenfant”.
“Sí, ministro -respondí-. El doctor me contó que le realizó un implante de pene hidráulico”.
“Así fue. El forense dijo que fue la pasión de aquel hombre lo que lo llevó al final... O sea, a la muerte”.
“Sin embargo -dijo el doctor Cherenfant-, no fue la bombita, o el implante en sí, lo que lo mató”.
“No -convino el ministro-, fue la otra bomba, la más importante: el corazón”.
“Así fue -exclamó el doctor-, por desgracia él sabía los riesgos de... usar demasiado el implante”.
“Pero, la causa de muerte fue otra -agregó Sánchez-, y, aunque el forense dijera otra cosa, la verdad que descubrió la Policía fue que al señor Fiallos lo mataron”.
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Yo lo miré con sorpresa. Y dije:
“El informe del forense dice que fue un infarto al miocardio el que le quitó la vida”.
“Provocado” -dijo el ministro.“Así es” -dijo el doctor Cherenfant.
“¿Cómo pudo ser?”.
“En realidad -dijo Sánchez-, hay muchas formas de matar; y más de mil formas de morir... Y la mente criminal es fecunda en ideas, aunque, por supuesto, la Policía también es fecunda en las maneras de resolver estos misterios, por muy imposibles que parezcan”.
“El señor Fiallos tenía sesenta y cinco años cuando empezó a sufrir de disfunción eréctil -dijo el doctor Cherenfant, adentrándose en el tema-, era diabético e hipertenso y tenía problemas cardíacos desde hacía unos veinte años; trabajaba mucho, descansaba poco, y era... apasionado, por decirlo de alguna forma”.
Hubo una pausa. El desayuno estaba delicioso, como son los desayunos sencillos de Honduras. Sánchez puso el expediente del caso ante nosotros.“Era viudo desde hacía diez años -dijo-, y, deseando compañía, pues, se volvió a casar. Tenía tres años de matrimonio cuando empezó a tener problemas... Y allí fue donde acudió al doctor Cherenfant”.
“La esposa era una mujer linda -dijo el doctor-, una bella mujer de apenas treinta y ocho años... Una modelo. Alta, esbelta, blanca, de ojos claro, pelo castaño, delgada y con una sonrisa de esas que son capaces de detener a un ejército entero. Con esa sonrisa sedujo al señor Fiallos, quien no era desagradable, a pesar de la edad. Además, lo hacía interesante el hecho de que fuera un hombre rico, dueño de empresas, propiedades y abultadas cuentas bancarias. Tenía cuatro hijos: tres mujeres y un varón. Este era el que le ayudaba a llevar sus empresas y las hacía prosperar. Sin embargo, cuando su padre volvió a casarse, empezó a notar que había muchos gastos, más de los normales, y, aunque no iban a hacer quebrar los negocios, era demasiado. Pero, su papá le dijo que lo dejara ser feliz, y que lo que él quería era tener contenta a su esposa”.
Hizo una pausa el doctor y exclamó:
“Se me olvidaba decir que la esposa del señor Fiallos era de Punta del Este, Uruguay, y que vino a Honduras como consultora de cierta compañía... Y, como esa compañía hacía negocios con las empresas del señor Fiallos no tardaron en conocerse. Ella se llamaba Yuli, era divorciada y sin hijos. A mi paciente le entusiasmó conocerla, y, muy pronto, empezaron a relacionarse más de cerca... Hasta que se casaron”.
“Pero, una madrugada -intervino el ministro-, el señor Fiallos murió de un fulminante ataque cardíaco... Estaba en su cama”.
GRITOS
Eran las dos de la mañana y minutos cuando Yuli salió de su habitación, desnuda como había venido al mundo, gritando que “algo le pasaba a su esposo”, y que pidieran ayuda rápidamente. Por supuesto, la servidumbre dormía, pero los gritos despertaron a todo el vecindario y pronto llegaron los paramédicos. Pero hicieron el viaje en vano. El señor Fiallos estaba muerto. Tenía la boca abierta, extrañamente abierta, como si hubiera tratado de gritar o de tragar aire desesperadamente; sus ojos estaban abiertos también, con un gesto de angustia y terror, mientras sus dedos se veían rígidos, casi clavados en las sábanas. Estaba desnudo. Los paramédicos lo cubrieron con una sábana. Cuando llegó su hijo varón, algo se revolvió en su interior.
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“Esperemos que venga la Policía” -dijo.
La madrastra protestó:
“¿La Policía? -preguntó-. ¿Para qué querés a la Policía? Ya escuchaste lo que dijeron ellos. Tu papá murió de un infarto”.
El muchacho no contestó. Las hijas llegaron con sus esposos, los amigos y otros parientes llenaron la casa. El cardiólogo del señor Fiallos fue despertado y llegó a eso de las tres de la mañana. Examinó el cuerpo, determinó que le había fallado el corazón y preguntó si estaba tomando las medicinas tal y como él se las había recetado. La enfermera que estaba de turno esa noche dijo que sí.
“Entonces, no entiendo cómo pudo pasar esto -dijo el médico-, tal vez se excedió en... eso”.
La bombita seguía funcionando.“Veo que está aterrorizado -siguió diciendo el cardiólogo-, aunque creo que el ataque fue fulminante”.
“Él siempre quería más -dijo la mujer, limpiándose las lágrimas”.
“¿Tomó algún estimulante?” -preguntó el doctor.
“No sé... Lo que sé es que la enfermera le dio sus medicinas a la hora de siempre; salimos a cenar, bebimos algo de vino, y regresamos a eso de las once de la noche... Y, desde esa hora, él quería... y yo no podía negarme”.
“¿Tuvieron alguna discusión durante la salida de anoche? -preguntó el cardiólogo.
“Pues... discutimos porque él me celaba demasiado, pero fue algo pasajero... Algo sin importancia... Comimos, tomamos algo de vino y regresamos a la casa en buena armonía... Puede consultarle al chofer y a los guardaespaldas... Todo estaba bien”.
“Bueno -dijo el médico, después de un suspiro-, ya está... Todo terminó para mi buen amigo”.
En aquel momento llegaron los agentes de la Policía de Investigación. La esposa, mejor dicho, la viuda, protestó.
“No sé para qué los llamaste -le dijo a su hijastro-. La Policía nada tiene que hacer aquí... Murió del corazón y eso ya lo certificó su propio médico cardiólogo”
.“No, señora -dijo este, de repente-, no he certificado nada... Solo he dado una opinión... Pero, si los hijos desean que se le haga la autopsia a su padre, nada puedo objetar... Están en su derecho”.
“Sobre todo -dijo una de las hijas, que se limpiaba las lágrimas y veía con ira a su madrastra-, porque esta mujer no fue un angelito con mi papá... Siempre lo estaba hostigando, siempre lo estaba molestando, se peleaba con él por cualquier cosa, y esto sabiendo bien que mi papá padecía del corazón... No me extrañaría que ella tenga algo que ver en la muerte de mi papá”.
“Eso lo va a averiguar la Policía” -dijo otra de las hijas del señor Fiallos.
“Ustedes me odian porque su papá me quería y era feliz conmigo” -gritó la viuda.
“Infeliz era con vos -dijo la tercera hija-, siempre estaba angustiado porque no sabía a qué hora vos ibas a hacerle un escándalo, y eso lo ponía mal... ¿Es que creés que no sabemos de todos los escándalos que le hiciste, hasta delante de sus clientes y de sus amigos? Eso, en opinión de los expertos, es provocar a alguien tan delicado del corazón como estaba mi padre, con la intención de causarle la muerte”.
“Son acusaciones serias -dijo, de repente, un hombre maduro que acababa de llegar a la habitación-, es mejor que se calmen y que las autoridades hagan su trabajo. Vamos para afuera todos, que a su papá no le hubiera gustado que lo vieran en esas condiciones... vamos”.
Era el hermano mayor del señor Fiallos. Con él venían dos de sus abogados.
“Todos me ven como si yo fuera culpable de esto -dijo la mujer, llorando-, y yo lo que hacía era darle felicidad a mi esposo”.
El cardiólogo se acercó a la mujer, la llevó a un rincón de la amplia habitación y le preguntó:“Dígame la verdad sobre lo que le voy a preguntar”.
La mujer asintió.“¿Cuántas veces tuvieron intimidad esta noche?”.“Tres” -dijo ella.
El médico la miró.“Demasiadas para un hombre con el corazón tan débil -dijo-. Demasiadas”.
“Él siempre quería -dijo ella-, ¿y yo qué podía hacer? Habíamos discutido y yo quería estar bien con él, por eso lo complacía... Era mi esposo y era bueno conmigo, a pesar de mi carácter”.
En aquel momento se escuchó una voz fuerte y firme, lapidaria:
“Abogado -decía el hijo varón del señor Fiallos-, ¿cuánto le deja en su testamento mi padre a esta mujer?”.
Por un instante no se escuchó nada.
“Eso es algo que no se debe ventilar aquí y en este momento -dijo el abogado-. Cada cosa tiene su tiempo”.
“Y cada cosa tiene una razón de ser” -exclamó el muchacho.
Luego, dirigiéndose al ayudante del fiscal, dijo:
“Quiero que le hagan la autopsia a mi padre y que se sepa bien de qué murió o qué fue lo que le causó la muerte... Porque he visto que está aterrorizado y sé que algo grave pasó antes de que su corazón fallara”.
La mujer quiso protestar otra vez.“Quiero que le hagan la autopsia a mi hermano” -dijo otra voz con fuerza.“¡Ella lo mató! -gritó una de las hijas-.
Ella sabía que mi papá no resistía ciertas cosas y ella lo hostigaba, lo insultaba, peleaba con él, lo humillaba, y ahora, hasta que lo agotó en la cama, segura de que el corazón no iba a aguantar mucho... Esta mujer sabía bien lo que hacía”.
“¿Te dijo cuánto te dejaba en su testamento?” -le gritó a la viuda la segunda hija.
“¡Silencio! -dijo el tío-. Cállense”