Crímenes

Grandes Crímenes: El final más horrible

Todos los caminos del mal llevan a la destrucción y a la muerte
28.03.2021

TEGUCIGALPA, HONDURAS.-Caja. Era temprano en la mañana cuando unos hombres que bajaban la cuesta que lleva a Unitec, en la aldea El Tablón, en Tegucigalpa, se fijaron en una caja de cartón que estaba tirada a una orilla de la calle. No es que aquello estuviera fuera de lo común; casi siempre había cosas como aquella en la calle, hasta que llegaban los empleados de limpieza de la Alcaldía, sin embargo, había algo raro en aquella caja. Estaba llena de moscas, o, mejor dicho, un enjambre de moscas zumbaba sobre la caja, que estaba amarrada con lazos delgados de color azul y de la que salía un líquido entre sanguinolento y verdoso del que bebían, golosamente,
wlos insectos.

Se acercaron los hombres a ella y, empujándola con una rama, le rompieron un costado. Dieron un paso atrás, asustados. Adentro se veía algo parecido a una mano, que ya tenía los dedos hinchados y de color azul y morado; además, por la ruptura de la caja empezaron a caer gusanos, blancos y pequeños, como granos de arroz, mientras algunas moscas verdes, más brillantes que la esmeralda, aprovechaban el hueco para entrar.

“Es un muerto” –dijo uno de ellos, tirando la vara a un lado.

“Y parece que lo pedacearon” –dijo el otro.

“Hay que llamar a la Policía”.

El 911 respondió de inmediato y no tardaron en llegar al lugar dos motorizadas de la Policía Militar; luego llegó una de la Policía Nacional, después, una patrulla y la Dirección Policial de Investigaciones (DPI). Minutos después, llegó Medicina Forense.

“Nosotros pasábamos por aquí y vimos la caja –dijo uno de los hombres–, y como estaba llena de moscas, pues, nos acercamos, creyendo que alguien había venido a botar un perro muerto en la calle, pero cuando la puyamos con una vara, vimos una mano, y allí la pueden ver ustedes…”

El forense se acercó, con ayuda de un policía movió la caja, y esta se rompió todavía más. En aquel momento cayeron al pavimento una mano, un pie y dos dedos de otra mano. A pesar de estar acostumbrado a ver aquel tipo de cosas y de estar en contacto con muertos todos los días, el médico dio un salto hacia atrás. En realidad, a todos los impresionó aquella escena.

“Hay que mover la caja con cuidado –dijo el forense, después de carraspear un par de veces para aclarar la garganta–; la humedad de la noche, y la sangre, la debilitaron”.

Pero ya era tarde. La caja empezó a deshacerse y apareció una cabeza, con los ojos extremadamente abiertos, sobre los que cayeron de inmediato las moscas, luego, dos brazos, dos antebrazos, dos piernas, cortadas limpiamente a la altura de las rodillas, y otro pie. El tronco permaneció en su sitio, bañado en sangre ya coagulada y lleno de hormigas, y de las moscas que ahora zumbaban encima.

“Bueno –dijo el médico–, hay que recogerlo a pedazos. Ni modo”.

Y así lo hicieron.

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DPI. Era hora de empezar a investigar el caso, y el encargado del equipo de agentes empezó por tratar de saber de quién se trataba, quién era el muerto. Para eso necesitaron la ayuda de sus compañeros de dactiloscopia. Llevaron una mano, la lavaron cuidadosamente, y no tardaron en tener un nombre. Se llamaba Manuel Casco. Cuando se dieron cuenta de quién se trataba, pusieron el grito en el cielo.

“¡Este es el policía que desapareció anoche de su casa! –dijo uno de los agentes–. La esposa llamó a la Policía y dijo que su esposo salió a la pulpería a comprar cigarros, estaba de franco y que desde las cuatro de la tarde no aparecía, y ya eran las doce de la noche… Además, unos vecinos le dijeron que ellos no estaban seguros de nada, pero que habían visto que varios hombres montaban a otro en una camioneta, a punta de pistola, y se lo llevaban, pero que nadie hizo nada ni quería decir nada por miedo…”

“Pues ya lo encontramos –dijo otro agente–, y en qué estado… ¿Qué habrá hecho este hombre para merecer una muerte como esta? ¿Y quiénes son
los asesinos?”

“Pues deben ser hombres de agallas porque matar a un policía es tenerlos bien puestos. Hay que llamar a la
Preventiva”.

Pronto se dieron cuenta que Manuel Casco tenía quince años de ser policía, que le gustaba mucho su oficio y que odiaba a la delincuencia; ser policía era lo mejor que le había pasado, aunque, a veces, se excedía en su trato con los detenidos.

“Tuve que llamarle la atención varias veces –les dijo un oficial a los detectives–; y él parece que no entendía…”

“¿Sabe si alguien lo amenazó alguna vez?”

La pregunta estaba de sobra. Los policías reciben amenazas a diario; es parte de su trabajo.

“Mire, mejor hable con uno de sus compañeros de equipo; yo no sé mucho, pero algo oí sobre un operativo que hicieron hace más o menos un mes… Pero no me crean a mí…”

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COMPAÑEROS. Uno de ellos dijo que no quería ser identificado, y que hablaría con los detectives solo si no lo mencionaban porque él creía que la muerte le había venido a su amigo por algo que hizo hacía un mes.

“A ver –le dijo el agente encargado del caso–, cuéntenos… Y, por favor, no omita detalle porque queremos resolver el caso. No nos gusta que los delincuentes anden matando policías por allí, y se queden tan campantes como si nada… Queremos agarrar a los que le hicieron esto a su compañero”.

El hombre se rascó la parte de atrás de la cabeza, pensativo y dudando todavía, pero, al poco rato, dijo:

“Miren, hace un mes fuimos a la zona del ‘infiernito’ a un operativo; íbamos un equipo fuerte para capturar a un man que se dedicaba al sicariato, a la venta de drogas al menudeo, al secuestro, al asalto y a la extorsión… Era un man al que ya teníamos vigilado desde hacía como cinco años, pero se nos perdió por un tiempo y un día nos llegó la información de que había regresado a Honduras, porque en su afán por escapar de sus enemigos se fue huyendo para Estados Unidos, mojado, pero en la bestia, en el tren, se durmió, se cayó, y el tren le cortó las dos piernas. Lo trajeron como pudieron, pero fue después de que le avisaron que uno de sus peores enemigos ya estaba muerto… y aquí volvió a las andadas… Reorganizó su banda, y empezó todo de nuevo…”

Hizo el policía una pausa.

Luego, agregó:

“Pues conseguimos la orden de captura, y nos fuimos al infiernito. Pero aquel man era chispa, y se nos corrió, así, sin piernas, y aunque ustedes no me lo crean, pero vieran cómo corría por los techos con las manos; era veloz, y se nos perdió. Pero lo buscamos de casa en casa, hasta que lo encontramos en una letrina. Estaba colgado de las manos de una viga, como murciélago, y de allí lo bajamos… Pero el que más se enojó con él porque nos hizo sudar fue Casco, y empezó a golpearlo. Lo sacamos a la calle, le dijimos que se subiera a la patrulla, y él dijo que no podía, aunque corría con las manos más que un caballo. Entonces, Casco lo golpeó otra vez, y le dio patadas y toletazos, y hasta un culatazo le dio, y fue en ese momento en que una de sus hermanas se metió y le dijo al
policía Casco:

“¡Dejá de pegarle, vos hdp! ¿No ves que él es minusválido? Semejante hdp, metete con un hombre completo, y no con uno que no se puede ni defender. Dejáme que yo lo suba, maldito perro. Yo lo voy a subir a la patrulla”.

La hermana, mientras decía esto, se le acercó a Casco, y este, de repente, le dio una patada en el estómago, y la aventó más allá, y la muchacha cayó dentro de una cuneta.

El testigo calló por un instante, y, después de unos segundos, siguió diciendo:

“Allí fue cuando Mincho, que así se llamaba el man que no tenía piernas, miró a Casco y le dijo:

“Mirá, perro, a mí haceme lo que querrás, que soy macho para aguantar, pero no toqués a mi hermana… Por lo que le has hecho, te voy a mandar a pelar, ya vas a ver, y te voy a hacer pedazos y te voy a mandar a botar en una caja. Te lo juro por todos los santos
del cielo…”

“A mí no me das miedo vos, basura –le dijo Casco, dándole otra patada–; y ya vas a ver que cuando lleguemos a la celda te voy a dar otra calentada. Basuras como vos es lo que se merecen; y decile a tu hermana que no se meta porque este es asunto de la Policía, y si se sigue metiendo, me la voy a llevar a ella también y la vamos a mandar para la cárcel de mujeres de Támara, y ya va a ver lo bonito que le van a hacer allí las demás presas…”

Escuchó Mincho, el sin piernas, todo esto, y contestó:

“Hacelo, perro basura, y ya vas a ver si yo no cumplo mi palabra… Por la patada que le diste a mi hermana te voy a mandar a pelar… y me vale que seas policía o general… Mejor
cuidate”.

Guardó silencio el policía, y se limpió una lágrima.

“Casco era un buen elemento –dijo–, lástima que era muy violento con los detenidos. Odiaba a los delincuentes…”

“Entonces, ¿usted cree que fue este Mincho, el sin piernas, el que lo mandó a matar?”

“Estoy más que seguro”.

“¿Y dónde podemos encontrar a este Mincho?”

“Pues en el cementerio… Lo mataron los rivales, por pleitos de territorio… hace poco…”

Se miraron los detectives entre sí, y suspiraron. Ya nada tenían que hacer allí

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He pasado momentos duros, difíciles, en los que mi salud ha tenido altos y bajos que me llenaron de angustia, sin embargo, gracias a Dios todo está pasando; gracias a Dios y a la buena voluntad de grandes amigos, de hombres buenos, de mujeres generosas que me tendieron su mano amiga, lo que les agradezco sinceramente. Y entre estos ángeles bondadosos está un hombre especial, sabio y solidario: el doctor Denis Chirinos, urólogo, que con su sabiduría y su paciencia me ha ayudado a salir de este trance horrible en mi vida. Gracias, doctor, por su valiosa ayuda. Y, de igual manera, agradezco a los doctores Fabricio Díaz y Luis César Rodríguez, neurólogos, que han tratado mi mal con dedicación y esmero. Y a Emec Cherenfant, ese apóstol de la solidaridad, y a Raúl Rolando Suazo Barillas, ese amigo entre los amigos, gracias; y muchas gracias a los que no desean ser nombrados, pero que tienen un galardón ante los ojos de Dios. Benditos sean. Gracias doy a Dios por ellos.

Sinceramente
Carmilla Wyler