Crímenes

Grandes Crímenes: Más allá del odio (parte I)

Hay razones que la razón no perdona, simplemente, porque no tienen razón
14.03.2021

TEGUCIGALPA, HONDURAS.-CELIA. Es una mujer hermosa y muy atractiva, a pesar de los años que han pasado por ella, aunque se nota en su rostro una tristeza que ya dura mucho tiempo, y que parece que no la abandonará nunca.

“Accedí a hablar con usted porque hay cosas en mi conciencia que quisiera descargar -me dijo cuando nos sentamos en la amplia sala donde nos recibió-; le agradezco a nuestro mutuo amigo Jorge el que me haya puesto en contacto con usted.

Hubo veces en que quise escribir a EL HERALDO, pero sé que pueden localizarme, rastrear mi mensaje y sé que la DPI no tardaría en encontrarme… Y no quiero terminar mis días en la cárcel, aunque sé que lo merezco”.

Habla con soltura, aunque casi sin verme a los ojos, como si le fuera difícil soltar lo que ha guardado por años en su interior: esa suprema amargura a la que se refiere como un tormento que no la ha dejado ser feliz.

Don Jorge Quan carraspea para aclarar la garganta, pero no dice nada.

Celia viste con sobria elegancia, lleva un peinado sencillo, pero que hace juego con su rostro de rasgos hermosos, en los que luce dos ojos que con solo una mirada son capaces de detener a un ejército. Está rodeada de riquezas, su casa, a la que nos llevaron en una Van sellada, es una mansión, pero en ella no luce la felicidad que deben proyectar todas aquellas cosas, sencillamente, porque hay tristeza en su dueña.

“¿Que si me arrepiento?” -me pregunta, para cruzar, después, una pierna sobre la otra, ver por el ventanal hacia el jardín, desde donde se ven más y más montañas, y para suspirar con cierta nostalgia.

“Sí -le digo-; le pregunté si se arrepiente de lo que hizo”.

Pensó por largos segundos.

“No lo sé -dice, de pronto-; tal vez sea remordimiento, aunque sé que lo que hice no estuvo bien, que fue un impulso estúpido, que me dejé llevar por los celos, por el despecho, por la rabia de saberme engañada, y por el hecho de saber que era yo una mujer inservible para el hombre que amaba… ¡No podía darle un hijo!”

Se detuvo por un momento, me miró y había un velo de lágrimas en sus ojos. Su belleza había desaparecido de repente y quedaba en su rostro solo el maquillaje que escondía un gran dolor; un dolor antiguo con el que aún no podía lidiar.

“Dice el padre que es arrepentimiento sincero -agrega, después de una pausa, en la que se limpia una lágrima-, pero, a veces, cuando los recuerdos me atacan en las noches, vuelvo a sentir odio, cólera, y no sé qué pensar… Pero, de lo que sí estoy segura es de que cometí el más grave error de mi vida, y que con ese error me llevé de encuentro lo que más amaba, que marqué para siempre a los que me amaban, y que me ha tocado vivir el infierno del prófugo de la justicia, que duerme siempre con los ojos abiertos, teniendo miedo de cualquier ruido, del sonido de un motor, de la llamada de un número desconocido…”

Ahora las lágrimas se derraman por sus mejillas y ella no hace nada por contenerlas, a pesar de que se llevan
el maquillaje.

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DON JORGE. Don Jorge carraspea de nuevo, y, como si quisiera darle tiempo a Celia para que se reponga, me dice:

“Hay cárceles que son peor que las que tienen rejas y paredes…”

“Sí” -musitó ella.

“Tengo un caso muy bonito -me había dicho don Jorge, desde el mes de diciembre pasado-; es un caso que indignó a mucha gente, por la víctima inocente, y sobre todo por la persona que cometió el crimen, y por los motivos del crimen, y he hablado con ella porque es fiel lectora de EL HERALDO y de Carmilla Wyler, y, aunque no ha estado muy interesada en que su caso sea publicado, ella sabe que, tarde o temprano, cuando el expediente caiga en sus manos, usted escribirá la historia”.

“¿Qué caso es, don Jorge?”

“Vamos por partes, Carmilla. Primero, tengo que decirle que ella ya aceptó hablar con usted. O, mejor dicho, ella le manda a decir a través de mi persona que si a usted le gustaría hablar con ella respecto del caso”.

“Por supuesto que me gustaría”.

“Bueno, pero para llegar hasta donde está ella, hay ciertas condiciones”.

“Dígame”.

“Primero, vamos a ir juntos hasta su casa”.

“Excelente”.

“Segundo, nos van a llevar en una Van, en uno de esos busitos sellados, que no tienen ventanas, por lo que no vamos a ver por donde vamos ni dónde está la casa”.

“Estoy de acuerdo”.

“Entonces, yo le aviso el día y la hora”.

“Bien, pero adelánteme algo sobre el caso”.

“Mire, ella me dijo que se lo contara, a mi manera, pero que se lo contara, y que usted le hiciera preguntas; pero, después, me dijo que mejor ella se lo iba a contar, detalle a detalle, y creo que será mejor para usted y para sus lectores porque será como una especie de confesión, algo que la Policía ya sabe porque investigaron el caso muy bien, y hasta tiene orden de captura”.

ADEMÁS: PRIMERA PARTE: La lengua del sapo

ELLA. Llega hasta nosotros un delicioso olor que viene de la cocina. Bebemos sidra mientras Celia habla, un poco más repuesta.

“Han pasado muchos años -dice-, pero a mí me han parecido siglos. Lo perdí todo, menos el dinero, porque a mis padres les sobraba, sin embargo, Carmilla, el dinero no lo es todo cuando hay una conciencia manchada, una conciencia cargada con una culpa, con la cólera del despecho, de los celos, de la frustración a que lo lleva a una a esta desgracia que usted ve…”

Calla por un momento.

“Desde ese día soy infeliz; bueno, desde que supe que él me engañaba y que hasta tenía una hija; y por eso hice lo que hice, confié en gente en la que no debí confiar, me hundí sola en el peor de los lodos, y jamás pude rehacer mi vida; no puedo salir a la calle ni compartir con nadie, si salgo, voy en un carro con placas diplomáticas, para que jamás me detengan; las escasas personas que hacen vida social conmigo tienen miedo de que las señalen de proteger a una prófuga de la justicia, y ahora que me he quedado sin mis padres, me siento más débil, más desprotegida… A veces, voy a una reunión, pero siempre estoy llena de miedo, aunque me aseguren que allí no tendré problemas.

Un día, me encontré con Óscar Álvarez en una reunión para catar y promover puros, en el Teatro Nacional, y tuve tanto miedo que hasta me oriné, y fui corriendo al baño. Salí de allí avergonzada”.

Se pone roja, como si estuviera viviendo de nuevo aquel momento.

“¿Por qué la estupidez de un momento lo lleva a una a la desgracia?” -se preguntó, de pronto.

Nadie le respondió.

“Yo estaba enamorada -agrega-, lo amaba desde niña, desde que lo conocí en el tercer grado, en la Escuela
Americana.

Él estaba en quinto y nos vimos siempre. Él se fue a estudiar a Estados Unidos, y, dos años después, nos encontramos allá. Cuando regresamos, nos casamos. Éramos jóvenes y nos queríamos; planificamos la familia, y decidimos esperar un tiempo, para establecernos bien y que nuestros propios negocios prosperaran, y éramos felices. Hasta que empezamos a querer tener un hijo, y yo no salía embarazada. Esperamos un año, dos, tres, y yo me desesperaba porque ya estaba acercándome a los treinta; y nada.

Fuimos a los mejores médicos, buscamos ayuda, rogamos a Dios, le hicimos mil promesas a la Virgen y nada. Hasta que sentí que él se fue decepcionando, que ya no era el mismo, ya no me tocaba, y un día le pregunté por qué ya ni siquiera tenía relaciones conmigo, y él me contestó: ¿Y para qué? ¿Solo para quitarme las ganas? No”.

Hace una pausa, llora en silencio y baja la pierna.

“Eso me partió el corazón en dos.

En ese momento entendí que había perdido a mi marido, y que mi hogar se iba abajo… y que yo nada podía hacer”.

Guardó silencio de nuevo.

“¿Qué venía después? Yo cumplí treinta años, mis amigas, todas mis amigas, tenían uno, dos y hasta tres hijos, y había una que tenía cinco porque se le vinieron gemelos en el último parto, y siempre me preguntaban que yo para cuando encargaría… Y yo no sabía qué contestar… Era una tortura… Y, lo peor de todo, Carmilla, es que mi madre hasta me ayudó a consultar brujos, curanderas y hasta fuimos a Puerto Príncipe, en Haití, para ver si uno de esos sacerdotes vudú podía ayudarme… pero nada.

Yo estaba condenada a ser estéril para toda la vida, y Dios, el Dios al que le suplicaba cada mañana, cada tarde, cada noche, no me escuchaba… Entonces, cometí mi primer error en todo aquello… Llamé a mi chofer y tuve relaciones con él, en un estúpido intento porque él si me preñara, pero nada… nada… ¡Nada! Y, después, tuve sexo con el jardinero, con dos de los guardaespaldas, con un policía que me detuvo en un operativo… y solo Dios sabe con cuántos más…”

¿Qué más podía decir aquella mujer desdichada? ¿Qué más había en su corazón? ¿Qué es lo que había hecho? ¿Cuál era su crimen? ¿Por qué estábamos allí? ¿Cuántos años de cárcel le esperan si la Policía la encuentra? ¿Le ayudará todo su dinero para seguir evadiendo su
castigo?

“Todo lo que se hace aquí, aquí se paga -me dijo-; y yo estoy pagando el doble mi pena… Solo falta que termine en una celda, y creo que eso no
lo soportaría…”

CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA...

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