Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: El fuego consumidor

Cómo dice Bronco en su canción: “Mi alma lastimaste y no ha sanado…”
10.10.2021

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Roxana. “Aunque parezca grotesco, la historia criminal de Honduras es una mina inagotable. Uno tras otro, los casos se multiplican en una espiral que no se detendrá nunca, llenando de sangre, dolor y lágrimas a la sociedad. Por desgracia, mientras la Maldad, así con mayúscula, viva en el corazón del hombre, será algo con lo que tenemos que lidiar siempre. Y por más que el sistema de justicia se esfuerce por castigar al criminal, las causas del mal no podrán desarraigarse del interior del ser humano. Es así desde que Caín mató a su hermano Abel, y así será hasta que Dios intervenga con mano fuerte”.

Estas palabras las dijo la doctora Roxana Díaz con algo de pesimismo y muestran una realidad de la que no podemos escapar, sencillamente, “porque perverso y engañoso es el corazón del hombre” y, por desgracia, “sus pasos se inclinan a hacer el mal”.

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“La ira, la envidia, el despecho, el dinero y la avaricia son algunos de los motivos del crimen -agrega la doctora Roxana-, aunque podemos elegir perfectamente entre el bien y el mal ya que sabemos que si hacemos lo malo el final que nos espera es la cárcel o la tumba. Bien se ha dicho que lo que empieza con maldad termina con lágrimas”.

La doctora sonríe. Está convencida de lo que dice, aunque hay tristeza en ella.

“Bien sabemos -añadió después de una pausa- que el delito no paga; tarde o temprano el criminal sufrirá las consecuencias de sus actos, entonces será el lloro y el crujir de dientes, sencillamente, porque el que siembra vientos cosecha tempestades. Y esto es una inviolable ley de la vida”.

La doctora Roxana es una mujer agradable, bonita, buena conversadora y dueña de una inteligencia aguda. Ama su carrera de Médico Forense y se esfuerza cada día por combatir el crimen.

“No debemos rendirnos -dice-; esta es una lucha de cada día. El criminal debe entender que tarde o temprano pagará su delito porque la Policía no duerme, porque los fiscales no descansan y porque Dios repudia al que hace lo malo”.

Sonríe y brillan sus ojos oscuros.

“Eso fue lo que pasó con Carlos -siguió diciendo, poco después-; estaba seguro de que lo que hacía era lo correcto, y se equivocó desde el primer momento en que el despecho sembró el odio en su corazón; y cuando el odio y el deseo de venganza echaron raíces en su interior, Carlos dio sus primeros pasos hacia el desastre”.

“Nunca fui feliz -dice Carlos, sentado con una pierna cruzada sobre la otra-; desde niño fui diferente, y por eso mi papá me pegaba, según él para hacerme hombre…”.

Calla por un momento, se limpia las lágrimas que corren por sus mejillas, y agrega, con acento cargado de dolor:

“Yo no tuve la culpa de nacer así”.

Viste una falda corta, lleva medias de color carne, una blusa pequeña, y tiene el pelo adornado con una peineta de carey con piedras blancas, como perlas.

“¿Por qué tenía que engañarme? -se pregunta, levantando la voz-. ¿Por qué jugar con los sentimientos de quien lo quería de verdad?”

Tosió un par de veces, para aclarar la garganta, ya que el dolor y la tristeza ahogaban su corazón y, tratando de sonreír, dijo, cambiando de tema:

“No sé cómo me descubrió la Policía, si planifiqué cada cosa hasta en el más mínimo detalle… Para mí fue una sorpresa cuando los agentes de la DPI llegaron a mi casa y me dijeron que tenían una orden de captura en mi contra…”

La sonrisa se amplió en su rostro.

“Son buenos esos chavos” -exclamó después, arreglándose un mechón que caía sobre su frente, mostrando sus largas uñas pintadas de rojo encendido.

“Ningún caso es complicado -dice la doctora Roxana-; el criminal deja su huella, su forma en la escena del crimen, y aquí cada detalle dice algo del criminal y del móvil del crimen, y un buen perfilador, un experto en perfil psicológico del criminal, sabe leer en la escena… Por eso es que la DPI y la fiscalía tienen mucho éxito en su lucha contra la criminalidad”.

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Caso

Carlos tiene veintiocho años, es un hombre triste, a pesar de que hay paz en su corazón. La cárcel, “aunque es como una tumba”, le ha dado tranquilidad. Ya no se siente solo, no siente las burlas ni la discriminación de que era víctima en la calle, y ha sabido darse a respetar entre los demás privados de libertad.


“La vida del gay, la vida del homosexual es dura -agrega, desviando la mirada hacia ninguna parte-; burlas, golpes, señalamientos horribles, desprecio… ¡Es como si el gay naciera y viviera sin Dios!”.

Hace otra pausa, las lágrimas se acumulan en sus ojos y caen por sus mejillas como cascadas de dolor.

“¿Cuántas veces me violaron? -murmura, como si hablara consigo mismo-. ¿Cuántas veces me humillaron? ¿Cuántas veces la misma autoridad me pateó, me abofeteó y me robó el dinerito que me había ganado con dolor? ¡Y estoy hablando de la autoridad, Carmilla! Policías Militares, esos policías de celeste…”

No puede hablar más. Llora, mientras se abre mucho más la herida en su corazón.

“Un día -dice, después de largos segundos- quise ir a ver a mi madre… Yo sé que ella me amaba y que sufría por mí, pero mi papá y mi hermano mayor me tiraron la puerta en la cara, mis sobrinitos se rieron de mí y solo mi madre se compadeció de mi dolor. “Andate, hijo -me dijo ella-; andate, por favor. No quiero que te maltraten. Andate, hijito, y que Dios te bendiga”.

Carlos calla una vez más. Aclaró la garganta, suspiró, dejó que las lágrimas le destruyeran el maquillaje, baja la pierna que tenía cruzada sobre la otra, y se alisa la falda.

“No la volví a ver -añade, después-; el coronavirus se la llevó… Dice mi hermana que ella se quitaba las cosas que le ponían, el respirador y esas cosas, y que le dijo que se quería morir, y que se iba con el dolor de no volver a verme”.

Pasan unos segundos de silencio. Hay diez hombres a nuestro alrededor, con los párpados y los labios pintados, vestidos con ropa minúscula. Están en silencio, en solidaridad con su “compañera”.

“Ella sufría por mí -agrega Carlos-; y ahora yo sufro porque tengo cargos de conciencia…”.

Yo no le digo nada. ¿Qué podría decirle? No llegué allí para juzgarlo, menos para condenarlo. La doctora Roxana me contó este caso, y entrevisté a Carlos para hacer más humana la historia, una historia que se repite muchas veces.

“Escríbala -me dijo él-; escríbala, y tal vez sirve de algo para que otros como yo no cometan el mismo error”.

“El problema es que uno se enamora -exclama, casi sin fuerzas, viendo por un momento las uñas pintadas de sus pies, que lleva calzados con unas sandalias de hule, ya gastadas y viejas-; y cuando uno se siente traicionado resulta peor que Camelia la Tejana, peor que un terrorista”.

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Doctora

“En esta profesión mía -dice la doctora Roxana- vemos el delito, combatimos el crimen, y no nos ocupamos en conocer las raíces del delito, del hecho criminal en sí. Vemos al criminal pero no conocemos de él su parte humana, esa que hay en cada uno de nosotros y que debería ser tomada en cuenta al momento de juzgar y de condenar. Sin embargo, la ley todavía no toma en cuenta este aspecto de la causa del crimen… ¿Por qué se mata? ¿Qué lo impulsa a cometer el delito? ¿Por qué no hay en él criminal un freno? ¿Por qué se oscurece su razón y no piensa en las consecuencias de sus actos? ¿Por qué no piensa antes en el sufrimiento que va a causar y en el mal que se hace a sí mismo?”

La doctora toma un poco de agua, y agrega:

“Es la naturaleza del ser humano -dice-, esa naturaleza violenta que, en muchos, los lleva a su propia destrucción”.

Sonríe

“Carlos cometió un delito y está pagando por él, pero, ¿hay más culpables en lo que hizo Carlos? ¿Es culpable su padre que lo maltrató para hacerlo hombre, según decía él equivocadamente? ¿Es culpable esa parte grotesca de la sociedad que ve en el homosexual a un bicho raro del que puede burlarse, del que puede abusar impunemente, olvidando que es un ser humano como todos?”.

Carlos se pierde por momentos. Su mirada vacía está nublada por el llanto, palpita su pecho bajo la pequeña blusa y sé que aquel hombre sufre.

“No me arrepiento de ser lo que soy -musita, empezando a hablar después de una pausa larga, dando un sorbo largo al refresco que le envió un “admirador”.

“Todavía no me arrepiento de lo que hice -exclama después de eructar en silencio-; no es que él se lo merecía, aunque al principio estaba seguro de que debía castigarlo por haberme traicionado, por haberme engañado, por haberse burlado de mí… Ahora, mi corazón está en paz, lleno de recuerdos, unos bonitos otros horribles, y siento que mi vida, esta horrorosa vida que he vivido no tiene sentido, como lo sentí la primera vez que mi papá me golpeó porque yo parecía niña y él lo que quería era un hombre…”.

No dice nada más, bebe un poco más de refresco y llega un hombre para decirme que un fiel seguidor de Carmilla nos invita a almorzar.

“Somos doce aquí” -le digo al mensajero.

“No importa…”

Apenas el mensajero se retira, Carlos suspira de nuevo, esta vez con mayor fuerza, y parece que algo se desgarra en su pecho.

“¡Lo maté! -grita-. ¡Yo lo maté! ¡Y yo estaba enamorado! ¡Ay, Dios bendito, perdoname por lo que hice! ¡Perdoname por ser así! ¡Perdoname por ser gay! ¡Perdoname por haber hecho sufrir tanto a mi madre!”.

Su llanto es incontrolable, sus amigos se acercan y lo rodean para abrazarlo. Allí, el sufrimiento de uno es el dolor de todos.

“¡Yo lo maté, Carmilla! ¡Yo lo maté! ¡Y este es el mismo fuego que me consume como si fueran mil gusanos devorándome el corazón!”

CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA

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