CASA. Entre Santa Lucía y Valle de Ángeles existió, hace algunos años, una casa de piedra, con un largo corredor al frente, y que estaba rodeada de pinos verdes y enormes, al pie de una colina por la que rodaba una quebrada de agua clara y fresca.
Se llegaba a ella por un camino de tierra y grava cercado por altos bambúes, arbustos y hermosos árboles de roble. Un cerco de piedra rodeaba el enorme terreno en que la construyeron, a finales del siglo XIX, y para cualquier romántico, aquel paisaje sería muy parecido al paraíso.
Pero un día, la casa quedó sola. No se escucharon más las risas ni los gritos de los niños, los motores de los carros, los ladridos de los perros ni los balidos de las ovejas.
La familia que vivía en ella, y que la había heredado, se desintegró y la soledad y la tristeza fueron creciendo entre sus paredes de la misma forma en que crecía el musgo en el techo y la hierba y la maleza alrededor.
El dueño, un hombre de cincuenta y seis años se había quedado solo, su esposa y sus tres hijos lo abandonaron y él, con muchas penas, sobrellevó su vida hasta que lo encontraron muerto en su propia cama, estrangulado, con diecisiete heridas en el pecho y el abdomen y con un enorme cuchillo de cocina atravesándole el corazón.
AMIGO. Era una tarde de martes, fresca y cargada de nubes que opacaban la luz del sol. El viento, un viento suave y agradable, silbaba entre las agujas de los pinos, y los pájaros lanzaban al aire sus cantos en un concierto delicioso. Pero para Juan nada de aquello era deseable. Estaba preocupado por su amigo Luis y, después de cuatro días de no saber nada de él, decidió venir a su casa a buscarlo.
El viernes anterior compartió con él una botella de Black Label, en la vieja cafetería Italia, cenaron y se despidieron a eso de las ocho de la noche. Luis estaba ebrio, había llorado y se iba triste. La separación de su familia era un tormento que lo hacía sufrir más cuando tomaba licor.
Y desde ese viernes, Juan no sabía nada de él. El sábado no llegó a almorzar a su casa, como hacía con regularidad, el domingo no asistió a misa y el lunes no llegó a su negocio. El martes tampoco, y eso era demasiado.
HALLAZGO. Juan entró a la finca y encontró el portón abierto, un alto portón de hierro forjado a mano que Juan decía que debía estar en un museo, por su antigüedad y diseño, y al avanzar, se extrañó al ver que no estaba en el estacionamiento el carro de su amigo, una camioneta Toyota Land Cruiser color verde. Pero había algo más que llamó su atención.
La puerta de entrada a la casa estaba abierta y en el piso del corredor, justo antes de las gradas, se notaban algunas manchas oscuras que a él le parecieron sangre seca. Con el corazón dando tumbos en su pecho, se acercó a la puerta.
Un olor fétido lo hizo taparse la nariz. Cuando avanzó en el interior, el hedor se hizo insoportable pero, aun así, caminó hasta la habitación principal. Allí estaba su amigo, desnudo, boca arriba, hinchado, con los ojos abiertos y la lengua oscura, asomando entre los dientes. El mango del cuchillo sobresalía varias pulgadas de su pecho. Juan, asqueado y aterrorizado, dio aviso a la Policía.
Lea el caso completo mañana en la revista Siempre.