Selección de Grandes Crímenes: El último cuervo (Parte 1/2)

Lo adoptamos hace 9 años, cuando murió la abuela Tina, que lo estaba criando... Al verdadero papá lo mataron y la mamá se perdió cuando se fue para el norte

  • 06 de julio de 2025 a las 00:00
Selección de Grandes Crímenes: El último cuervo (Parte 1/2)

Tegucigalpa, Honduras.- URGENCIA. Al muchacho, de apenas diecinueve años, lo llevaron de emergencia al Hospital Escuela en la paila de un carro, sobre una colchoneta que quedó empapada en sangre. Con él venían sus padres, una mujer y un hombre maduros, que lo atendían con especial cariño. Venían de una aldea cerca de Jamastrán y rogaban a Dios que el muchacho no se desangrara en el camino. En el hospital de Danlí le dieron los primeros auxilios, pero no había electricidad en la ciudad y las heridas que traía el paciente eran de cuidado. Por eso les dijeron a sus padres que lo llevaran al Hospital Escuela. Cuando llegaron había perdido mucha sangre y le hicieron dos transfusiones, mientras lo examinaban a fondo.

“Las heridas no son tan graves como parecen -les dijo el residente de cirugía, que fue llamado para que lo evaluara-, pero hay que esperar para suturarlas, aunque es posible que haya algunos nervios lesionados”.

Al muchacho lo atacaron cerca de su casa, en un camino real. Eran las dos de la tarde cuando regresaba de ver a una muchacha de la que se había enamorado de ojo, y, según le dijo a los agentes de la Policía, dos hombres le salieron al paso con machetes y cuchillos, y lo atacaron con la intención de matarlo. Él corrió después de recibir las primeras heridas, pero tropezó en la raíz de un árbol y cayó al suelo. Allí le dieron varios machetazos más, en los brazos y en la espalda. Lo último que escuchó fue lo que dijo uno de los hombres: “Para que no andés buscando mujeres ajenas”. Era seguro que lo creyeron muerto y se fueron.

Allí lo encontraron dos campesinos que regresaban a sus casas con dos burros cargados de leña, y, al darse cuenta que todavía estaba vivo, lo llevaron a su casa. Le dijeron a la Policía que estaba tirado en el suelo del camino real sobre un charco de sangre; ellos le mojaron la cara, y al ver que se trataba del hijo adoptivo de sus vecinos, lo llevaron lo mejor que pudieron, aunque sangraba de las heridas.

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El residente de cirugía contó once, dos de ellas en la cara. Un machetazo le desprendió la piel desde cerca del ojo derecho, dejando un colgajo hasta la mejilla, y la otra, le cruzaba la frente, desde antes del nacimiento del pelo. Tres heridas más estaban en los brazos, las que fueron catalogadas como heridas de defensa, producidas cuando quiso evitar los machetazos, y seis estaban en la espalda, aunque no eran muy profundas. Pero, aun así, el médico dijo que el muchacho estaba vivo de milagro. Había perdido mucha sangre.“Pero vivirá” -agregó.

Uno de los agentes de la Policía le preguntó si sabía quiénes eran los hombres que habían querido matarlo. Él dijo que no los había visto nunca.

“Pero, te dijeron que lo que te hacían era para que no anduvieras viendo mujeres ajenas”.

“Sí -respondió él-, eso me dijeron”.“

Y no sabés quiénes son”.

“No”.

“Tal vez son hermanos de la muchacha que andabas viendo” -dijo el policía.

“No sé... Yo solo es que estoy enamorado de ella”.

El muchacho hablaba con dificultad. Tenía los labios hinchados, pero la herida de la mejilla solo pasaba cerca de ellos.“¿Y ella te corresponde, te hace caso?”.

“No... Yo solo es que la voy a ver y le canto canciones... Pero no sale”.

“Tal vez uno de los que te atacó es el novio” -dijo el detective.

“No sé”.

Cuando les preguntaron a los padres si sabían de alguien que quisiera hacerle daño a su hijo, ellos contestaron que no.

“Él es bien callado -dijo el señor-, nunca se mete con nadie... Me ayuda en la milpa, cuida los animalitos y le gusta cantar canciones rancheras... Pero no se mete con nadie”.

El residente de cirugía los interrumpió. Había llamado a uno de los residentes de cirugía plástica y ambos estuvieron de acuerdo en que era mejor que las heridas las viera un especialista; y el cirujano plástico que les daba las clases regresaba hasta el lunes. Y apenas eran las diez de la noche del viernes.

“¿Por qué no lo pueden costurar ustedes?” -preguntó la madre.

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“Porque creemos que hay nervios lesionados, señora -dijo uno de los médicos-, y es algo delicado”.

“Entonces, ¿no le pueden ayudar a mi muchacho?” -preguntó el padre.

“Nosotros podemos suturarlo, pero no le aseguramos que por dentro quede bien”.

“¿Y quién le puede hacer eso?”.

Los residentes hablaron entre sí. Era claro que los padres eran gente pobre y que no podrían pagar una cirugía como la que necesitaba su hijo.

“Solo hay una opción” -le dijo el residente de cirugía plástica a su compañero.

“¿Y es?”.

“En las clases de Microcirugía I y II aprendí mucho del doctor Emec Cherenfant y tengo una buena relación con él... Tal vez si lo llamo”.

“Bueno -dijo el residente de cirugía-, a mí el doctor Cherenfant me orientó mucho cuando llevé la clase de cirugía de cabeza y cuello... ¿Tenés el número?”.

“Sí”.

“Llamalo... Aunque ya casi es medianoche y debe estar descansando... Pero, tal vez quiere ayudarle a este paciente”.

Intervención

Esa noche de viernes, el doctor Cherenfant estaba en una actividad de la Iglesia Adventista, cantando con el grupo musical Amor y Fe. El residente le hizo nueve llamadas. A las once de la noche, cuando terminó el evento en la iglesia, el doctor respondió.

“Doctorísimo -le dijo como saludo-, ¿cómo vamos? ¿Cómo vamos?”.

“Doctor -le dijo el residente, después del saludo-, lo llamo para molestarlo”.

“Usted nunca molesta, hombre... A ver, dígame... ¿En qué puedo servirle?”.

El residente le explicó el caso.

“Bueno -le dijo el doctor Cherenfant-, con gusto le ayudamos, pero no puede ser en el Hospital Escuela... Lo vería en San Jorge... en media hora”.

“Pero, hay un detalle, doctor”.

“A ver”.

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“Es una familia pobre, de una aldea de Jamastrán y no podrían pagar sus honorarios”.

“Eso no es problema, doctorísimo -contestó el doctor Cherenfant-, Dios paga por él... No se preocupe”.

“Está bien, doctor”.

“¿Pueden trasladarlo a San Jorge?”.

“Le transfundimos sangre y suero y ya está mejor... Al menos, contuvimos la hemorragia... Pero sí”.

“Bueno, voy para San Jorge”.

Antes de las doce de la noche el paciente estaba en emergencias del Hospital San Jorge, en el barrio La Bolsa. El doctor Cherenfant lo estaba esperando y él mismo le llevó la silla de ruedas a la entrada. En ese momento llamó al doctor George Frazer, gineco-obstetra de gran prestigio, creador del Hospital San Jorge.

“George, hermano -le dijo el doctor Cherenfant, por todo saludo-, perdoná que te despierte, pero tengo una emergencia y necesito tu ayuda”.

“Decime, Emec -contestó el doctor Frazer, con voz ronca, señal de que acababa de despertar- ¿Qué tenés ahora? ¿Otro paciente?”.

“Sí -lo interrumpió el doctor Cherenfant-, es un muchacho de unos veinte años, que fue atacado a machetazos... y su familia es de escasos recursos”.

“Ajá”.

“Y hay que operarlo de urgencia... Por eso necesito tu ayuda”.

“Está bien, Emec -contestó el doctor Frazer-. Hacé la cirugía... Yo asumo los gastos del hospital”.

“Yo pago la anestesióloga, el cirujano asistente y las enfermeras” -respondió el doctor Cherenfant con entusiasmo.

En el momento en que terminó la llamada, se acercó al doctor un agente de la Policía.

“Doctor -le dijo-, tal vez nos permite un momento con su paciente”.“

Ahorita va para el quirófano” -le contestó el doctor-. Pero, si es importante...”.

“Es importante, doctor” -le dijo el detective.

“Bien... Tiene unos cinco minutos”.

“Es rápido, doctor”.

Dijo esto el agente y se acercó al muchacho.

“Edgardo -le dijo-, capturamos a uno de los hombres que te atacó... Estaba escandalizando en una cantina y la Policía lo llevó a la posta de Jamastrán... Tenía manchas de sangre en la camisa, en el pantalón y en las botas de hule... Y llevaba un machete en una vaina y allí también había sangre... Se llama José Aguirre”.

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Edgardo se quedó viendo al policía como si acabaran de darle un susto.

“¡Es el hermano de la chavala!” -exclamó.

“Ahorita lo llevan detenido... Lo vamos a interrogar en Danlí... ¿Lo reconocés como uno de los dos hombres que quisieron matarte?”.

“No los recuerdo bien -dijo el paciente-, pero sí sé que Joche es hermano de mi chavala”.

“Te voy a enseñar una foto” -le dijo el detective, levantando un teléfono celular.

“Ese es Joche... -contestó Edgardo-, pero no sé si es uno de los que me quiso matar... No los vi bien”.

“Eran las dos de la tarde, según dijiste”.

“Sí, pero me salieron de un solo, y yo no vi las caras de nadie... Solo metí los brazos cuando me machetearon”.

“Si Joche es el hermano de tu chavala, a lo mejor lo estás protegiendo... o querés hacerte justicia por tu propia mano”.

Edgardo no dijo nada.

“Mi hijo no es un hombre malo” -intervino la madre.

“¿Conoce bien a su hijo, señora?” -le preguntó el detective.

“Bueno, él no es hijo de nosotros, señor -dijo el padre-, es que lo adoptamos hace nueve años, cuando murió la abuela Tina, que lo estaba criando... Vivía solo con ella. Al verdadero papá lo mataron en Nicaragua, dicen que porque andaba robando ganado, y la mamá se perdió cuando se fue para el norte... Dicen que la mataron en un burdel en un pueblo que se llama Pijijiapan... Nosotros nos hicimos cargo del niño porque se quedó solito en la vida, aunque tiene familia de parte del papá y la mamá... Pero nadie quiso hacerse cargo de él... Dijeron que era una boca más, y ya sabe usted... la pobreza”.

¿Quiénes quisieron matar a Edgardo? ¿Qué motivos tenían? ¿Era Joche uno de los asesinos? ¿Era la sangre de Edgardo la que manchaba sus ropas y la vaina de su machete? ¿Por qué Edgardo decía que no lo reconocía? ¿Es que quería hacer justicia por su propia mano? ¿Quién era en verdad el paciente del doctor Emec Cherenfant? ¿Por qué hemos titulado este caso “El último cuervo”?

Continuará la próxima semana...

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