Selección de Grandes Crímenes: ¿Quién mató a los dos amantes?

Está más que claro que las traiciones siempre terminan mal...

  • 27 de abril de 2025 a las 00:00
Selección de Grandes Crímenes: ¿Quién mató a los dos amantes?

CLÍNICA. Comentando este caso con el doctor Emec Cherenfant, en su clínica del Hospital San Jorge del barrio La Bolsa, de Comayagüela, me dijo, con tono compungido:

“Roberto era mi amigo... Lo conocí hace ya muchos años, en Talanga, cuando hice mi Servicio Social de Medicina. Era un poco menor que yo, y estudiaba Ingeniería Civil... Mantuvimos la amistad desde aquellos años... Pero... hoy está muerto... asesinado”.

Hizo una pausa, entrelazó los dedos de las manos, se quedó pensativo por unos segundos, e hizo un chasquido con los labios. El detective de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI), que nos acompañaba, dio un sorbo a su taza de café con cremora y mordisqueó una galleta de avena. El doctor Cherenfant agregó: “Roberto era mi amigo, y Ana fue mi paciente”.

Se detuvo por otro momento. Luego, añadió: “Un día, Roberto me llamó por teléfono y me dijo que me enviaría una amiga, y que la atendiera... Que él se haría cargo de todo... Esas fueron sus palabras. Y Ana vino con el esposo, un hombre de aspecto agradable, sencillo y que estaba de acuerdo en lo que su esposa quería hacerse; esto es, liposucción, abdominoplastia, levantarse un poco los senos, y eliminar un lunar que tenía en el centro de la barbilla; un lunar grande, negro y en el que le nacían vellos... Era una mujer bonita, y yo, que no acostumbro a hacer más que mi trabajo, le ordené algunos exámenes, y en la siguiente cita definimos la fecha de la cirugía... Por supuesto, Roberto pagó todo”.

El agente de la Policía intervino, luego de poner su taza vacía sobre el escritorio del doctor.

“Fue por eso que le pedimos al doctor Cherenfant que nos ayudara, para identificar a la víctima, y para saber de dónde había obtenido ella el dinero para hacerse las cirugías estéticas que le habían dejado cicatrices, aunque no tan visibles. Y el doctor la reconoció...”

El doctor Cherenfant suspiró.

“Mi trabajo es maravilloso -dijo-; la Cirugía Plástica es arte puro; arte vivo... Siempre he tratado de darles lo mejor a mis pacientes; sin embargo, no voy más allá... Lo que mis pacientes hagan en su vida privada, es exclusivo de ellos y de ellas... Pero, lamento el final triste que han tenido muchos a causa de sus propias decisiones... Como en el caso de Ana, por ejemplo”.

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RESUMEN

Eran las cinco de la mañana, de un día nuboso y frío, cuando una mujer bajó las gradas del segundo piso de la habitación 21, gritando desesperada, mientras llamaba al administrador y al guardia del motel.

“¡Están muertos! -decía- ¡Están muertos! Los mataron... Los mataron...

“¿Qué pasa, Juan?” -preguntó el administrador, asomando por una puerta blindada.

“Dice Lila que arriba hay dos muertos” -respondió el guardia.

“¡Me lleva el diablo! -exclamó el administrador-. Esa es una mala noticia. Vamos, pero que nadie toque nada; y fíjense bien donde ponen los pies”.

El administrador empujó con el nudillo de un dedo la puerta, que Lila había dejado abierta, y entró, viendo hacia abajo. Todo estaba limpio en dirección hacia la cama; pero, sobre esta, estaban dos cuerpos; dos cadáveres, desnudos y pálidos. Eran una pareja. Una mujer joven, de unos treinta y dos años, no muy alta, blanca y de cara bonita, con el pelo corto y las uñas de manos y pies pintadas de rojo. El hombre era ya mayor; de unos cincuenta años, tal vez más, recio, lleno de vellos blancos, cara redonda y con una calvicie incipiente. Él tenía una herida en el pecho al lado de la tetilla izquierda, y estaba boca arriba. Era una herida que medía unas dos pulgadas de ancho, y en la que apenas se notaba el borde con una línea de sangre. Murió en el acto... Ella también estaba dormida cuando fue atacada. No sintió nada de lo que pasaba a su lado. El asesino sacó el cuchillo del cuerpo del hombre; una gota de sangre cayó sobre el pecho de la mujer, y tampoco sintió el momento en el que el cuchillo se hundió en su propio corazón; sin embargo, ella abrió los ojos, azorada, y así murió. Fue algo bien planificado.

En opinión del forense, el asesino sabía lo que hacía.

Pero, ¿quién los mató? ¿Cómo entró el asesino al motel? ¿Por qué nadie lo vio entrar? ¿Quién era el hombre vestido con overol de electricista y que se cubría la cara por completo?

“No pudimos reconocer a nadie en el video de seguridad -dijo el detective-; solo calculamos su estatura, un metro setenta y seis, tal vez, y su edad, por la forma en que caminó para alejarse del motel, y por la fuerza que usó para hundir el cuchillo en el pecho de las víctimas... Por eso fue que empezamos a creer que se trataba de alguien con entrenamiento policial o militar, ya que, en opinión del forense, cuando examinó las heridas en la autopsia, encontró en una de las costillas de la mujer algunas muescas, cortes que parecieron hechos con algo aserrado, o con dientes, como los yataganes... Pero, cuando el juez ordenó el cateo de la casa del esposo de Ana, no encontramos nada que oliera a militar o a policía... Además, comprobamos en las cámaras que él estuvo en todo momento en su trabajo, cuidando las bodegas, con los dos perros del dueño”.

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SOSPECHAS

“Entonces -preguntó el doctor Cherenfant-, ¿cómo hacen ustedes para identificar al asesino?”.

El detective tosió un par de veces para aclarar la garganta.

“No podíamos identificar a nadie -dijo-; pero, nos hicimos muchas preguntas... Y, partiendo de que el asesino pudo usar un yatagán, y creyendo que sabía usarlo, porque tenía instrucción en el uso de este tipo de armas, empezamos por ver una y otra vez el video de seguridad de esa noche, el de la bodega donde se guarda el material reciclado”.

“Y ¿qué encontraron?”, preguntó el doctor.“Le dimos muchas vueltas -siguió contando el policía-, hasta que empezamos a hacer algunas comparaciones entre el hombre vestido de overol, con gorra y mascarilla, que salió del motel después de las siete y minutos de la noche, y el hombre que le entregó el turno al guardia de la noche”.

“El hermano” -dijo el doctor.

“Así es”.

Hubo un momento de silencio.

“Encontramos algunas similitudes -dijo el agente de la DPI-; la estatura, la forma del cuerpo, su manera de caminar, con paso rápido y firme, como militar, y que se parecía mucho al del overol... Y empezamos a buscar en las cámaras de vigilancia de la zona... Lo vimos avanzar a pie, rumbo a su casa, tal vez, hasta que lo perdemos en las cercanías del Crematorio Municipal”.

“¿Sospechaban de él?”.

“No estábamos seguros de nada... Solo teníamos conjeturas, comparaciones, y algunas ideas... Hay muchos exmilitares trabajando como guardias de seguridad, y su paso es muy parecido, sus ademanes, etcétera; y no podíamos basarnos en conjeturas que no iban a convencer a ningún juez... Aunque al fiscal le entusiasmaba aquel hombre como sospechoso”.

“Pero -dijo el doctor Cherenfant-, ¿qué motivos podía tener ese hombre en particular?”.

“No lo sabíamos... Solamente especulábamos... Nos dijimos que aquel hombre sabía que su hermano era engañado por su mujer, y ya que el hermano es un hombre sencillo, pacífico, y más preocupado por su familia, él decidió castigar a la mujer... sin dejar testigos”.

Y, al decir esto, el detective levantó un índice.

“Por eso mató a Roberto” -dijo el doctor.

“Exactamente”.

CASA

El caso se estancó por dos semanas. Los agentes veían y veían los videos, las fotografías que le habían tomado al sospechoso, al que siguieron por varios días, y comparaban una y otra vez.

“Es un hombre soltero -les dijo el agente a sus compañeros-; vive en la colonia La Laguna, en una casa de ladrillos sin repellar, y es conocido por los vecinos como un hombre tranquilo, serio y servicial... Tiene treinta y seis años”.

El agente hizo una pausa.

“¡Supimos que algunos le decían ‘el Chafa’!” -exclamó, después.

El doctor Cherenfant se acomodó en la silla.

“Iban encontrando la punta de la madeja” -comentó.

“Así es, doctor” -respondió el agente.

JUEZ

Dos semanas después de los asesinatos, los detectives tenían suficientes elementos como para presentarle el caso al fiscal, y que este lo presentara al juez. Y, aunque el juez no estaba tan convencido, dio la orden de cateo y la orden de captura contra el sospechoso.

“Sabíamos que aquel era el día libre del sospechoso -dijo el policía-, y desde las cinco de la mañana rodeamos su casa... A las seis en punto, como manda la ley, tocamos la puerta... Pero, solo se escuchó el ladrido de un perro... Tocamos con más fuerza, y nadie salió... Entonces, el fiscal autorizó el allanamiento... Entramos, tirando la puerta, y nos encontramos en una casa pequeña, de dos cuartos, una cocina, pequeña, y una salita con un baño. Afuera, un patio pequeño, en el que estaba amarrado un perro, y que tenía cerca una gran palangana llena de agua, y otra llena de croquetas... Del hombre no había ni una sola señal”.

“¿Supo que lo vigilaban?” -preguntó el doctor.

“Creemos que se dio cuenta que lo seguíamos -dijo el agente-; y ya que tenía instrucción militar, entendió que sospechábamos de que él era el asesino de los dos amantes... Y, aunque el día anterior estuvo en su trabajo, no podíamos ejecutar las órdenes que nos dio el juez entre las seis de la tarde y las seis de la mañana”.

“Pero, ustedes sabían que ese día, el anterior al cateo, él estaba en su trabajo”.

“Sí... Pero, entregó el turno a su relevo, y no supimos por donde salió; a menos que nos hayamos dormido, o haya salido disfrazado... Vimos las cámaras de seguridad, y ahí estaba a las seis... Después, nada... Creemos que salió del plantel por alguna parte, atrás, donde hay un cerro y unos potreros... Creemos que ya sabía que lo buscábamos”.

El doctor Cherenfant sonrió.

“Ejecutamos el cateo -dijo el policía, poco después-, y encontramos un par de botas militares viejas, un par de botas militares nuevas, y un par de zapatillas. Pantalones militares antiguos, guerrera moteada y fotografías... Paracaidista, en montaña, en pruebas de tiro, manejando un yatagán... Y en las fotos, que le enseñamos al forense, y ampliamos en el laboratorio, supusimos que se trataba del mismo yatagán con el que mataron a los dos amantes... Por las muescas dejadas en la costilla de la mujer, y la sierra del cuchillo en el lomo... Y, aunque no es una prueba concluyente, hasta que no tengamos el arma en nuestro poder, es un buen indicio para suponer que este hombre, indignado por lo que la mujer le hacía a su hermano, planificó matarlos... Creemos que, de alguna manera, se dio cuenta del engaño, y los siguió aquella noche, camuflajeado, como dicen los militares... Entró al estacionamiento, subió las gradas, se quedó en la puerta, tal vez escuchando todo, hasta que supo que se habían dormido. Abrió, de alguna forma, se acercó, sin hacer ruido, y los mató con dos heridas hechas con fuerza, partiéndoles el corazón en dos. Luego, se fue en silencio, dejando la puerta entreabierta, porque la mujer del aseo del motel dice que subió para decirles a los huéspedes que el tiempo había terminado, y que debían dejar la habitación”.

“¿Y el sospechoso?” -preguntó el doctor Cherenfant.

“Hasta hoy, no sabemos nada de él... Creemos que se fue hacia Estados Unidos, o a México, donde trabajó dos años, después de dar de baja en las Fuerzas Especiales del Ejército de Honduras... Es seguro que allá encuentre trabajo con los malos”.

“O la muerte” -dijo el doctor.

“Tal vez se haya escapado de la justicia de nuestro país -convino el policía-; pero, si él es el asesino, no se escapará de la justicia de Dios”.

NOTA FINAL

Quiero agradecer al doctor Emec Cherenfant, al general Gustavo Sánchez, ministro de Seguridad, a los agentes de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI) que me piden ocultar sus nombres, por el gran apoyo que me brindan en la investigación y relación de estos y otros casos. Y agradezco a los lectores y lectoras de diario EL HERALDO por escribirnos siempre, y por leer, compartir, escuchar y comentar los casos. Sinceramente, gracias

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