AGRADECIMIENTO. El caso “El amor no basta” ha causado un gran impacto entre los lectores y lectoras de diario EL HERALDO. He recibido numerosos mensajes y cartas en las que hacen muchas preguntas: ¿Cómo estás? ¿Quién mató a Clara? ¿Resolvió la DPI el crimen? ¿Llevó el Ministerio Público al asesino a los tribunales?
¿Por qué el doctor que atendía a Clara desapareció de la ciudad? ¿Quién sabía algo que ayudara a aclarar la muerte terrible de esta muchacha? ¿No basta el amor para hacer feliz a una pareja? ¿La virginidad debe ser un requisito indispensable para afianzar el amor? ¿Qué papel tuvo en esto el doctor Emec Cherenfant? ¿Quién fue el cirujano plástico que le “devolvió” la virginidad a Clara?
¿Fue un cirujano de Guatemala? ¿Cómo sale a la luz el secreto de Clara? ¿Por qué aparece el cuchillo del crimen bajo el asiento del piloto del Jeep del esposo? ¿Por qué salió de la clínica el ginecólogo, después de que saliera Clara de su consulta? Y, entre muchas preguntas más, varias lectoras escribieron: ¿Cuánto es el valor que le da la virginidad a una mujer? ¿Son más fieles las vírgenes? ¿Son mejores esposas?
¿El anhelo de la virginidad es muestra de machismo en nuestra sociedad? ¿Por qué darle valor a una mujer por algo así? ¿No vale más la mujer por ser humana, por tener sentimientos, y porque el hombre debe valorarla en todo sentido, si la ama realmente y desea estar con ella toda su vida? Y un lector más, que dice: Está claro que Clara engañó al esposo y a la familia del esposo. ¿Por qué lo hizo? ¿Por presión de sus padres que querían casarla bien? ¿Por darse a sí misma un valor ficticio?
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¿Se prestó al engaño sin importarle el daño que podía hacerles a quienes la querían bien en su nueva familia, aunque estaban chapados a la antigua? ¿Por qué no pensó en decir la verdad? ¿Imaginó, siquiera una vez, que ese engaño sería descubierto? ¿Por qué le siguió el juego al doctor que la chantajeó para no decir la verdad acerca de su himen reconstruido? ¿Qué tan culpable es Clara de lo que le pasó? ¿Qué tan culpable es su madre?
Pero, antes de seguir adelante con este caso, que ha impactado a miles y miles de lectores, pero mucho más a las lectoras, deseo mostrar mi agradecimiento sincero a un grupo especial de personas, ya que siempre he de recordar que don Jorge Quan me decía que la mayor manifestación de nobleza que existe en el ser humano es el agradecimiento y, haciendo honor a estas sabias palabras de mi buen amigo, que ya descansa al lado de Jehová, nuestro bendito Dios, deseo mostrar mi agradecimiento sincero a las personas que le tendieron su mano amiga a uno de los seres más importante de mi vida: Ruth Sauceda, quien pasó por momentos difíciles desde el 23 de noviembre del año pasado.
Estas personas son: Yeny Córdoba, Doris Pérez, las hermanas Clarissa y Kathy, Nayeli Córdoba, doña Victoria, Yuri Elvir; las buenas amigas Luz y Linda, que venden frutas en el Seguro Social; doña Olimpia, que vende tés de zacate de limón y rosquillas en el mismo lugar Delia y Ronald Marín; su papá, don Edgardo Sauceda y su tío Javier Sauceda, quien además es Carmilla-adicto, lector fiel de EL HERALDO, y mi hijo Pedro César Sebastián Orellana Sauceda. Gracias a Dios por ese gran apoyo, y por los hermanos y hermanas de la iglesia Mana Haim, del barrio Bella Vista, que oraron por ella en todo momento. Gracias por no dejarla padecer hambre, gracias por darle un techo y no permitir que quedara en la calle; gracias por aconsejarla y protegerla. Se los agradeceré siempre. De la misma manera en que les agradezco que sean lectores y lectoras fieles de esta sección de diario EL HERALDO.
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Y, dicho esto, una mañana fría llegaron a la clínica del doctor Emec Cherenfant, en el barrio La Bolsa, de Comayagüela, el fiscal que llevaba el caso de Clara, y su asistente.
“Doctor -le dijo el fiscal-, vengo a molestarlo de nuevo, y a traerle buenas noticias; aunque una de ellas no es muy buena que digamos”.
El doctor Cherenfant les ofreció una silla, pidió té y café al restaurante del hospital, y les dio la bienvenida.
“No les veo buena cara -les dijo después-. ¿Ha pasado algo malo?”.
“Bueno, doctor -dijo el fiscal-, han pasado dos cosas. Una buena para la justicia; mala, la otra, para una paciente suya”.
“¿Una paciente mía?”.
“Sí, doctor”.
“A ver”.
El asistente sacó de un portafolios un expediente y se lo entregó al fiscal. Este sacó de la carpeta una fotografía enorme en la que se veía a una mujer hermosa, de unos cuarenta y cinco años, pelo castaño pintado, ojos negros expresivos, boca pequeña y bien formada, y que tenía un hoyuelo en la barbilla.
“¿La reconoce, doctor?” -le preguntó el fiscal-.
“Claro que sí... Es Lina... mi paciente”.
El fiscal lo interrumpió, mostrándole una segunda fotografía.
“Así era antes de que usted la operara”.
El doctor tomó la foto y la observó por varios segundos.
“Sí -dijo-, la recuerdo bien. Tenía demasiado abdomen para su estatura, había perdido la cintura, sus caderas necesitaban algo de ayuda y también sus senos... La recuerdo bien... Vino a mi consulta, y, después de hacerse los exámenes de rigor, entró al quirófano”.
El fiscal lo interrumpió de nuevo.
“Y quedó así” -le dijo, mostrándole una tercera fotografía de cuerpo entero. En ella, Lina parecía modelo. Era realmente hermosa, y se veía muy linda-.
“Así quedó -dijo el doctor, satisfecho-. Una paciente fuerte y valiente, que resistió la recuperación hasta que su cuerpo quedó con quince años menos y casi tan bella como cuando era una muchacha”.
“Exactamente, doctor” -dijo el fiscal-, sacando otra fotografía, que puso ante los ojos del doctor Cherenfant.
El doctor se fue hacia atrás en su silla. Lo que veía era grotesco.
“Así quedó, doctor -agregó el fiscal-, mírela”.
Era la foto de Lina, irreconocible. Le habían disparado cinco veces en la cara, tres veces en el pecho, y tres veces en el abdomen. Un ojo se había salido de su órbita, los dientes de adelante estaban quebrados, había desaparecido la parte izquierda de su frente, por la que se asomaba la masa encefálica, y en el pecho tenía una mancha de sangre ya coagulada, mientras parte de los intestinos se habían salido, derramando heces y sangre sobre la escena.
“¡Dios santísimo! -exclamó el doctor-. ¿Qué es lo que le pasó? ¿Quién le pudo hacer eso?”.
“Doctor -dijo el fiscal, guardando la fotografía-, en eso estamos trabajando con varios de los mejores agentes de la DPI. El que la mató deseaba destruirla, y usó un arma con balas expansivas... Tantas, como para asegurarse de que la mujer no viviera después del ataque. Quería destruirla, como le dije antes... Y sospechamos del esposo, un comerciante del mercado San Isidro, que fue quien pagó la cirugía para que su esposa se viera más bella.
Y, según lo que han averiguado los agentes, el esposo se enfermó de celos después de ver a su esposa en el nuevo cuerpo de modelo que tenía... Se vestía con suma elegancia, se adornaba con joyas y olía muy bien siempre; manejaba su propio vehículo del año y trabajaba independiente, generando un buen ingreso para su familia. Pero, en todo esto, se relacionaba con todo tipo de personas, y el esposo empezó a creer que la enamoraban, que le decían cosas por lo bonita que había quedado, y, según una tía de la víctima, el esposo, que era mayor que ella, padece de diabetes, de la diabetes destructiva, y para tener intimidad con ella estaba obligado a tomar un estimulante, lo que le estaba causando más daño... Y él, que veía que su esposa necesitaba también de ese tipo de atenciones, creyó que las buscaría en otra parte, allí donde había hombres viriles, según él, que podían darle mucho más de lo que él le daba”.
“Dios santo -repitió el doctor-. ¿Cómo es posible que esto haya sucedido? Yo la recuerdo como una mujer noble y buena, trabajadora y que solo deseaba verse mejor... Y aquí estuvo su esposo, que me dijo que quería que su mujer se viera preciosa... Ahora lo recuerdo bien... Y, ya que estaban de acuerdo los dos, y después de que los entrevistó el psicólogo, primero por separado, y después uno por uno, concluimos que estaban aptos mentalmente para aceptar los cambios, que no solo serían físicos, sino también psicológicos, emocionales, en ambos... Y procedimos a la cirugía.
Nunca imaginé que algo así pudiera pasar, ya que no me dijeron que él era diabético... No... No sabía eso... Aunque, en verdad, no debía saberlo, porque se trataba de ella, y de lo que pudiera evitar, médicamente, que entrara al quirófano. Lo que me interesaba saber de él era que psicológicamente estuviera estable, y que aceptaría con naturalidad el cambio que él mismo estaba buscando para su esposa, a la que decía que amaba con todo su corazón”.
“Bueno, doctor -dijo el fiscal-, parece que en verdad la amaba así... Y tanto, que, si no era para él, sería para los gusanos”.
El fiscal se mordió la lengua y se llevó una mano a la boca.
“Perdón, doctor -murmuró-, creo que ese comentario es indigno... Lo siento”.
Pasaron unos segundos de silencio.
“¿Saben a ciencia cierta que fue el esposo el que la mató?”.
“Estamos casi seguros... Anoche la atacaron frente a su propia casa, cuando se bajó del carro para abrir el portón... Le dispararon a un metro y medio de distancia... Y, cosa rara, no había luz en el foco de la calle, que siempre funcionaba, ni estaban encendidos los dos focos de afuera de la casa. Y el esposo asegura que él estaba en cierto lugar cuando pasó el hecho, y que tiene cómo comprobarlo... Pero, los técnicos de Inspecciones Oculares de la Policía de Investigación encontraron una huella, la huella de un zapato marcada con sangre en la acera de la casa. Creemos que el asesino se acercó a la víctima para comprobar que estuviera muerta, y en la oscuridad no se fijó que se paraba sobre la sangre de la mujer. Dejó una huella visible, de regreso por el camino de escape, y varias huellas más, un poco diluidas... Pedimos una orden de cateo a la mañana siguiente y encontramos un par de zapatos bajos, de plantilla gruesa, que llevamos al laboratorio. Estaban bien lavados, por supuesto, pero en el laboratorio nos van a decir si son los zapatos del asesino, ya que nadie más se acercó al cuerpo, con excepción de dos perros callejeros que fueron a olisquear, y dejaron sus patas marcadas en la calle de concreto. Cuando los vecinos abrieron las puertas encontraron a la mujer muerta, la puerta del conductor del vehículo abierta, el motor encendido, y llamaron al 911. Una motorizada que estaba cerca llegó a resguardar la escena... Luego, llegamos nosotros... Y recogimos doce casquillos de bala de nueve milímetros, aunque el forense solamente contó once heridas, y esto que se esforzó por reconocer las de la cabeza, que quedó deshecha de su lado izquierdo”.
“¿Y el esposo qué dice?”.
“Estamos investigando... Le requisamos una pistola de nueve milímetros, Beretta, pero esta es de calibre corto, de balas cortas, y los casquillos de la escena son largos... Sin embargo, doctor, tenemos los zapatos, algunos testimonios, y vamos a entrevistar al esposo cuando salga de su crisis de nervios y ansiedad, por recomendación de un psiquiatra... Pero, casi estamos seguros de que él es el asesino”.
El fiscal hizo una pausa. Su asistente le entregó otro expediente.
“Doctor -le dijo, con alegría-, aquí tenemos a la persona que mató a Clara, la virgen”.
Puso una mano sobre el expediente, y se llevó la otra a la boca para detener sus propias palabras.
“Perdón, doctor -dijo-, por otro comentario impertinente”.
“¿Quién la mató?” -sonrió el doctor Cherenfant-.
“Nosotros mismos nos quedamos con la boca abierta... Alguien convenció al doctor, al ginecólogo, para que regresara y se entregara, mientras teníamos en custodia al esposo... Y ya encontramos a la persona que le causó la muerte a la muchacha”.
“¿Está en ese expediente?”.
“Aquí está -dijo el fiscal- y quería que usted se diera cuenta de todo...”
CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA