Selección de Grandes Crímenes: Las huellas de la pasión

Como decía Luisa Fidelina Paz: El que hace males, males le vienen

  • 19 de enero de 2025 a las 00:00
Selección de Grandes Crímenes: Las huellas de la pasión
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CONSULTA. A la clínica del doctor Emec Cherenfant, en el Hospital del Seguro Social del barrio La Granja, en Comayagüela, llegó, hace doce años, un hombre de unos treinta y cinco años, alto, fornido, de piel trigueña, corte de pelo estilo militar, rostro alargado y velludo de los brazos. Le dijo al doctor que necesitaba su ayuda porque tenía varias heridas, en el brazo derecho y en la mejilla izquierda, y esas heridas no se curaban. Siempre estaban casi en carne viva. Eran notorias, por supuesto, aunque él las llevaba cubiertas con gasas. Cuando las vio, el doctor Cherenfant le dijo:

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“Veo que su esposa tiene las uñas largas”.

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“No, doctor -le respondió el hombre-, si no soy casado... Tuve una compañera, pero se fue para Estados Unidos hace cinco años, y no he vuelto a saber nada de ella”.

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“Pero, estas heridas fueron hechas por uñas bien afiladas y largas” -replicó el doctor.

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“Sí -murmuró el hombre, bajando la cabeza-, es que tuve un pleito con unos hombres que me atacaron para robarme, y uno de ellos me clavó las uñas en el brazo y en la cara”.

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“¿Un hombre con uñas largas?”.

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“Pues, mire, doctor, eran hombres, y no eran hombres... Usted me entiende”.

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“No muy bien... A ver, explíquese mejor”.

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“Es que iba yo por la primera avenida, aquí en Comayagüela, buscando algo de comer, cuando me salieron al paso tres hombres... Tres... homosexuales, que trabajan por ahí, por esa zona, en la noche... Uno de ellos sacó un cuchillo, y los otros dos me dijeron que les diera todo el dinero que tenía... Y me negué, y, pues, me agarré con ellos... Pero uno me clavó las uñas... Mire”.

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Y mostró de nuevo las heridas. Eran arañazos largos, anchos y profundos, tanto, que habían arrancado el vello desde la raíz. Medían unos diez centímetros de largo, y se veían rojas, aunque no sangraban. En la mejilla izquierda eran de menor tamaño, pero se notaban muy bien cuatro líneas gruesas que empezaban en el pómulo y bajaban hasta el cuello.

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“¿Hace cuánto le pasó esto?” -le preguntó el doctor Cherenfant.

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“Hace unos doce o quince días -le dijo el hombre, después de pensar un poco-. Y por más que me he curado con pomadas y con lavados, no se sanan... Es más, me parece que se están poniendo peor... Me dijeron que pidiera consulta con usted, y aquí estoy”.

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“Bueno -le dijo el doctor-, creo que ese hombre tenía ponzoña en las uñas... Lo vio el médico internista, según veo en su expediente”.

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“Sí, doctor, y me dio unas medicinas, pero no han servido... Hace seis días, y nada me ha ayudado... Y por eso pedí consulta con usted”.

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“Veo que el internista no le ordenó hacerse exámenes”.

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“No, doctor”.

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“Pues, va a ser necesario que se haga exámenes... Aquí dice que usted tuvo fiebres hace siete días”.

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“Así es, doctor... Vine a consulta a emergencia, y me dijo el doctor que tenía amigdalitis; y me recetó antibióticos y acetaminofén”.

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“Sí... Y tampoco le pidió que se hiciera exámenes”.

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“No, doctor”.

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El doctor Cherenfant se puso de pie. Le dijo al paciente que se acostara en la camilla, y se puso un par de guantes. Luego, empezó a examinarlo.

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“Tiene los ganglios inflamados -le dijo el doctor-. A ver, debajo de las axilas”.

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Allí también tenía los ganglios inflamados. Y en la entrepierna.

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“Vístase” -le dijo el doctor.

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Cuando el hombre regresó a la silla, frente al doctor Cherenfant, este le dijo:

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“¿Ha tenido diarrea en los últimos días?”.

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“Hace seis o siete días, doctor”.

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“¿Abundante?”.

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“Sí, doctor”.

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“¿Fétida? O sea, con un olor extraño, mayor al normal”.

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“Sí, doctor... Todo lo que comía me hacía daño... Iba al baño a cada rato”.

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“Y, mientras tenía la diarrea, estaba con fiebre...”.

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“Y con las amígdalas inflamadas, doctor... Y no podía tragar bien ni siquiera un poco de agua”.

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“Ajá” -dijo el doctor.

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Escribió algo en el expediente del hombre, y luego le dijo, viendo su reloj:

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“Ahorita son las siete de la mañana... Vaya con este papel a buscar a esta señora; está en el laboratorio... Necesito que le haga este examen ahorita... Yo la voy a llamar para decirle que me ayude con usted, y que me dé el resultado en un par de horas... ¿Le parece?”.

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“Sí, doctor”.

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El hombre vio el papel doblado.

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“¿Qué examen es, doctor?” -preguntó.

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“El del VIH” -le contestó el doctor Cherenfant.

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El hombre abrió la boca.

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“Es necesario -le dijo el doctor-. Diarrea, ganglios inflamados, dolor de cabeza, fiebres intermitentes... Tal vez no sea eso, pero es mejor saber con qué estamos tratando”.

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El hombre se puso pálido y empezó a sudar helado. Temblaba cuando se paró para salir.

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“¿Es necesario este examen?” -murmuró.

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“Para descartar algunas cosas... Nada más... Y es que me parece extraño que esas heridas no sanen, ya que usted es un hombre joven, fuerte y sano... Y deberían haber sanado hace unos días, o estar en el proceso de cicatrización”.

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El hombre se dejó caer en la silla. Parecía a punto de colapsar. El doctor lo miró a los ojos, mientras apoyaba los codos en la orilla del escritorio, unía las manos, y ponía el mentón sobre los puños.

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“Hay algo que no me ha dicho, ¿verdad?”.

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El hombre no respondió. Tenía la vista fija en el piso.

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“Creo que si me dice la verdad, podremos ayudarle mejor”.

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Tampoco esta vez el hombre abrió la boca.

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“Si esas heridas no sanan, como deberían haber sanado -dijo el doctor-, es porque su sistema inmunitario, sus defensas, están bajas, o están siendo atacadas por algo fuerte que está corriendo por sus venas... Además, los otros síntomas me hacen pensar en algo serio”.

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“¿Cómo qué, doctor?” -preguntó el hombre, a media voz.

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“Todavía no puedo darle un diagnóstico... Necesito el resultado de ese examen”.

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El hombre temblaba.

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“No lo puedo engañar, doctor” -dijo.

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“No, señor -le contestó el doctor Cherenfant-; no me debe engañar... Al médico hay que decirle siempre la verdad”.

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Siguió a esto un momento de silencio.

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“Es mi castigo -dijo el hombre-. Es un castigo de Dios”.

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“¿Por qué dice eso?”.

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“Doctor -dijo el hombre, llorando-, soy un miserable... Soy... un asesino”.

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El doctor se estremeció por dentro.

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“No soy policía -dijo-, y mi deber es el de ayudarle en su enfermedad, aunque, como cirujano plástico, no creo que le pueda ser de mucha ayuda... Si el examen sale negativo, bendito sea Dios”.

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El hombre lloraba. Las lágrimas corrían por sus mejillas.

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“No va a salir negativo, doctor -dijo, después de sollozar como un niño-. No va a salir negativo”.

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“¿Por qué lo dice?”.

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Hubo un nuevo silencio, esta vez, más largo que los anteriores.

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“Porque... es mi castigo, doctor... -dijo el paciente-. Yo hice algo malo hace unos veinte días... Allá en Santa Bárbara”.

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“¿Algo malo?”.

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“Sí... Algo muy malo”.

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“Y, ¿puedo saber qué es eso tan malo que usted hizo hace unos veinte días?”.

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El paciente levantó la mirada.

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“Tengo lo que me merezco, doctor... -dijo-. Soy un asesino... Yo estaba seguro de que nada se iba a saber, pero ya veo bien que con Dios no se juega, y que yo mismo me busqué este gran mal”.

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“Tal vez si se explica mejor”.

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El hombre se puso de pie.

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“Voy a que me hagan el examen, doctor, y regreso... No voy a poder vivir en paz hasta que no sepa bien qué es lo que tengo”.

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“Yo lo espero... Ahorita voy a llamar a la muchacha en el laboratorio”.

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Salió el hombre de la clínica, y el doctor Cherenfant esperó unos minutos antes de llamar al próximo paciente.

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EL RESULTADO

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Eran las once de la mañana, cuando el hombre regresó a la clínica del doctor Cherenfant. Llevaba el resultado del examen en una mano temblorosa.

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“Pase -le dijo el doctor-. Acabo de hablar al laboratorio, y ya sé el resultado”.

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“Sí, doctor -murmuró el hombre-; aquí lo tengo... Salió positivo”.

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El doctor le señaló la silla frente a él.

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“Sí -le dijo-; usted es VIH positivo... Y el virus apenas se está incubando en usted, por eso, su sistema inmunitario está débil”.

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“Yo me lo busqué, doctor” -le dijo el hombre, cuando el doctor Cherenfant guardó silencio, seguro que de muy poco serviría darle más explicaciones a aquel hombre. Ahora, ya no necesitaba de un cirujano plástico. Su problema era mayor.

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“Voy a remitirlo a...”

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El hombre lo interrumpió.

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“No tengo mujer, doctor -le dijo, sin verlo-; mi mamá murió hace diez años; a mi papá ni siquiera lo conozco, y solo tengo dos hermanas, y una vive en San Pedro y la otra en Tocoa”.

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“O sea, que usted está solo en la capital”.

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“Sí, doctor”.

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“¿Dónde trabaja?”

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“Con el gobierno, doctor... Soy chofer, y hago giras... Y fue en la última gira que hice lo que hice... Y no voy a vivir con esto en mi conciencia”.

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“No lo entiendo bien -le dijo el doctor-. ¿Qué es lo que lleva en su conciencia que no lo deja en paz?”.

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“Soy un asesino, doctor”.

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“Ah, ya”.

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El hombre esperó un rato largo para seguir hablando. Al final, dijo, con voz entrecortada:

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“Doctor, le pido un favor especial”.

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“A ver”.

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“Por favor, llame a la Policía”.

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“¿Que llame a la Policía?”.

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“Sí, doctor... Ya no me importa nada, y voy a confesar lo que hice”.

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“Pero, llamar a la Policía no es parte de mi trabajo”.

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“Yo se lo pido, doctor”.

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“¿Tiene usted teléfono celular?”.

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“No, doctor”.

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“Bien... -le dijo el doctor Cherenfant-, voy a prestarle el mío... Marque al número de emergencias, y pida que venga la Policía”.

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“¿Puedo esperarlos aquí, doctor?”.

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“Tengo más pacientes que atender”.

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“Voy a esperar afuera”.

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“Estoy llamando del teléfono del doctor Emec Cherenfant -le dijo el hombre al operador de emergencias-, y estoy en su clínica en el Seguro de La Granja... Quiero confesar una muerte, y le pido que venga la Policía”.

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Después de responder a muchas preguntas, el hombre le devolvió el teléfono al doctor. Salió, se sentó en las bancas, frente a la clínica, y esperó.

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Lloraba cuando tres agentes de la Dirección Nacional de Investigación Criminal, (DNIC) preguntaron por el doctor Cherenfant. El hombre se puso de pie.

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“Yo los llamé” -dijo.

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CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA

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