DON CARLOS. “Sentí mucho la muerte de don Carlos -dijo el doctor Emec Cherenfant, con tono triste, mientras el agente de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI) abría el expediente de aquel caso-; yo sé que él era inocente de lo que lo acusaron, y, peor todavía, por lo que lo condenaron... Creo que los jueces se excedieron o se dejaron llevar por la emoción”.
Hizo una pausa el doctor, sorbió un poco del té que acababan de llevarle, mientras nosotros tomábamos café, y miró hacia el piso, verdaderamente conmovido.
“Fue una muerte horrible -dijo, poco después-, él no se merecía eso... Ni siquiera mereció estar en la cárcel un solo día”.
“La maldad del ser humano no tiene límites -dijo el segundo agente de la DPI-; nosotros investigamos el caso, entrevistamos a muchas personas y todas coincidían en que don Carlos era incapaz de hacer eso... Pero, cuando hablamos con él y cuando el fiscal lo entrevistó, él se limitó a decir que sí, que era culpable. Y ante los jueces ni siquiera abrió la boca”.
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“¿Por qué lo hizo? -preguntó el doctor Cherenfant-. ¿Por qué se culpó a sí mismo?”.
“Es algo que no vamos a saber nunca -respondió el primero de los agentes, después de poner su taza sobre el mantel, en el escritorio-. Él se llevó el secreto a la tumba”.
Siguió a esto un momento de silencio.
“Don Carlos era electricista -dijo el doctor Cherenfant-, y un electricista muy bueno... Lo conocí cuando lo llevaron a emergencia, en el Hospital del Seguro Social, en La Granja. Se había electrocutado y tenía quemaduras de segundo y tercer grado en el costado izquierdo, en el brazo y en ese lado del cuello. Yo estaba de turno ese sábado y lo atendí... Después de que empezó la recuperación le hice injertos de piel, hasta que logramos que recuperara el noventa por ciento de normalidad... Pero fue un proceso de casi un año. Así fue como nos hicimos buenos amigos... Siempre que venía de San Lorenzo me traía rosquillas, quesadillas y huevos de gallina, de las que él criaba con su esposa en su casa”.
Suspiró el doctor, y dijo, después de un momento de silencio:
“Me duele mucho que le hayan quitado la vida, y más de esa forma tan cruel... Él no merecía eso”.
“Nosotros sabíamos que él era inocente -dijo el segundo agente-, pero nunca se defendió. Yo mismo le dije al fiscal que don Carlos estaba tratando de salvar a alguien, y que aceptaba la acusación para no ver a ese alguien en la cárcel”.
“Eso mismo pienso yo -dijo el doctor Cherenfant-. Incluso, hablé con él la vez que lo fui a visitar al presidio y quise sacarle la verdad, porque siempre estuve convencido de que él no podía ser un criminal, y menos uno de ese tipo”.
“Fue algo injusto -dijo el policía-. Pero, nosotros no podíamos hacer nada más... Cuando fuimos a declarar en el juicio, los jueces nos dijeron que no era necesario, porque el acusado aceptaba la culpa y que sería sometido a un juicio abreviado... El fiscal pidió diecisiete años; los jueces dijeron que ocho años y medio serían suficientes... Y don Carlos no dijo nada... Solo bajó la cabeza y se dejó llevar... Un día, lo trasladaron del presidio de Choluteca al de Támara y allí terminó sus días”.
“Sí -dijo el doctor-; allí lo vi... y fui a la morgue a ayudarle a la familia. La esposa sabía que él era inocente, pero tampoco decía nada”.
“Pero, nosotros teníamos que desenredar el misterio de don Carlos -dijo el segundo agente-. Era algo así como un deber, como un reto personal... Todas las personas que lo conocían dijeron cosas buenas de él”.
“Y fue la forma en que lo atacaron lo que nos impulsó a investigar más”.
El doctor Emec Cherenfant miró a los agentes y les sonrió. Dos lágrimas rodaron por sus mejillas y él las limpió con el dorso de una mano.
“Los médicos debemos ser fríos
-dijo-, pero tenemos corazón y llegamos a estimar a nuestros pacientes”.
Nadie dijo nada.
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Módulo
Don Carlos tenía cincuenta y cinco años, era de baja estatura, algo recio, ya con canas, de rostro redondo y mirada franca. Nació y se crio en San Lorenzo, en el sur de Honduras, y allí conoció a la mujer con la que compartió casi toda su vida. Tuvieron cuatro varones y dos niñas y trabajaba duro para darle a su familia lo mejor que podía. Hasta que, una mañana, a las seis y minutos, agentes de la DPI lo esperaban a la salida de su casa y le dieron captura.
“Tiene derecho a guardar silencio”.
“¿De qué acusan a mi esposo? -gritó doña Esmeralda, desesperada-. Él no ha hecho nada malo”.
“Señora -le dijo el ayudante del fiscal-, ya le leímos los cargos a su esposo y si usted desea más información, lo mejor será que le busque un buen abogado”.
Y, con esas palabras, doña Esmeralda y sus hijas vieron cómo don Carlos era subido a la parte de atrás de la patrulla. Dos horas después, la señora se daba cuenta de la acusación que tenía la Fiscalía contra su esposo.
“Doña Esmeralda -le dijo el abogado de oficio que se ofreció a ayudarle en aquel momento, un muchacho que ella había conocido desde niño-, la acusación contra don Carlos es grave... Su vecina, doña Julia, vino a denunciarlo por abuso a su nieto de catorce años... Y el niño declaró en la Fiscalía que fue don Carlos el que lo abusó”.
“Pero, eso es mentira... Mi esposo es incapaz”.
“Yo lo sé, doña Esmeralda, pero, hay testigos que dicen que vieron a don Carlos entrar a la casa de doña Julia, hace tres días”.
“Sí, entró a esa casa, pero fue para reclamarle a esa señora”.
“Las hijas dicen que lo vieron salir de la casa cuando regresaban del mercado, de trabajar”.
“Pero, mi esposo solo fue a hablar con ese cipote... Quería hablar con doña Julia, pero no estaba”.
“Y... ese cipote estaba solo en la casa”.
“Pues, eso no sé... Pero, sí sé bien que Carlos salió de allí enojado... y preocupado... y no quiso ni cenar”.
“¿Le dijo qué fue lo que pasó en esa casa esa tarde?”.
“No... No me dijo nada... Pero, lo que yo sé es que Carlos es incapaz de abusar de nadie”.
“¿Por qué está tan segura, doña Esmeralda?”.“Porque lo conozco bien -respondió ella-, tengo treinta y siete años de estar con él... Es un hombre bueno”.
“El muchacho -la interrumpió el abogado-, o sea, la víctima, lo acusa de haber entrado a la casa y dice que lo violó... Y las hermanas venían llegando del trabajo cuando él salía de la casa”.
“Eso es mentira... Carlos no es capaz”.
“Es necesario que él declare ante el fiscal, pero no dice otra cosa más que es cierto”.
“¿Que es cierto?”.
“Sí”.
“Carlos miente”.
“¿Por qué mentiría, doña Esmeralda? ¿Por qué no se defiende? ¿Por qué no dice la verdad de lo que pasó en esa casa?”.
La mujer ya no respondió. Se dejó caer en una silla y empezó a llorar. Sus hijas lloraban con ella. Don Carlos, en la oficina del fiscal, estaba en silencio. Le habían preguntado de nuevo: “¿Cómo se declara?”. Y él solo movió la cabeza hacia abajo, dos veces. A lo que el fiscal le preguntó: “¿Se declara culpable?”. Y don Carlos volvió a decir que sí moviendo la cabeza hacia abajo, sin levantar la vista. El fiscal le preguntó: “¿Tiene algo más que agregar?”. Él negó con la cabeza.
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Expediente
El doctor Cherenfant escuchaba con atención lo que el agente de la DPI estaba leyendo en voz alta. Era el expediente del caso.
“Me niego a creer en eso -dijo-, don Carlos era un hombre bueno”.
“Nosotros quisimos ayudarle, doctor -dijo el segundo agente-, pero él no se dejó ayudar”.
“¿Ustedes sabían o sospechaban que era inocente?”.
“Estábamos seguros... La acusación no podía sostenerse. El muchacho, o sea, la víctima, fue llevado al forense la mañana del tercer día del supuesto ataque... El médico encontró lesiones, pero no halló fluidos... Y las lesiones eran nuevas y viejas... El muchacho, o sea, la víctima, tenía relaciones desde hacía algún tiempo... Y nosotros sabemos bien que la mamá, doña Julia y las hermanas sabían que a él no le gustaban las mujeres, y que sus relaciones eran solo con varones”.
“Pero, don Carlos no era ese tipo de persona -dijo el doctor Cherenfant-, era un hombre bueno”.
“El forense no encontró nada en don Carlos, pero su terquedad al no declarar la verdad, o lo que había pasado en esa casa, le sirvió al fiscal para llevarlo ante los jueces, y aquí le dieron más de ocho años de cárcel”.
“Por algo que no hizo” -dijo el doctor.
“Es lo que nosotros creemos, doctor -dijo el primer agente-, y lo peor, es que por eso le vino la muerte”.
“Pero, ¿ustedes hablaron con... el muchacho que lo acusaba?” -preguntó el doctor.
“Era menor de edad, doctor -dijo el agente-, y el fiscal fue el que lo entrevistó... Y no dejó que nosotros habláramos con él... Lo que la víctima dijo y la terquedad de don Carlos en aceptar la culpa, nos amarró las manos... No había nada más que hacer”.
“Don Carlos estaba encubriendo a alguien” -exclamó el doctor.
“Así era, doctor... Por desgracia, así era”.
“Pero, ¿por qué quitarle la vida?”.
“Doctor, aquí está la verdad”.
Y el agente sacó otro expediente de su maleta de cuero...
CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA