RESUMEN. A Marcela la mataron cuando iba hacia su casa, en una calle solitaria, en un pueblo del departamento de Copán. Llevaba comida para su familia y caminaba tranquilamente, cuando dos hombres en moto la interceptaron. El que iba atrás se bajó frente a ella, le apuntó una pistola a la cara y le disparó dos veces. Marcela cayó hacia adelante. Luego, el asesino le disparó dos veces más en la parte de atrás de la cabeza. Cuando llegó la Policía, los curiosos les dijeron a los agentes que quien la había mandado a matar era la mujer de don Chilo, el novio de Marcela, un ganadero y agricultor muy conocido en la zona.
“Creo que este hombre, don Chilo -dijo el doctor Emec Cherenfant-, estaba enamorado de Marcela. Cuando llegué al velatorio de la muchacha, que fue mi paciente, me di cuenta del sentimiento sincero que tenía este hombre por ella... Y, aunque tenía sospechas de quién pudo mandarla a matar, no quería adelantar juicios”.
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“Doctor -me dijo, a manera de confidencia-, yo dudo que mi mujer haya sido capaz de cometer este crimen”.
“Todo el mundo la acusa” -le dijo el doctor Cherenfant.
“Así es... -respondió él-. Ya sabe usted... Yo tenía algunos años de vivir con Marcela y la gente en estos pueblos llega a conclusiones demasiado rápido”.
“Entonces, ¿sospecha usted de alguien?”.
“No sabría decirle, doctor... Pero, no sospecho de mi esposa... Ella es maestra, y se jubiló hace dos años, por cáncer de estómago... Se ha recuperado, pero, como usted sabe, es una enfermedad dolorosa y dura de curar, a pesar de que la he llevado hasta a los Estados Unidos”.
“¿Cómo está ella?” -preguntó el doctor Cherenfant.
“Mucho mejor que hace seis meses -dijo don Chilo-; la hemos cuidado todo este tiempo y se siente mejor... Me gustaría que la vea”.
“Con mucho gusto”.
“La gente la señala como la causante de la muerte de la muchacha -dijo don Chilo-, pero yo le aseguro, doctor, que ella nada tiene que ver en esto”.
“¿Por qué lo dice?”
Don Chilo se quedó pensando.
“Es una mujer buena... Siempre lo fue... Nos casamos muy jóvenes... Ella tenía quince y yo veinte... Me dio siete hijos: cinco varones y dos niñas, y todos viven con nosotros a pesar de que están graduados, casados, y con hijos”.
“Entiendo”.
“Era la hacienda de mis abuelos y estos se la dejaron a mi papá... Unimos las tierras de los padres de mi esposa, que solo a ella la tenían, y la hacienda se hizo mucho más grande de lo que podría imaginarse; y yo la trabajé de sol a sol, sin descanso, hasta hacerla prosperar... Allí vivimos todos, cada quien, en su casa, por supuesto, aunque muy cerca unos de otros... Y estamos muy unidos”.
“Entonces, usted está seguro de la inocencia de su esposa”.
“Así es, doctor -dijo don Chilo-. Le repito, siempre fue buena... Me perdonó muchas cosas, y, en los últimos días, me dijo que deseaba que fuera feliz cuando ella se fuera... Le han dado solo un año de vida... Además, es católica devota y sé que no es capaz de hacerle daño a nadie”.
“¿Ella sabía de su relación con Marcela?” -preguntó el doctor Cherenfant.
“Lo supo, doctor... Aquí todo se sabe... Al principio le molestó, pero después cayó enferma y yo no me separé de su lado ni un instante, hasta que la operaron en Estados Unidos y empezó a mejorar... Entonces, volví al trabajo... Marcela me esperó... Era una buena muchacha, pobre, con grandes problemas familiares, y yo le ayudé para que estuviera mejor, especialmente para que cuidara mejor de su hijo con parálisis cerebral... Usted sabe lo que es eso... Y ella sufría”.
Hizo otra pausa don Chilo y dijo:
“Usted me la dejó como modelo, doctor”.
Y trató de sonreír.
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EMEC CHERENFANT
El doctor Emec guardó silencio por largo rato. Se heló su té en la mesa y luego, después de soltar un suspiro, dijo:
“Marcela era una paciente ejemplar, buena muchacha y sencilla. Padecía de lupus y fibromialgia; trabajaba duro para sostener a su familia y deseaba sentirse atractiva para el hombre que quería; y don Chilo la quería mucho. Le compraba los medicamentos, porque las personas que padecen lupus y fibromialgia toman muchas medicinas cada día, y la cuidaba. Y, precisamente, mañana sábado 10 de mayo es cuando se celebra el Día del Lupus en el mundo; y el martes 12 el Día de la Fibromialgia, dos enfermedades que poca gente conoce y que muchas mujeres sufren; aunque también hay hombres con estos males. Dos enfermedades que deberían ser atendidas con mayor dedicación por parte del Estado, ya que su tratamiento es caro, y las manifestaciones de estas enfermedades son dolorosas, con mucha fatiga, desesperación, sudoración, angustia, debilidad, sueño incontrolable, horribles dolores de huesos, articulaciones y de cabeza, caída del pelo, manchas rosáceas en la cara, en forma de mariposa, problemas renales, de hígado, de corazón, de tiroides, en los ojos... ¡En fin! Y Marcela, como miles más en Honduras, y en el mundo, sufría de estos síntomas... Gracias a Dios, don Chilo le ayudaba con las medicinas y con las consultas médicas. Nunca supo que existía Unilufih, la asociación Unidas por el Lupus y la Fibromialgia en Honduras, que le hubiera ayudado mucho, aunque las mujeres de esta asociación trabajan con las uñas para apoyarse unas a otras... Y ya que hablamos del lupus y de la fibromialgia, tengo aquí el expediente de un caso cruel, que la Policía resolvió en una semana... Un hombre despiadado que obligaba a su esposa a tener relaciones íntimas aun en medio de las horribles crisis que le provocaban la fibromialgia y el lupus... La violaba, mejor dicho, y la mujer gritaba de dolor... Hasta que la mujer murió... Asesinada por este hombre verdaderamente malvado... Pero, no nos adelantemos... Este caso lo vamos a contar la semana siguiente... Así que, volvamos a la desdichada Marcela, mi paciente”.
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POLICÍAS
Eran las once de la noche. La gente comía y bebía, jugaba cartas, contaba chistes y se lamentaba acerca de la muerte de Marcela. Adentro, frente al ataúd, en el que estaba el cuerpo de la mujer vestido de blanco y un rosario en el pecho, las rezadoras elevaban sus plegarias al cielo, mientras los hijos de Marcela dormitaban en unos sillones, y el niño con parálisis cerebral se agitaba en su silla de ruedas. La madre y el tío de Marcela se consolaban mutuamente sentados en sillas de madera, a la cabecera del ataúd, el que habían rodeado de flores. Había una gran tristeza en aquel lugar, pero un barullo fue creciendo de pronto, cuando dos patrullas de la Policía se detuvieron en la calle. De la primera bajó un oficial.
“Don Chilo -le dijo, cuando se hubo acercado a él-, capturamos a los asesinos de su mujer... Los tenemos en la patrulla”.
“¿Los capturaron?”.
“Sí... Se accidentaron cuando escapaban hacia San Andrés... Chocaron con una vaca, y los llevaron a una clínica de Cucuyagua... Pero, uno de ellos llevaba una pistola de 9 milímetros en la cintura y no la soltaba, a pesar de que estaba muy golpeado. El otro, estaba armado con un revólver del calibre 38, y tenía fracturas expuestas en una pierna... De la clínica llamaron a la Policía, y al revisarles los teléfonos encontramos mensajes y la captura de un depósito de dinero en un banco... Uno de los mensajes que envió uno de ellos dice: “La man está muerta. La pelamos. Haga el depósito”. Y, unos dos minutos después, llegó la confirmación del depósito. Cien mil lempiras a nombre del dueño del celular y de la 38, que era el que dirigía el asesinato de Marcela”.
“Pero, ¿están seguros que son ellos?” -preguntó don Chilo.
“El que está menos golpeado nos ofreció ciento cincuenta mil lempiras para que los dejáramos salir de la clínica... Yo le dije que se los aceptaba, pero con una condición: que me dijeran ¿por qué habían matado a Marcela? Por supuesto, yo no estaba seguro de que fueran ellos los asesinos, pero teníamos las señas de la moto, y le puse aquella condición”.
“Si le digo, nos deja ir... ¿verdad?” -me preguntó el muchacho; porque es un muchacho de unos veintidós años; el otro es de unos treinta y es el que andaba la pistola de 9 mm, o sea, el que le disparó a Marcela”.
“¿Confesó?”.
“Dijo que un traficante de la zona de El Florido les pagó doscientos mil lempiras para que mataran a la muchacha... Cien mil primero, y cien mil cuando estuviera hecho el trabajo, el que tenían que confirmar mandando fotos”.
“¿Un traficante? -preguntó don Chilo-. Pero, ¿qué tenía que ver Marcela con un traficante de El Florido?”.
“El sospechoso dice que él mismo fue hasta la panadería de Marcela para que le alquilara una parte de la bodega, donde guardaba el pan... Le dijeron que le iban a pagar bien, siempre y cuando no hiciera preguntas y Marcela no quiso... Les dijo que ella no iba a guardar droga en su negocio, y que, si volvían, le iba a decir a la Policía... ¿Sabía usted algo de esto, don Chilo?”.
“No -dijo el hombre-, no sabía nada... Ella no me comentó... Además, creo que fue porque me vio muy preocupado por mi esposa y no quería darme más problemas”.
“Tal vez”.
El doctor Cherenfant intervino.
“¿Ustedes creen que por eso le vino la muerte?” -preguntó.
“Mire, doctor -dijo el policía-, aquí hay gente buena, pero hay gente mala también y con los narcos uno debe andarse con cuidado”.
Don Chilo lo interrumpió:
“Este pueblo está aislado de muchas partes y es un buen lugar para guardar esas cochinadas... Ahora, lo que me gustaría saber es quién fue el que dio la orden de matar a Marcela”.
“Le dicen don Gutiérrez, o simplemente, Don G... Es del otro lado de la frontera... La Policía de Guatemala lo busca, y los gringos lo piden en extradición, pero tiene mucho poder y tiene gente que lo protege entre los indígenas... Vive más en Honduras que en su propio país”.
“¿Y ustedes saben quién es?”.
“Lo estamos investigando desde hace unos tres años, don Chilo, pero gente de Estados Unidos nos dijo que solo les ayudáramos como apoyo, que ellos se encargarían de localizarlo para llevárselo desde Honduras... Y parece que le han andado cerca, pero él es como un bagre”.
“Entonces mandó a matar a Marcela porque no le alquiló la parte de la bodega”.
“Por eso y tal vez por otras cosas, don Chilo”.
“¿Cosas cómo qué?”.
“No sabemos, en el interrogatorio de los sospechosos vamos a saber”.
NOTA FINAL
Los sospechosos fueron llevados a la cárcel. Uno tenía golpes severos en la cabeza y murió en un hospital de Tegucigalpa. Dicen que Don G fue acribillado en un camino montañoso dentro de Guatemala.
Lo mataron, a pesar de sus guardaespaldas y de su camioneta blindada. Todo esto ocurrió dos días después del entierro de Marcela. En la cárcel espera juicio el segundo asesino... Pero, tal vez no llegue nunca a los tribunales... es lo que dicen sus compañeros, que ni siquiera se le acercan... Dicen que la esposa de don Chilo lloró con él, mientras lo consolaba en su regazo, en su cama de enferma.