Selección de Grandes Crímenes: La muerte del Carpintero

Esta ha sido la muerte más cruel en la historia de la Humanidad

  • 20 de abril de 2025 a las 00:00
Selección de Grandes Crímenes: La muerte del Carpintero

Tomado del libro del mismo nombre, escrito por Emec Cherenfant. Con su autorización.

GETSEMANÍ. El hombre avanzó arrastrando los pies por el huerto de Getsemaní. Estaba angustiado. Atrás quedaron los hombres que lo acompañaban, sentados en la hierba.

—Quedaos aquí y velad conmigo —les dijo.

Hasta él llegaba el suave rumor del torrente de Cedrón, mezclado con el viento fresco que venía de lejos, de más allá del río Jordán. Era la noche del 13 de Nisán del calendario judío. En el pretorium de la Fortaleza Antonia, iluminado con altos braseros, Poncio Pilato levantó la cabeza, miró a través de una ventana, y, dirigiéndose al centurión que lo acompañaba, le preguntó:

—¿A qué se debe ese ruido, Longinos? ¿Es que los judíos se levantan contra Roma?

—No, señor —respondió Longinos—, es la turba que marcha afuera de la ciudad.

—¿Turba? —preguntó Pilato—. ¿Qué turba es esa? Y, ¿por qué marchan afuera de Jerusalén?

—El Sanedrín está agitando a la gente contra ese profeta al que llaman el Cristo...

Pilato miró al centurión, y, le preguntó:

—¿Los sacerdotes están en guerra contra un hombre solo?

—Así es, señor...

—Y, ¿por qué no me informaron sobre la sesión del Sanedrín?

—No hay mucho que informar, señor —respondió Longinos—. Se trata de un judío loco que se hace llamar Hijo de Dios, y de los sacerdotes celosos, que quieren su muerte...

—¿Su muerte? ¿Los sacerdotes quieren matar a ese hombre?

—Ha violado la Ley de los judíos y está soliviantando al pueblo...

Pilato hizo un gesto.

—Bueno —exclamó—; nada que le importe a Roma... Un loco más, un loco menos... Y ¿los sacerdotes lanzan a la gente contra él?

—Sí, señor; uno de sus propios discípulos lo ha vendido al Sanedrín...

Pilato levantó la cabeza.

—¿Lo ha vendido?

—Sí, señor. Mis espías dicen que por treinta monedas de plata.

—Bueno —exclamó Pilato—, al gran Julio César lo traicionó su propio hijo Bruto... Deja a los judíos que resuelvan sus asuntos, y dobla la guardia esta noche. No quiero sorpresas.

—Así se hará, señor.

—Y no permitas que ningún soldado romano se mezcle en los asuntos religiosos de los judíos.

LA SÚPLICA. Pilato quedó solo. Una mujer se acercó a él.

—¿Qué tienes, mujer —le preguntó—, que estás tan agitada?

—Van a capturarlo —respondió ella, llorando.

—¿A quién van a capturar?

—Al Cristo, esposo mío; al profeta al que llaman el Cristo.

Pilato la miró.

—Y, ¿qué tiene eso que ver contigo? —le preguntó.

—Evita que lo maten...

—¿Yo? Nada tengo que ver en los asuntos religiosos de los judíos... Se dice que él ha violado sus leyes ...

—¡No es verdad! —lo interrumpió ella—. ¡Jesús es inocente!

Pilato arrugó el ceño.

—Y, ¿qué tienes tú que ver con ese judío? —preguntó.

—¡Nada! —exclamó ella—, pero sé que es inocente... Lo he visto predicar, lo vi sanar enfermos y dar de comer a miles con solo unas piezas de pan; y sé que es un hombre justo...

—¡Claudia Prócula! —dijo Poncio Pilato—. ¿Eres seguidora de ese hombre? ¿Te ha corrompido la mente ese impostor judío?

—¿Tú también lo juzgas, Poncio? —replicó ella.

—No lo he visto nunca, mujer, y lo que hagan con él los sacerdotes no es asunto de Roma.

Ella le dijo:

—Mi alma me dice que un hombre que hace el bien y que predica el amor y la paz entre los seres humanos, no puede ser culpable...

—¡Basta, mujer! —dijo Pilato—. Roma no debe inmiscuirse en los asuntos religiosos de los judíos...

—¡Lo matarán!

—Si ese hombre ha violado la Ley de los judíos, nada puedo hacer por él; no tengo el poder para cambiar las leyes ni las tradiciones de este pueblo. Además, los sacerdotes no pueden condenar a nadie a muerte.

—Lo traerán a ti.

—No es asunto mío.

—Al menos intercede ante Caifás y ante el rey Herodes para que Jesús tenga un juicio justo.

—Son las leyes de los judíos... Y ya no te acongojes, mujer...

—No puedo evitarlo —lo interrumpió ella—; si tú lo hubieras visto como lo vi yo sanar a los enfermos, devolver la vista a los ciegos, limpiar a los leprosos y levantar de su cama a los paralíticos, sabrías que es un hombre bueno...

LA TURBA. En las estrechas calles de Jerusalén dominaba de nuevo el bullicio; la curiosidad hizo que se encendieran luces en las casas.

—¿Qué pasa en Jerusalén? —preguntó alguien.

—Los sacerdotes ordenaron capturar a ese hombre que se hace llamar el Cristo —le contestaron.

—¿Y por ese hombre se hace tanto alboroto?

—Los sacerdotes pagan —respondió el otro—, entonces, hay que hacer alboroto.

DOLOR. En el huerto, de rodillas, Jesús el Nazareno oraba, con acento doloroso.

—Padre —decía—, si quieres, pasa de mí esta copa...

Su voz se quebró, como si un sufrimiento irresistible lo atormentara.

—Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya.

Suspiró.

—Ya vienen —musitó—, y la última hora se acerca... El Hijo del Hombre debe ser entregado a sus enemigos...

A lo lejos, el bullicio aumentaba; la luz de las antorchas lanzaba al aire reflejos amarillentos, e iluminaba los rostros airados que veían hacia el huerto de Getsemaní. En ese momento, un resplandor iluminó el cielo. El hombre que iba al frente de la turba se detuvo. Uno de los sacerdotes que lo acompañaban, le dijo:

—Judas, ¿por qué te detienes?

—Vi una luz bajar sobre el Monte —respondió Judas.

—¿Y qué con eso? —replicó el sacerdote, enseñando amenazadoramente los pocos dientes que le quedaban—. También nosotros la vimos.

Judas tembló.

—¿Qué temes? —le preguntó Malco, servidor del Sumo Sacerdote—. ¿Un simple destello te acobarda?

—Esa luz vino del cielo —murmuró Judas, con terror.

—¿Y qué? —repitió el sacerdote—. ¿Es que ahora tienes miedo, perro traidor? Tomaste nuestro dinero, y una luz insignificante te detiene...

—No es eso... Esa luz... —repitió Judas.

—¿Y qué? —exclamó Malco, desenvainando su espada—. Cumple tu misión, o haré que la turba te despedace.

—Entréganos al nazareno —agregó el sacerdote—. ¡Ese es el trato!

Judas veía hacia Getsemaní.

—Es un ángel —murmuró—. El que vino en esa luz es un ángel...

Todos rieron.

—¿Deliras, perro traidor? —exclamó el sacerdote—. ¿Quieres robarte el dinero del Templo?

—¿Qué pasa, Judas? —intervino Malco—. ¿Te arrepientes de entregarnos al nazareno? Te advierto que podrás hacerle traición a ese impostor que se hace llamar el Hijo de Dios; pero no al Sumo Sacerdote. Si nos traicionas, tengo órdenes de Caifás y de Anás de azotarte hasta que mueras.

—Es un ángel —repetía Judas—. Un ángel que bajó del cielo.

De rodillas, el nazareno oraba.

—Padre, la copa que he de beber...

Fue en ese momento que la luz iluminó el cielo. Judas no se equivocó. Jesús no estaba solo.

—No temas —le decía un hombre que se veía envuelto en un blanco resplandor—, el Señor está contigo, y me ha enviado para fortalecerte.

—La hora está cerca —dijo Jesús—. El Hijo del Hombre será sacrificado.

—Es necesario que todo suceda.

—El que ha comido de mi mano se apresura para derramar mi sangre —musitó Jesús.

—¡Bueno le fuera a ese hombre no haber nacido! —respondió el ángel, con ira.

El viento llevó hasta el huerto el bullicio de la turba. Cerca de un olivo viejo, de tronco ancho y deforme, se deslizó una serpiente, y, entre las sombras, brillaron dos ojos fríos, ojos crueles que hubieran helado de terror a cualquiera; y una risa siniestra se mezcló al aullido del viento.

—¡Vade retro, Satana me! —gritó el ángel, lanzando sobre la serpiente una mirada de fuego.

Esta, que se había enroscado en una rama nudosa, mostró la lengua bífida en inútil desafío, y, arrastrándose por el tronco, llegó al suelo y se perdió entre la hierba. De pronto, el olivo se secó, mientras un crujido seco se escuchaba más allá de sus raíces.

Un nuevo sollozo salió del pecho del hombre que sufría.

—Hágase la voluntad de mi Padre —dijo.

El ángel calló.

—Debo irme —dijo—; sólo vine a traerte un poco de consuelo.

—Mi alma está muy triste, hasta la muerte.

El ángel, exclamó:

—Es necesario que el Hijo del Hombre padezca...

El nazareno musitó:

—Ahora está turbada mi alma; y ¿qué diré?... ¿Padre, sálvame de esta hora?

El ángel le dijo:

—Para eso ha llegado esta hora.

El ángel lo abrazó.

—Abba, Padre —exclamó Jesús—, hágase tu voluntad y glorifica tu nombre.

Su sudor manchó de sangre la blanca túnica del ángel...

—¡Jesús Nazareno! —exclamó éste—. ¡Con cuánto gusto ocuparía yo mismo tu lugar!

Jesús ya no lo escuchaba; oraba:

—Abba, Padre —decía—, todo es posible para ti...

Suspiró Jesús nazareno, y su suspiro llegó al cielo. Entonces, escuchó una voz, llena de dolor, que decía a sus espaldas:

—¡Ah, mi hijo amado!

Él apenas se movió. Su sudor aumentó, sudor de sangre, y esta inundó su rostro, cayendo en gruesas gotas sobre la piedra donde había apoyado los brazos.

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CRUELDAD. El sudor era como grandes gotas de sangre. Se trataba de Hematohidrosis, un fenómeno poco común, que se ha repetido muchas veces en la Historia... Lo vivido por Jesús momentos antes de su arresto, es una mezcla de tristeza, miedo, cansancio y flaqueza, lo que se interpreta como una pena moral, o una tensión emocional intensa, la que llegó a su mayor grado en el momento en que se encontró solo, sabiendo lo que le esperaba. Era víctima de una agonía sobrehumana. Su sufrimiento era mayor que antes. Fue su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra. El intenso estrés provocó en su organismo una descarga del sistema nervioso vegetativo simpático, lo que sucedió como un natural mecanismo de defensa; una alarma biológica que se disparó ante la tensión causada por el peligro latente, y el miedo insoportable.

LA TORTURA. Amarraron a Jesús al cepo, y su espalda desnuda quedó expuesta al quemante sol del mediodía. Casio, el verdugo, mojó las tiras de cuero del látigo, palpó las bolas de plomo de cada tira, y los afilados huesos de cordero, y fijó los ojos en la espalda desnuda del nazareno.

—Dadme la sal —dijo.

—Casio, serán cuarenta azotes menos uno —le dijeron.

—Suficientes para saludar al Rey de los judíos —dijo Casio, que dio el primer latigazo; luego el segundo, y contaba. La espalda de Jesús se desgarraba, y sus lágrimas eran abundantes. La desesperación se notaba en sus ojos. La sangre, corriendo por su espalda, por sus brazos y sus piernas, formó un charco oscuro a sus pies.

—¡Veinte! —dijo Casio.

El silbido de las tiras de cuero se escuchó claramente entre el bullicio de la turba, que reía y se burlaba.

—¡Veintiuno!

Jesús apretó las manos, mientras un nuevo alarido desgarraba su garganta.

LA CRUZ. Obligaron al nazareno a cargar la cruz, y a avanzar hacia el Gólgota. Cayó al suelo varias veces, y su debilidad hizo que tardara en levantarse. Los soldados lo golpearon con fuerza. Cuando se puso de rodillas, un soldado levantó la cruz y la dejó caer sobre sus hombros. El nazareno dejó escapar un alarido de dolor, y con un nuevo esfuerzo, se puso de pie. Muchos creyeron que moriría antes de llegar al Gólgota; era tanta su debilidad.

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No hubo sitio en su cuerpo que no sufriera algún tipo de herida, golpe o desgarramiento, contusiones, equimosis, escoriaciones y llagas. Pero, también, recibió fuertes golpes en la espalda y en el tórax, lo que provocó lesiones en su corazón y sus pulmones. Una lesión pleural, ya que los ganchos del azote produjeron un horrible desgarramiento en la espalda. Hay registro de condenados en los que los azotes expusieron las vértebras, el corazón, los pulmones y el hígado. Y el Cristo sufrió disnea, ya que respiraba con dificultad. Tenía graves problemas de asfixia, la hipotensión arterial, iniciada en Getsemaní, y acelerada por la falta de alimento, la deshidratación y la pérdida de líquidos corporales y sangre, lo dejaron sin fuerzas, y en su camino al Gólgota, esto se hizo notorio, pues, cayó varias veces y necesitó que alguien le ayudara a cargar la cruz. Ya en ese momento, Jesús padecía taquicardia, su corazón latía más rápido, tratando de bombear sangre, la que desaparecía rápidamente de las venas. En este punto, el corazón de Jesús estaba obligado a aumentar su actividad, llevando sangre solo a los órganos más importantes del cuerpo en un afán desesperado por conservar la vida. Pero la sangre del nazareno no llegaba a las zonas superficiales del cuerpo, se enfrió su estructura epitelial, ya que la temperatura descendió para disminuir la demanda de oxígeno que conduce el caudal sanguíneo, y la respiración se volvía más rápida, en su afán de aportar más cantidad de oxígeno a las células. Los riñones dejaron de producir líquidos para no disminuir el nivel de sangre que necesita el corazón para trabajar normalmente; y solo era cuestión de tiempo para que el choque hipovolémico le diera el tiro de gracia... La muerte estaba cerca, y el sufrimiento que lo esperaba era mayor que el que había experimentado hasta ese momento: Sufrimiento de cruz. El más cruel de todos.

CRUCIFICADO. El nazareno sufría. Se apoyaba en sus pies clavados, y a cada uno de sus movimientos, un grito de dolor salía de su pecho; respiraba con dificultad. Su cara, hinchada y manchada de sangre, era una máscara grotesca; su nariz, deformada, era una masa gelatinosa y sanguinolenta, y, aunque abría los ojos, sus párpados se cerraban a causa del dolor y la inflamación. Como cirujano maxilofacial, concluyo que, por los golpes recibidos en la cara, Jesús presentó una fractura disyunción maxilomalar derecha, que hoy en día se hubiera podido documentar con una Tomografía Axial Computarizada. El sufrimiento del nazareno es impresionante. Nada visto antes ni después.

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