La mayoría de las casas que visité no eran precisamente un palacio. Muchas eran completamente comunes y sombríamente utilitarias, incluida una casa beige de concreto en Juárez, conocida como la Casa de la Muerte por la docena de cadáveres que se encontró ahí en 2004.
Aun en el extremo más lujoso del espectro, la mayoría se puede describir mejor como de clase media alta. Metidas en barrios bonitos, por lo general, tenían de tres a cinco recámaras en alrededor de 280 metros cuadrados, sin encanto exterior ni adornos. Lo que más delataba a sus ocupantes: pocas ventanas a la calle y los mejores sistemas de seguridad que puede comprar el dinero.
Mezclar y combinar
Imaginen entrar en una mueblería donde les dicen que tienen 60 segundos para escoger el mobiliario para 15 habitaciones. La mayoría de nosotros se paralizaría. Sin embargo, las casas de algunos capos indican que tomaron decisiones apresuradas.
Algo parecido a: “Deme uno de cada cosa”. En la casa más lujosa que vi en la Ciudad de México, otrora ocupada por un importador de fármacos, acusado de conspirar con el cartel de Sinaloa, había mesas barrocas mezcladas con sillones minimalistas de piel, tapetes orientales y una reproducción del “Guernica” de Picasso.
En una casa más modesta, junto a un campo de golf, cuyos muebles se habían subastado, solo quedaba una mesa sobre la que había una colección variada de partes de artefactos y baterías de cocina con diseños dispares, todo vigilado por un ángel alto de cerámica.
Valenzuela aportó elementos para comprender estos interiores caóticos. Uno de los grandes mitos del mundo de las drogas, me dijo, es que la riqueza llega fácilmente.
“No es fácil, tienes que arriesgar la vida”, expresó. “Es rápido”. Y parece que así fue como estos narcotraficantes gastaron el dinero: en forma desenfrenada, como si tuvieran un arrebato por comprar y una fecha límite impuesta por una profesión peligrosa.
La oficina doméstica
Muchos narcotraficantes, en todo el mundo, trabajan desde su casa, de tal forma que esta tiende a ser el despliegue de una mezcla de negocios y vida cotidiana.
Esto es especialmente cierto en la casa a desniveles de José Jorge Balderas Garza, alias “el J.J.”, un lugarteniente confeso de Edgar Valdez Villarreal, apodado La Barbie, una exestrella del fútbol americano en Texas, quien se convirtió en jefe en Acapulco.
La casa, en las colinas norteñas y caras de la ciudad de México, tiene recámaras en el piso superior, cerca de la puerta principal. Abajo hay una cocina y un comedor que transformaron en un extenso salón de pesas con espejos, que da a una sala dominada por un enorme escritorio de madera en un rincón.
“Mire esto”, dijo al entrar mi guía de la visita gubernamental. Había pasado como un año desde que la Policía aprehendió a Balderas, y el escritorio todavía estaba cubierto con evidencia del trabajo del “J.J.”: bolsitas de plástico y ligas, estuches vacíos para pistolas Glock.