San Salvador, El Salvador.- Rafael Varela es un artista que por largo tiempo ha bregado dentro de los parámetros de la tradición figurativa.
El arte figurativo, en sus diferentes expresiones (pintura, escultura, dibujo y grabado), ha configurado, en términos generales, el mapa visual de la producción plástica salvadoreña. Sin embargo, aun reconociendo el peso de esa tradición, el maestro Varela ha optado por explorar, de manera muy consciente, las propiedades formales que le brinda la dimensión absoluta del color.
Ha incursionado en el mundo del arte abstracto tal como lo han hecho grandes maestros del arte figurativo universal; no olvidemos que Kandinsky, Mondrian y Malévich, tuvieron una etapa figurativa bien reconocida en la historia del arte antes de ser distinguidos como precursores indiscutidos del arte abstracto mundial.
Con esta propuesta de carácter abstracto, el artista se distancia de las aventuras anecdóticas y narrativas que nos ha legado gran parte de la pintura figurativa, también conocida como género de la representación.
En una entrevista al pintor Venezolano Carlos Cruz Diez, este planteó que “el color es la luz y no la certeza que durante milenios hemos asimilado que era”; examinando con detenimiento esta expresión, vemos cómo Varela busca distanciarse de las certezas representativas o de la función ilustrativa o utilitaria que comúnmente y durante siglos, la pintura le ha asignado al color con el fin de producir objetos visuales sobre el lienzo.
En el caso de Rafael Varela, está claro que se trata de un artista cuya práctica figurativa hace tiempos dio indicios de estar evolucionando hacia lo abstracto, ¿Cuáles eran esos indicios o evidencias?, por un lado, ya se observaba en su pintura figurativa un manejo de planos continuos de color, eran placas de luz totalmente minimalistas, sin ninguna gestualidad matérica; si había alguna gestualidad era aquella derivada de la emocionalidad producida por la luz.
Cuando digo que ciertas áreas de la pintura figurativa de Varela no presentaban gestualidad matérica, solo estoy acentuando una característica general de su pintura: es totalmente fluida, delgada, es como si fuera la epidermis del lienzo, esto lo aleja del informalismo europeo y del expresionismo abstracto norteamericano.
Por otro lado, ya existían dentro del lienzo estructuras de color que, al abstraer los elementos figurativos, tenían la suficiente autonomía para discursar desde la narrativa visual de las formas creadas por la propia dinámica de la luz.
También debo señalar que mucha de su obra figurativa introduce elementos geometrizantes en la arquitectura espacial que aglutina todo el conjunto.
Este ejercicio de corte geométrico ya expresa una necesidad de compactar o concentrar la imagen que intelectualmente se relaciona con las operaciones de síntesis que exige el arte abstracto.
Esta geometrización de Varela, como ya lo indiqué, no solo compacta la estructura de la imagen, también la ordena; precisamente, orden, síntesis y una sólida estructura visual es lo que caracteriza a la pintura abstracta que hoy nos presenta el artista bajo el título: “Del color a la memoria de la luz”.
Por estos antecedentes que ponen en juego el uso de elementos geométricos en su obra figurativa, creí que Varela derivaría su trabajo hacia la abstracción geométrica, cosa que no me hubiera extrañado si tomamos en cuenta que este tipo de abstracción tiene un largo recorrido y genuinos precursores en la práctica artística centroamericana; recordemos la obra del guatemalteco Carlos Mérida o el trabajo del costarricense Manuel de la Cruz Gonzáles, solo para mencionar dos figuras importantes de este género.
Lo curioso es que Varela se decantó por suaves estructuras de luz, por campos de color delimitados por otros espacios con tonalidades distintas y que lejos de ofrecer contrastes violentos, ofrecen una serena atmósfera de tonos.
En esta propuesta de Rafael Varela, los colores, sin aspavientos ni agitación alguna, construyen sus propios valores de significación, más bien edifican un diálogo interminable, una armonía de acordes: hay en estas pinturas partituras de luz que proyectan una metáfora musical en el espacio.
Cuando hablé con el artista sobre este proyecto me dijo: “no quiero referenciar nada que no sea el color, si algo quiero decir será lo que diga el color, lo que quiero trasmitir es la emoción que produce la luz”; más tarde, en un café fue totalmente contundente y me dijo: “quiero que el color tome la palabra”.
Me impresionó su apuesta, no solo por su claridad, sino también, por la convicción de su empeño y por la capacidad manifiesta de contextualizar su obra dentro de la historiografía del arte abstracto.
Cuando Mark Rothko pintó Magenta, negro, verde sobre naranja, al comentar el efecto de sus cuadros, dijo una vez: "sólo me interesa expresar emociones humanas básicas -tragedias. Éxtasis, fatalidad, etc. – y el hecho de que mucha gente rompa a llorar al contemplar mis cuadros demuestra que transmito esas emociones humanas básicas".
Varela, al igual que Rothko, no es indiferente a las emociones humanas, no todo arte abstracto es sinónimo de indiferencia emocional o de evasión social, lo que sucede es que estos artistas solo están dispuestos a que esa emocionalidad se verifique en los pliegues de la luz, en el lenguaje del color y no en los desbordes de narraciones a veces lastimeras; es en ese sentido, que es absolutamente comprensible la expresión de Rafael Varela: “quiero que el color tome la palabra”.
Con esta expresión, el artista no se niega a hablar de lo humano, pero solo tiene licencia para hablar desde la memoria de la luz.
Barnett Newman, el gran artista abstracto norteamericano, en una declaración que se encuentra en la Fundación PROA, dijo: “Estamos creando imágenes cuya realidad es evidente por sí misma y que están desprovistas de los accesorios y muletas que evocan asociaciones con imágenes anticuadas, tanto sublimes como bellas... la imagen que producimos es la evidente de la revelación, real y concreta, que puede ser comprendida por cualquiera que la mire sin las gafas nostálgicas de la historia”.
Esta cita de Newman, al mismo tiempo que encierra parte del gran ideario del arte abstracto de su época, no deja de ser provocadora, sobre todo, porque se ha creído que el color y el dibujo solo sirven para contar las anécdotas de aquellas formas útiles que sirven a la representación de algo.
Por siglos hemos sido condicionados a ver en la luz de la pintura únicamente la transparencia de lo que ya existe, pero hace falta reconocer que la pintura puede ofrecernos una mirada desde el compromiso de su propio lenguaje, es decir, una pintura que nos despoje de las “gafas nostálgicas de la historia”, como sentenciaba Newman.
Rafael Varela nos enseña que es necesario adentrarnos en la mirada concreta que, sobre todo lo humano, nos ofrece la estricta dinámica del color.
Azules, verdes, rojos, naranjas, amarillos, sienas, grises, todos ellos en constante transmutación de tonos, anuncian un abanico de sensaciones y emociones, hay en esta pintura silencios, pausas, estados de reflexión, sensualidad, calma, calor, tibieza, melancolía, ensueño, perplejidad y otras formas de expresión psíquica nacidas de esta sensorialidad pictórica, pero no percibo angustia, ni drama, no hay frialdad; pareciera que ante tanto dolor que ha vivido históricamente El Salvador, esta pintura se resiste a la nostalgia del duelo; es probable, que estas obras, al revelarse contra los estigmas del sufrimiento, también los esté exteriorizando como antítesis de lo que están mostrando.
El dolor no solo existe cuando lo nombro o represento de manera simbólica, también existe cuando el madero se revela en la poesía de la luz, cuando la lágrima no ara el rostro humano que fácilmente reconocemos, sino cuando esa lágrima surca el rostro de la pintura, cuando se filtra por la herida de la luz.
Digo todo esto, porque en un país que edificó su drama social en los límites de la figuración, aún existe la percepción equivocada de que el arte abstracto, como el que hace Rafael Varela, es pura evasión, sin darse cuenta que el arte abstracto puede, en determinado momento, ser más realista que el propio realismo pictórico de corte figurativo.
Por paradójico que parezca, la pintura abstracta de Varela es doblemente realista: por un lado, está hecha por líneas, empastes, texturas, veladuras, tonos de luz y formas modeladas por el color, esta es la realidad absoluta, total de la pintura; por otro lado, es real porque su luz tiene la sensibilidad de conectarnos con la vida, con la esfera de las emociones.
En la vibración de la luz que emana de estas obras, se proyecta el mundo de las emociones básicas de las que hablaba Rothko, básicas porque el color solo designa el mundo de complejidades emocionales que emanan de su fuente, es decir, del color mismo.
Esta pintura no inventa ni representa las complejidades que condicionan nuestra existencia; lo vivido está allí, pero solo como metáfora de la luz.
La pintura es traducción de lo real para llevarlo a otro plano de realidad, aquella que está más allá de lo común y lo reconocible; el arte no reproduce mecánicamente nuestro mundo emocional, una pintura no es un manual de psiquiatría.
El pintor Otto Piene llamó a este tipo de pintura “materia sensibilizada”, porque habla desde la constitución de su materialidad, de su forma, su realidad es la pintura misma, pero no es ajena a un decir que pueda venir del exterior, Varela no olvida que el arte es una construcción social, el mismo artista ha confesado lo siguiente: “particularmente, como artista, nunca he estado ceñido a compromisos políticos, aunque mi obra, a través de mi trayectoria, sí ha estado impregnada de mucha sensibilidad social”.
Con la propuesta actual, está claro que el artista ha querido que su mundo de sensibilidades esté condicionado por sus empastes de luz, por sus diagramas de color y que todo ello configure su gramática visual.
En cierto sentido, la obra de Varela, por lo menos en sus intenciones materiales y lumínicas, tiene correspondencia con el trabajo del panameño Nessim Bassan.
Cuando escribí para este artista dije algo que también reivindico para la pintura de Rafael Varela, cito: “el conjunto de las obras seleccionadas para esta muestra no ofrece una referencialidad fácil, lo que sí existe es una realidad problematizada por el lenguaje de la pintura. Podría objetarse que esta pintura se aparta de la vertiente de la crítica social y, sobre todo, de la condena política tan instalada en la región; frente a esto puedo decir que cuando el trabajo de un artista disloca los códigos establecidos por la tradición y propone estrategias de visibilidad más complejas, ya está cuestionando, por otras vías, a los circuitos culturales que nos invitan a ver la realidad desde relaciones comunes y corrientes, desde percepciones planas que no provocan tensiones ni búsquedas conceptuales más abiertas y profundas: pintura para ver, también para pensar”.
Procesando la cita anterior, podemos valorar que la propuesta de Varela, como toda la tradición de la pintura abstracta, nos muestra que la pintura no se piensa únicamente a partir de los códigos sociales y políticos, también se piensa desde la realidad originada al interior de la propia pintura.
De la misma manera, la pintura de Varela como la de Bassan, no transita por los códigos de una referencialidad fácil, está allí para ser percibida por los sentidos y el intelecto, pero no para ser leída como un compendio didáctico de psicología o sociología.
El que quiera adentrarse en el mundo de estas obras, tiene una misión: disfrutarla a partir de lo que ve, pero si el receptor presenta inquietudes de tipo más cognoscitivo, entonces estará obligado a desdoblar esa pintura desde los signos de su propio lenguaje, solo así podrá intuir su universo significativo.
¿Puede esta realidad nacida en las entrañas de la propia pintura ser testimonio de los acontecimientos sociales y políticos de una sociedad? Afirmo que sí, prueba de ello es la obra de Robert Motherwell titulada "Elegía a España", que aborda el tema de la guerra civil española.
En esta obra, propia del expresionismo abstracto, el artista utiliza formas geométricas, óvalos negros y franjas verticales sobre fondos blancos, con todo ello construye una canción fúnebre que universalizó la gesta de los republicanos españoles en aquel momento histórico; es sorprendente la relación entre la pintura abstracta y la música, pues bien, en el plano temático la obra de Varela y la de Motherwell no se conectan, pero si se acercan en la función que ambos le otorgan al lenguaje visual abstracto para acercarse a la vida.
Si el norteamericano Robert Motherwell elabora con su elegía una canción fúnebre, el salvadoreño Rafael Varela, apunta su pincel hacia otra partitura, esta vez, para ofrecer desde sus lienzos un canto a la primavera de la luz; en ese sentido, su música visual está más cerca de Antonio Vivaldi que de Fréderic Chopin, quien se consagró con La marcha fúnebre.
La propuesta de Varela es espiga de luz creciendo entre sus manos; tránsito donde el mundo se agita en la memoria del color; aliento cromático que al tocar el lienzo sueña en el canto de la vida; vibración de tonos en la sinfonía del alma; suave empaste, apacible como la piel de un lago dormido; formas que abandonaron lo predecible para ir hacia los secretos de la luz; líneas que dejaron de ser los límites o fronteras de la imagen para ser senderos donde convergen en dialogo primoroso la luz y la memoria; digo memoria porque toda la luz que emana de su pintura, nos lleva con sus alas de vidrio a la transparencia de todo lo vivido.