Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: La espera más larga (segunda parte)

Bien dicen que nadie se va de este mundo sin pagar las que debe
28.08.2022

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.

RESUMEN. A don Marcos lo mataron. Eso dijo el fiscal. Le dieron veneno; sin embargo, no pudieron identificarlo en el laboratorio. Pero tenían que descubrir la verdad.

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DPI

¿Qué había pasado con don Marcos? ¿Era cierto que lo habían envenenado? Y, si fue así, ¿por qué no encontraron el veneno en el laboratorio? Los médicos que lo atendieron no hallaron ninguna causa para aquella diarrea incontrolable, con sangre, incluso, y que fue la que lo mató.

“Vamos a ir a su casa -dijo el fiscal-; tal vez encontremos algo para aclarar el caso”.

“¿Qué vamos a buscar?” -le preguntó el detective de la DPI.

“A ver... El que busca, encuentra”.

“Está bien”.

“Estoy seguro de que a este señor lo envenenó alguien de su familia...”

“¿Por qué lo dice?”

“Es algo que usted ya sabe...”.

“Tengo algunas hipótesis”.

“¿Iguales a las mías?”

“No sé cuáles son las suyas”.

El fiscal sonrió, enseñando los dientes blancos.

“Este señor era discapacitado-agregó-; no podía valerse por sí mismo, estaba enfermo, sin una pierna y un riñón, y casi no veía. Pero la persona que lo envenenó tenía algo grave en su contra”.

“Estoy de acuerdo con usted”.El fiscal, que se considera heredero de Sherlock Holmes, de Patrick Jane y de Hércules Poirot, levantó la frente con algo de orgullo, como para que pusieran en ella una corona de laurel. A este fiscal, al que sus compañeros apodan “Coronavirus”, porque, según dicen, “a todo el mundo se le pega”, es uno de los empleados más voluntariosos del Ministerio Público.

“Aunque la gente de Libre me tiene entre ceja y ceja... -dice-; pero, mientras JOH siga mandando en la Fiscalía, no me preocupo. Y esto que JOH está en Nueva York”.

Sin embargo, y a pesar de lo que opinan de él, reconocen que es un excelente investigador criminal, con una intuición natural con la que acorrala a los sospechosos hasta enviarlos a la cárcel. Lo que sea, de cada quien, y el hecho de que sea “Marlon” de día, y “Marlen” de noche, no opaca sus méritos.

“Escriba la verdad, Carmilla -me dijo-. Soy lo que soy, y solo Dios puede juzgarme. Me gusta lo que hago, aunque, muchas veces, creo que me involucro demasiado en la investigación de mis casos; y, tal vez, es por eso que se dicen cosas feas de mí. Pero, está bien. Lo peor, en una profesión como la mía, sería pasar desapercibido... ¡Ah!, y desde ya le digo, Carmilla; cuando me retire del Ministerio Público voy a escribir un libro sobre casos criminales; algunos casos impactantes. ¡Y le voy a hacer la competencia en EL HERALDO!”

Sonrió al decir estas palabras, y se arregló una ceja con un dedo meñique.

“Me voy a retirar pronto -añadió-; y me voy a retirar, no porque sea ‘cachureco’, sino, más bien, porque soy ‘juanorlandista’. Tengo mucho que agradecerle al expresidente, y creo, que el agradecimiento debe ser la mejor de las virtudes de los seres humanos. Lo que cada quien haga por su cuenta es para su bien o para su mal. Y es asunto de cada quien. Al final del camino tenemos lo que merecemos. Y es por eso, Carmilla, que la gente de Libre me trae entre ceja y ceja, a pesar de que compañeras y compañeros del Colectivo LGBTI consiguieron la promesa de doña Xiomara de que no me iban a tocar... Pero como el que manda es Mel...”.

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LA CASA

El fiscal, vestido con elegancia y oloroso a Happy Clinic, llegó a la casa de don Marcos, y se abrió paso entre los dolientes, mostrando sumo respeto. Avanzó hasta donde estaba doña Marcela, y le dijo:

“Señora, lamento su pérdida, pero la justicia es la justicia... y tenemos que averiguar cómo fue que murió su esposo. Le pido que disculpe las molestias que podamos causarle”.

Doña Marcela lo miró sin mostrar expresión alguna. Aunque había lágrimas mojando sus mejillas, algo de dureza había en sus ojos.

“Señor -le dijo-, haga lo que tenga que hacer”.

El fiscal miró por un momento a la viuda, y, después, le dijo:

“Señora -y bajó la voz mientras hablaba, de modo que solo doña Marcela lo escuchara-, me gustaría hablar con usted a solas... si no le molesta”.

Doña Marcela no dijo nada por unos segundos; miró al fiscal, vio el rostro pálido de su esposo, y se arregló el vestido con sus manos arrugadas y temblorosas. Luego, se puso de pie.

“Venga conmigo” -le dijo al fiscal.

Éste hizo una seña al agente de la DPI, y éste los siguió hasta el comedor de la casa, un espacio amplio, alto y silencioso. “Siéntense -les dijo doña Marcela-; aquí podemos hablar sin que nadie nos oiga”.

Después de carraspear para aclarar la garganta y de arreglarse un mechón de pelo que le caía sobre una ceja, el fiscal miró a la señora, y, directamente, le preguntó:“¿Por qué envenenó a su esposo?”

Doña Marcela sostuvo la mirada, no mostró ninguna expresión, y solo un brillo extraño apareció en sus ojos. No dijo nada.

“Sé que tuvo motivos para matarlo; y motivos graves, porque lo mató despacio, para hacerlo sufrir lo más posible, ya que estaba usted segura de que su esposo, enfermo como estaba, no iba a resistir mucho tiempo... Pero, aun así, sufrió más de dos meses, hasta que la diarrea de sangre lo mató”.

Una sonrisa asomó en el rostro de doña Marcela.

“Sé que solamente usted pudo envenenarlo, porque solo usted lo cuidaba... Así que, dígame, ¿por qué lo mató”.

Nuevo silencio.

“Y, dígame -añadió el fiscal-, porque tiene esas cicatrices en las manos. Parece que son de heridas recientes, como llagas que tardaron en curarse...”La señora se puso de pie.

“Vengan -dijo, con voz grave-; voy a enseñarles algo”.

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EL SECRETO

Salieron de la casa por la cocina, cruzaron un patio amplio, sin cerca, y avanzaron por un largo camino de herradura, hasta el pie de una montaña llena de frondosa vegetación, al pie de la cual corría una quebrada de agua cristalina. Tardaron más de una hora en llegar hasta allí, ya que doña Marcela caminaba despacio.

Se detuvo, al fin, bajo la fronda de un árbol de ceiba, enorme y antiguo. Sus raíces iban más allá de la quebrada, y se notaba que, en la última crecida, el agua había labrado la tierra.

“¿Ve esas cruces?” -le preguntó doña Marcela al fiscal, señalando dos cruces de piedra sobre un rectángulo de tierra que había sido removida no hacía mucho tiempo.

“Las veo” -le dijo el fiscal.

“Allí está enterrado mi hijo pequeño, que desapareció de mi casa cuando apenas tenía seis meses; y allí está, también, su padre, Eusebio, el hombre que me engañó cuando yo tenía catorce años. No imaginé nunca que Marcos los hubiera matado, para quedarse conmigo sin estorbos. Y él los mató hace sesenta años... Una mañana, hace unos cinco años, después de una tormenta horrible, vi que Marcos salió de la casa en la madrugada, a pesar de que estaba enfermo. Todavía no le habían cortado la pierna. Y yo lo seguí; no sé por qué. Y cuando amanecía, vi que él recogía algo del suelo, el suelo que había labrado el agua a orillas del ceibón... No le dije nada. Él regresó a la casa a las diez de la mañana, le di de comer, y salí después, a ver qué era lo que Marcos escondía... y llevaba una angustia horrible en mi pecho... Escarbé como pude, y vi los huesos amontonados, y dos calaveras. Una pequeña y la otra grande, con una herida en la parte de atrás. Entonces, supe la verdad. Marcos los había matado... Y aunque fue un buen esposo por más de sesenta años, no podía perdonarle el sufrimiento que me causó. Primero, le ayudé a la diabetes a mutilarlo; después le di camotillo, poco a poco, para verlo sufrir; aunque nunca como sufrí yo...”

El fiscal sacó un pañuelo, se limpió la frente, y miró al policía.

“¡Qué lugar más bonito es este!, exclamó. Aquí se descansa en paz... Dejemos que la paz siga en este lugar”.

Regresaron a la casa; doña Marcela volvió a su silla, y ellos se fueron.

“¡Qué espera más larga la de esa señora!” -dijo el fiscal.

“Y dolorosa” -agregó el agente.“No todas las veces la justicia es servida por la ley -siguió diciendo el fiscal-. Dios tiene también sus formas de castigar a los criminales... ¿No le parece a usted?”

El agente sonrió.

“Por eso me gusta trabajar con usted, abogado” -le dijo.

“¿A pesar de lo que dicen de mí?”

“Lo que dicen es la verdad, ¿no es cierto?”

“Así es”.

“Entonces, abogado, a pesar de eso”.

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AGRADECIMIENTO

Con estas líneas quiero agradecer, sinceramente, a los buenos amigos que estuvieron conmigo en esos difíciles momentos que pasé a causa de reinfección por covid-19. Nueve largos días en los que estuve a punto de llegar en UCI. Gracias a los médicos, enfermeras y personal auxiliar del Hospital del Tórax. Gracias a Emec Cherenfant; a mi buen amigo Walter Ramos, que me envió medicamentos como para curar a un regimiento, y hasta un médico de cabecera. Gracias al abogado “Chico” Umanzor. Al general Ramón Sabillón, que fue el primero en tenderme la mano para comprar medicinas; gracias a don Juan Ordóñez, por su maravillosa generosidad. Gracias al siempre bueno y fiel Raúl Rolando Suazo Barillas; al buen amigo Jorge Quan. A Alejandro Irías. Y gracias a Ruth Sauceda, la siempre buena y fiel, que no se separó ni un solo momento de mí.

Gracias a Javier Leonel Díaz Zelaya. La muerte nos ha de llegar tarde o temprano, pero no hay nada más horrible que la certeza de que se va a morir en una camilla de hospital, donde falta de todo, y donde la Muerte ronda como león invisible buscando a quien devorar. Gracias a Dios, el Misericordioso, y a los buenos amigos, superé este momento terrible. Gracias.

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