MARTÍN
Tenía veintiún años, no era muy alto, era guapo y, por desgracia, no tenía ningún futuro. Él mismo se lo había truncado desde el momento en que fumó su primer cigarro de marihuana. En aquel momento tenía solo trece años. Pasado el tiempo se hundió tanto en las drogas que nada pudo rescatarlo del abismo en el que se había metido por su propio deseo.
“Ya ni Dios puede hacer algo por él” -dijo una pastora-. La madre, que lo había criado sola, con grandes esfuerzos y terribles sacrificios, no se rindió. Seguía de rodillas cada mañana, a las tres, rogando, clamando, suplicando.
“Dios bendito -decía-, ayúdale a mi hijo para que se salga de esas maldecidas drogas”.
Y, aquella tarde funesta, en la morgue de Tegucigalpa, entre los desgarradores gritos que le salían de los restos de su corazón destrozado, se preguntaba:
“Por qué Dios no me respondió? ¿Por qué Dios no me hizo el milagro? ¡Ay!, Dios santo, mi criatura... Si él no le hacía daño a nadie... Solo es que estaba metido en ese vicio... ¡Ay, Dios! ¿Por qué no me escuchabas? ¿Por qué, Dios?”.
POLO
Trabaja en Medicina Forense de Tegucigalpa. Es un hombre servicial, agradable, de buenos modales y que lleva en el pecho un corazón de oro. Se llama Hipólito, pero todos lo conocen como Polo. Ha asistido a tantos levantamientos de cadáveres que ya ha olvidado el número. Pero, cada uno deja en él una nueva impresión; no solo por la forma en que encuentran los cuerpos, sino, también, por el dolor de los familiares, especialmente el sufrimiento de las madres. Y, aquella tarde de sábado, estaba de turno, y los gritos de dolor de aquella mujer lo conmovieron hasta la tristeza.
“Es doloroso ver a una madre así” -dijo.
Y deseando ser útil se ofreció para bañar el cuerpo de Martín, limpiarlo y “meterlo en doble bolsa”.
“Es que está tan descompuesto -dijo-, que ya no se puede ni ver... Tuvimos que llamar a la DPI para que le tomaran las huellas digitales y confirmar si era él”.“¿Y eso?”.
Polo bajó la voz. La madre estaba desesperada. Sus amigas trataban de consolarla.
“Es que lo torturaron -dijo un hombre que estaba cerca de Polo-, le hicieron diabluras y lo deformaron del rostro... Por eso se llamó a la Policía”.
“La mamá lo buscó desde el miércoles en la mañana, porque el muchacho quedó en regresar a la casa, en la colonia Venecia, y no volvió”.
“Pues creemos que le quitaron la vida el martes en la madrugada, porque lo encontramos en una bolsa en una orilla del anillo periférico... No podíamos identificarlo hasta que hoy sábado la madre vino a la morgue... Y, ya que una madre no olvida cómo son sus hijos, ella lo reconoció”.
“Las drogas son asesinas -dijo alguien cerca-, esclavizan a la gente y no la suelta hasta que las mata... Son pocos los que logran escapar y no siempre sin daños... Porque conozco uno que dejó la droga hace años, pero se ríe solo, habla solo y no duerme; tiene pánico y cree que vienen demonios a buscarlo para llevárselo a saber a dónde... Son los efectos de la piedra, de la cocaína, de la marihuana y Dios sabe qué cosas más”.
La madre dijo algo en aquel momento:“Malditos asesinos”.
Nadie dijo nada.
TIEMPO
De rodillas estaba la madre cuando alguien la llamó para decirle que había soñado con su hijo y que este estaba bien, que vestía de saco y corbata, y que sonreía alegre. Le dijo que, por favor, le dijera a su mamá que no llorara más; que él estaba bien, y que, gracias a Dios, había salido de una vez por todas de aquel mundo horrible de las drogas”.
La madre lloraba y dijo:“¿Y por qué sueña usted eso, pastora?
”.“Porque Dios me dio la revelación, hermana Martha -le respondió la pastora-; y porque el señor le dio permiso a Martín para que le enviara a usted ese mensaje”.
“¡Ay, hermana! -dijo la señora-. Y ¿por qué Dios no hizo que el mensaje me llegara a mí? ¡Yo soy la madre! Yo soy la que le suplicó que no me mataran a mi niño y que me lo sacara de las drogas... Mil veces le rogué, mil veces le supliqué... Y nada. Me escuchó, pero no me respondió... Y ahora me manda mensajes con usted, cuando bien puede dármelos personalmente”.
“Hermana...”Cortó la llamada la hermana Martha y siguió clamando de rodillas.“Perdí a mi hijo -decía-, y no me di cuenta hasta que ya no pude hacer nada por él... Perdóname, Señor... Perdóname”.
MENSAJE
Pasaron cinco meses. Todo era triste para Martha. Se lamentaba no haber tenido más hijos, pero cuando ya no se puede y Dios no quiere hacer milagros, nada se puede. Estaba delgada, envejecida prematuramente, triste y lloraba como solo lloran las madres.
“No te culpo, Jehová bendito -decía aquella mañana, de rodillas frente a su cama-; si tú no hiciste nada por Martín, entiendo que fue porque él no te abrió las puertas... Aunque la pastora dice que mi hijo le dijo que cuando lo secuestraron y empezaron a torturarlo, él se puso a cuentas contigo y te pidió perdón... Pero, eso solo tú lo sabes... Ahora, yo te pido perdón, Señor... Perdón”.
En eso estaba, cuando tocaron la puerta.“¡Ábranle a la Policía!” -dijo una voz fuerte.
Ella se levantó.“Señora -le dijo el policía-, soy agente de investigaciones de la DPI, y estamos investigando la muerte de su hijo Martín”.
“No me interesa nada de eso, señor”.
“¿Por qué, señora?”.
“Dios me le va a hacer justicia a mi muchachito... Yo ya perdoné a los que me le hicieron eso”.
“Tenemos que hablar con usted”.“Ya estamos hablando”.“¿Sospecha usted de alguien?”.
“No, señor, y no quiero tocar ese tema... ya mi hijo está enterrado y nadie, nadie, solo yo, sé cómo duele haberlo perdido... Los que le hicieron daño han de andar por ahí... Y yo los perdono... Dios se encargará de todo”.
“Es que encontramos a dos personas asesinadas... Y queremos...”
“No me interesa, señor... No me interesa... Por favor, si no tienen nada más que decirme, déjenme, que tengo que ir a trabajar... ya lo hecho está hecho... Las drogas siguen matando gente, destruyendo vidas, y nadie hace nada ni podrá hacer nada para detener ese mal”.
El policía miró a Martha con ojos tristes.
La madre sufría.
Veinticuatro
24 horas tiene un día, empiece en la hora en que empiece. Y a las siete de la mañana del día siguiente, el mismo agente de la DPI, con un grupo de compañeros, estaba ante la puerta de la casa de la colonia Venecia.“La hemos llamado ayer todo el día”.
“Ella dijo que iba para el trabajo”.“Pues no llegó a trabajar; la llamamos y nunca contestó... Los hermanos la llamaron, vinieron a la casa y no les abrieron la puerta. Yo vine en la noche a buscarla, pero solo está esa música de alabanza y estaba todo a oscuras... Y nada de Martha... Por eso, creímos que era mejor llamarlos a ustedes”.
“Tenemos autorización para entrar”.
“Entonces entren”.
De dos golpes rompieron la puerta. Los policías entraron. La música de alabanza seguía llenando la sala. Más allá, estaba un cuarto, luego otro y un tercero. Los primeros estaban vacíos. En el último estaba Martha.
Tenía al menos veinticuatro horas de muerta -dijo Polo-, se abrió las venas. La sangre se quedó en la cama y entre las sábanas y los edredones. La Policía encontró una nota. Decía: “Perdóname, Jehová, por lo que hago. Solo te pido que me permitas estar con mi hijo”.
El agente que habló con ella la mañana anterior dijo:“Un crimen y ese crimen provocó otra muerte; los criminales son culpables de estos dos delitos... Pobre mujer... Que Dios la perdone”.