ATAQUE. Patuca sigue siendo una zona hermosa del departamento de Olancho; y Olancho sigue siendo una zona hermosa de Honduras. El Delito, así, con mayúscula, no es exclusivo de un lugar en especial. Se ha derramado sangre desde aquel día funesto en que la ira dominó a Caín y, con una quijada de burro, mató a su hermano. Y, desde entonces, como dice el doctor Emec Cherenfant en su libro “El niño que hizo llorar a Dios”: “Desde el crimen de Caín, no ha dejado de correr la sangre como ríos en el mundo. La Historia de la Humanidad se ha escrito, se escribe y se escribirá con sangre, especialmente de inocentes; y solamente Jehová puede detener esta orgía de muerte”.
Tal vez. Y en Patuca, son muchos los casos criminales que han sucedido. Como el de Juan Salcedo, que fue acribillado a balazos en una carretera solitaria, mientras manejaba su camioneta y hablaba por teléfono con su esposa, que lo esperaba para el almuerzo en su finca de la aldea Las Brisas. De pronto, la comunicación se cortó.
“Oí algo como que estallaban unos cuetes -dijo la mujer, cuando hablaba con los policías-; mi esposo dio un grito, y dijo: Ya me mataron estos hijos de p... Después, solo escuché unas voces... Yo gritaba... Llamaba a mi esposo, pero nada... Salimos a buscarlo, y lo encontramos. Estaba en el asiento del chofer... Tenía varios disparos en la parte izquierda de la cabeza, en los brazos y en el cuello”.
“Señora -le dijo uno de los agentes de investigación de la DPI-; ¿podría decirnos a qué se dedicaba su esposo?”.
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“Aquí todo el mundo nos conoce, señor -dijo la mujer-; compraba y vendía granos y ganado; tenía una platanera, y estaba haciendo pilas para sembrar tilapia... trabajaba duro, y no sé por qué le hicieron eso... Él no se metía con nadie”.
“Señor -replicó el agente-, encontramos esto debajo del asiento de su esposo... En la camioneta”.
La mujer dio un salto.
“¿Qué es eso?” -preguntó.
“¿No sabe?”.
“No”.
El agente le mostraba, en una bolsa de embalaje, un paquete rectangular, de unas diez pulgadas de largo, cinco de ancho y tres de alto. Estaba prensado y envuelto en papel de plástico transparente.
“Creemos que es cocaína, señora -dijo el policía-. Estaba en el carro; debajo del asiento de su esposo”.
“Pero, si mi esposo nunca se dedicó a esas cosas”.
“Hemos entrevistado a muchas personas, y dicen que nunca lo vieron o supieron que se dedicara a esto; pero, ya ve usted que lo encontramos en su carro”.
“Es imposible”.
DPI
El hombre que llegó a las oficinas de la DPI en Tegucigalpa era un hombre maduro, de muchas canas, alto, delgado y de ojos tristes. Iba con él una mujer de aspecto agradable, casi de su misma edad.
“Necesitamos saber quién y por qué mató a nuestro hijo” -le dijo el señor a un oficial.
“Estamos investigando, señor”.
“Ayer enterramos a Juancito, y queremos respuestas. Nosotros no queremos tomarnos la justicia por nuestra propia mano... Si ustedes no hacen nada, van a empezar a recoger cadáveres por todo Patuca, y hasta Catacamas y Juticalpa”.
“Señor...”
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“Ya sé lo que me quiere decir... -lo interrumpió el señor, que tenía tomada de la mano a su esposa-; ya lo sé... Pero, lo que debe saber usted es que tengo suficiente dinero como para pagar un ejército, y castigar a los que le hicieron estos a mi hijo”.
“Encontramos droga en su carro”.
“¡Jamás! Mi hijo no se dedicaba a nada malo... Trabajaba, como yo le enseñé desde niño, y nunca, pero nunca, se metió en ningún lío... Ni siquiera en la escuela. Fue a estudiar agronomía, soñaba con grandes cosas con sus tierras, con las mías, y con su profesión... A mi hijo lo mandaron a matar por envidia”.
“¿Sospecha de alguien?”.
“Sí”.
El señor dio algunos nombres.
“Acabo de hacer correr la voz de que le doy cinco millones de lempiras al que me ayude a identificar a los asesinos de mi hijo”.
“Usted no puede hacer eso”.
“Nadie me lo puede impedir... Y, si cuando tenga en mis manos a los criminales, ustedes no les hacen nada, o los sueltan, yo los voy a castigar... Pero, antes, los voy a hacer que sufran lo que mi esposa y yo hemos sufrido”.
No dijo nada más el señor. La señora sonrió, con tristeza, y salieron. Afuera los esperaban tres camionetas con hombres armados.
INVESTIGACIÓN
Los agentes se esforzaron en investigar la muerte de Juan. No había nada que les diera el primer indicio. Le dispararon desde un carro en movimiento, y, luego, los asesinos se bajaron, abrieron la puerta del conductor, y pusieron debajo el paquete de cocaína. Eso era lo que deducían los detectives, porque ya sabían que nada malo encontrarían en la vida de Juan. Estaba casado con una mujer bonita, tres años más joven que él, y que estudiaba Derecho en línea, se dedicaba a cuidar su hogar, y le ayudaba con las cuentas, que siempre iban muy bien. Y tanto la amaba Juan, que puso a nombre de María varias de sus propiedades, las hacía producir, y con eso deseaba asegurar el futuro de ella y de los hijos que ya vendrían. Además, tenía un seguro de vida.
“Yo no sabía que mi hijo tenía seguro de vida -dijo don Jaime, el papá de Juan, a los detectives-. Y menos sabía que la beneficiaria era la esposa”.
“Veinticinco millones, señor”.
“Es bastante dinero... Pero, ¿por qué haría eso mi hijo, y no me lo contó?”.
“No sabemos”.
“¿Hablaron ya con María?”.
“Ella dice que él le sugirió lo del seguro; y que ella estuvo de acuerdo con él, como estaba de acuerdo siempre en todo... Y él le dijo que era porque, así como estaban las cosas, era mejor estar asegurado; y que le dejaría el seguro a ella... Ella le preguntó por sus padres, y él les dijo que, en caso de que le pasara una desgracia, él les dejaba una buena cantidad en un banco, y la hacienda Mirabella, con todo. Pero, que estaba seguro de que moriría de viejo”.
“Ajá”.
“¿Ustedes han hablado con ella?”.
“No... Enterramos a Juancito, y nos venimos para acá; aquí en la hacienda queremos paz, y esperamos que ustedes encuentren a los asesinos, y a quien los mandó”.
DOS SEMANAS
Pasaron dos semanas. Don Jaime recibió una llamada.“Necesitamos hablar con usted” -le dijeron.
“Diga”.
“En persona”.
“Ya saben dónde vivo”.
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Dos patrullas de la Policía llegaron a la hacienda de don Jaime.
“Tenemos noticias -le dijo al señor un oficial-; y estamos en la investigación, pero... hay algo que usted debe saber, aunque mis superiores me dijeron que era mejor que esperara a que la investigación estuviera completa”.
“Si eso va a aclarar la muerte de mi hijo, no les daré cinco millones, sino diez... ¿Entiende?”.
El oficial no dijo nada.“¿Entiende?” -insistió don Jaime.
“Me gustaría recibir ese dinero -dijo el oficial-; pero, es de estúpidos andar detrás de lo que Dios no quiere darnos... Y Dios no quiere que yo agarre dinero que no me he ganado”.
Don Jaime guardó silencio.
“Tenemos una orden de captura” -siguió diciendo el policía.“¿Orden de captura?”.
“Sí”.
“¿Contra quién?”.
“Contra su nuera; la esposa de su hijo Juan”.
“¿Cómo dice?”.
“Encontramos huellas digitales en el polipel, el plástico que envolvía el paquete de cocaína que estaba debajo del asiento de su hijo, en el carro... Tres huellas... Dos son de María... Ya las confirmamos... Una es de un viejo conocido de la Policía... Y ya lo localizamos. Lo capturamos anoche, y nos confesó todo”.
“¿Qué les confesó?”.
El oficial esperó un poco antes de seguir hablando. Pensaba.
“Señor -dijo, momentos después-, usted es un hombre en toda regla; un caballero, y quiero pedirle algo, y que me dé su palabra de que lo cumplirá”.
“¿Qué es?”.
Don Jaime estaba rojo a causa de la ira
“Que no se va a tomar la justicia por sus propias manos... Ya resolvimos el caso de su hijo, y no queremos volver aquí con una orden de captura en su contra... Entendemos su dolor, y ahora que lo sepa todo, vamos a entender su odio... Pero, prométame que no va a hacer nada por su cuenta”.
La esposa de don Jaime se agarró de una mano del hombre.
“Prometelo, Jaime -le dijo-. La venganza no nos va a servir de nada... ya mi hijo está con Dios, y nadie me lo va a regresar... dejemos que la Policía termine su trabajo”.
Don Jaime se acomodó en su asiento.
“Está bien -dijo-. Lo prometo... Pero, solo si quedo satisfecho”.
Iba a decir algo el policía, cuando recibió una llamada.
“Perdón -dijo-; estoy esperando esta llamada”.
“Está bien” -dijo don Jaime.
“La tenemos -le dijeron por teléfono al oficial-. Ya la capturamos... estaba lista para salir para Tegucigalpa, y tiene dos boletos de avión para Estados Unidos”.
El oficial había puesto el teléfono en alta voz.
“Ella” -dijo don Jaime.
“Tenía un amante -dijo el policía-; un viejo novio de la secundaria, que apareció de nuevo, y se volvió a relacionar con él... Tenemos a un testigo protegido que dice que ella fue quien le exigió el seguro de vida a su marido; el que sería pagado dos veces si la pérdida de la vida era trágica... Y, con un millón de dólares, cualquiera hace una nueva vida en otro país”.
“¿Quién es el... amante?”.
“Ya lo tenemos; y está dispuesto a declarar contra ella... Ella lo planificó todo”.
“Y... ¿los asesinos?”
“Tenemos a dos, y ya localizamos a tres más... Los cinco tienen depósitos recientes en sus cuentas de banco; muy crecidos depósitos, señor... Buscamos en las cuentas de su nuera, y comparamos los retiros, y los depósitos, y coinciden... El fiscal está armando el caso”.
NOTA FINAL
Hasta hoy, mucho tiempo después, nadie sabe cómo hizo María para desaparecer del Sistema Penitenciario. Nadie sabe nada de ella. Cuando los detectives le preguntaron a don Jaime si él sabía algo, él les respondió:
“Yo les hice una promesa... Y la cumplí... Mi esposa no prometió nada”.
“Eso es una confesión”.
“No lo sé... Ni siquiera sé si ustedes han venido a mi casa”.
“¿Dónde está el cuerpo?”.
“Hay ácidos, señor”.
La madre de Juan salió de la casa en silla de ruedas, conectada a un tanque de oxígeno. Dos enfermeras la asistían. Sus ojos parecían sonreír.
“¿Van a almorzar, muchachos? -les preguntó a los policías-. Hoy tenemos tapado olanchano... y rosquillas en miel... La comida favorita de Juancito”.
El oficial suspiró, y dijo:
“Mire, Carmilla, comimos tapado olanchano, rosquillas en miel, café y unos dulces deliciosos, de leche y miel de abejas... Nos despedimos... Y, tres meses después, supimos que la señora había muerto de un paro respiratorio... estaba enferma desde hacía quince años... Don Jaime todavía vive en la hacienda”.