Crímenes

Grandes Crímenes: El caso del enamorado valiente

Dicen que el amor enloquece, y que a veces enloquece completamente
02.10.2022

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Este relato narra caso un real. Se han cambiado los nombres.

FIESTA. Era casi la medianoche, y aunque hacía calor, venía del mar una brisa fresca que le daba al ambiente un sabor agradable. Además, la música de cuerda era alegre, y todos bailaban contentos, y más, porque estaban celebrando el cumpleaños número dieciocho de la muchacha más bonita de la aldea; la muchacha que era la niña de los ojos de don Miguel.

Del techo colgaban varias lámparas Coleman, que lanzaban alrededor lagunas de luz blanca e intensa, y afuera, en el patio, las hogueras de ocote iluminaban la noche clara, en la que la Luna, como un plato blanco y pulido, brillaba en el cielo bajo un manto hermoso de estrellas.

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Manuel, el auxiliar de Policía de la aldea, vigilaba al mando de sus diez hombres, armados de largos machetes, que llevaban colgados de la cintura en fundas de cuero, y con gruesos toletes en las manos, dispuestos a imponer el orden, si es que alguien se atrevía a hacer de las suyas.

Manuel era un hombre serio, alto y fornido, de piel trigueña, tostada por el sol, mal encarado, como correspondía al auxiliar de Policía, y de voz ronca. Era bueno manejando el machete, y era, además, muy respetado por todos en la aldea. No bebía, no fumaba y desde que se casó con Guillermina, no se le había visto otra mujer, a pesar de que Mina, que así la llamaba, no podía darle hijos, “y solo Dios sabía por qué”.

“Es que a Mina la embrujó la Julia
-decían las más sabedoras-, la hija de Mencha, la bruja. Siempre estuvo enamorada de Manuel, pero él nunca le hizo caso”.

Y, tal vez por eso era que, después de cinco años de matrimonio, Manuel todavía no era padre. Sin embargo, nada de esto apocaba su carácter. Trabajaba duro desde la madrugada, con su barca de pescador, cultivaba la tierra que le dejó su padre, y alquilaba su camioncito para hacer viajes, y con todo, no le iba nada mal. Lo único malo es que Mina no salía preñada, pero, “era cosa de Dios, o de Mencha, la bruja...”

Aun así, Manuel era voluntarioso. Se hacía cargo de la seguridad de la aldea, y ¡ay! del que se atreviera a violar la ley. Y esa noche, cuando la hija de don Miguel cumplía años, allí estaba él, con sus diez hombres, vigilando, manteniendo el orden y haciendo respetar la ley.

Caos

A eso de las doce y media de la noche, algo pasó que asustó a toda la gente. Por la parte de atrás de la casa se escuchó un grito desesperado. La música se detuvo, los bailarines se quedaron de una pieza, y, de pronto, una lámpara Coleman cayó al suelo, con un estallido. La gente escapó del salón, otra lámpara cayó al suelo, y una tercera, y se puso todo oscuro. Se escuchó otro grito.

“¡Es Ivonne!” -dijo don Miguel, desesperado.

“¡Se están robando a Ivonne!” -dijo otro, a grito partido.

Y, entre los gritos de la gente, y las llamadas de auxilio de la muchacha, apareció Manuel, seguido por sus hombres, machetes en mano. Para colmo de males, una nube oscura había escondido la Luna, y la noche se había vuelto negra como el carbón. Pero Manuel no se iba a detener por eso. Delante de él, a unos diez pasos, corría una sombra; y gritaba una niña. Pronto le dieron alcance. Ivonne cayó al suelo, y empezó una lucha desesperada. Los machetes chocaban unos con otros lanzando chispas amarillas y azules, se escuchaban voces, gritos, maldiciones e insultos, y todo era un caos.

De pronto, cayó un hombre, con una herida horrible en el cuello. Luego, cayó otro, y otro, y otro, mientras la tierra se llenaba de sangre.

Poco a poco, la batalla terminó. La gente había escapado, y decían que Manuel y los diez auxiliares se estaban enfrentando a machetazo limpio con el mismísimo diablo.

“¡Están matando a los auxiliares!” -decía uno.

“¡Es el diablo que se robaba a la niña Ivonne!” -decía otro.“¡Ave María Purísima!” -decían las más ancianas.“Hay que llamar a la Fusep” -decía, otro, más cuerdo.

Y, entre grito y grito, la batalla terminó. Cuando llegó la mañana, encontraron en el suelo ensangrentado a diez hombres heridos, que se lamentaban dolorosamente, y a un hombre muerto. Era Manuel, que se había desangrado por la herida en el cuello. Pero, la Policía encontró algo más: Doce machetes.

“Son los machetes de los auxiliares” -les dijo alguien a los detectives.“¿Cuántos auxiliares son?” -preguntó un sargento, delgado, bajo y de cara de piedra.

“Once -le respondieron-; Manuel, que era el jefe, y diez voluntarios”.“Ah sí. Pero, aquí hay doce machetes... Once machetes largos, y un machete pequeño”.

La gente se acercó al machete que señalaba el sargento.

Era pequeño, en verdad, de mango corto y punta cuadrada. Estaba manchado de sangre; en realidad, estaba bañado de sangre.“¿Alguien sabe de quién es este machete?” -preguntó el sargento, levantándolo para que todo el mundo lo viera.

“Me parece que es machete de Moncho, el de doña Tula” -dijo un hombre, sorprendido.“¿Y quién es Moncho?” -preguntó el sargento.

“Un chavalo que se gana la vida pelando cocos, y ese es el machete... Al menos, se me parece”.

“¿Y dónde vive el tal Moncho?”

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La casa

No tardaron en llegar a la casa de doña Tula.

Dijo que su hijo se había ido a la fiesta desde la siete de la noche anterior, y que no lo había visto desde esa hora. Y eso era raro, porque él no faltaba nunca a dormir a su casa.

“¿Reconoce este machete?” -le dijo el sargento.

“Es el de mi hijo” -respondió la señora.

“Pues, su hijo mató a Manuel, el auxiliar, y a machetazo limpio hirió a los diez auxiliares... Aparte de eso, creemos que es el hombre que quiso robarse a Ivonne, la hija de don Miguel, cuando le celebraban el cumpleaños anoche”.

“¡Ay, Dios! -exclamó la señora, a punto de desmayarse-. Ya le decía yo a mi hijo que ese enamoramiento con esa cipota le iba a traer la desgracia. Ella no le hizo caso nunca, pero a él se le metió entre ceja y ceja, y dijo que iba a ser suya por la buena o por la mala. ¡Ay, Moncho, hijo de mi vida!”.

La búsqueda

En aquellos tiempos, la Policía era temida, por esas cosas de que se peleaba contra los comunistas, “que son hijos del diablo”, y el DIN hacía temblar a cualquiera. Y la Policía se esforzaba por mantener el orden, a cualquier costo, de manera que no dejaban crimen sin resolver. Al menos, es lo que se decía. Y lo resolvían, así y el culpable fuera inocente. Por todo esto, Moncho no se iba a escapar jamás. Solo muerto se escaparía del DIN. Pero, Moncho no estaba muerto.

La noche de la batalla con los auxiliares, huyó a pie de su aldea, pasó por Marcovia, que dormía todavía, y llegó a Tegucigalpa a eso de las ocho de la mañana. Y, cosa increíble: a pesar de que once hombres con machetes largos se le fueron encima, no lo tocaron ni una sola vez. No tenía ni un solo rasguño. Y, así, se escondió en la capital. Pero, el DIN, que todo lo sabía, y lo que no sabía, lo sabía, se dio cuenta que Moncho tenía un primo en la colonia San Miguel, y hasta allí llegó una patrulla.

“¿Dónde está tu primo Moncho?” -le preguntaron.

El hombre tembló de pies a cabeza.

“O nos decís por la buena donde está, o te llevamos al DIN para aflojarte la lengua”.

El pobre hombre no tuvo más remedio que llevar a los agentes al lugar donde estaba Moncho. Y éste, cuando vio llegar a los policías de la Fusep, ni se movió. Era como si los estuviera esperando.

“¿Vos sos Moncho?” -le preguntaron.

“Yo soy”.

“Levantá las manos, y ¡ay! de vos si tocás esa pistola. Te morís aquí mismo”.

Varios fusiles apuntaban al pecho de Moncho.

En el DIN

“Mataste al auxiliar” -le dijeron.

“Solo me defendí”.

“Pero lo mataste, y también heriste a diez hombres más”.

“Ellos me atacaron con los machetes y yo solo me defendí. Yo me llevaba robada a la cipota, porque estoy pegado de ella, y ellos se me fueron encima; y me tuve que defender. Yo solo con un machetito, y ellos con semejantes machetes”.

“Bueno, mataste a uno y dejaste heridos a diez. Vas para la “pesca”. Y te vas a estar allí mucho tiempo”.

“La cárcel es para los hombres -dijo Moncho-; a mí nada de eso me da miedo... ¡Ni el DIN me da miedo!”.

Nota final

Moncho pasó mucho tiempo en la cárcel. Volvió a Marcovia, y allí envejece. Visita la tumba de su madre cada semana. La señora murió de tristeza, aunque muchos dicen que murió de hambre porque Moncho era su único hijo.

Honduras primero

Es urgente que la Política se ponga al servicio exclusivo de las mayorías, y que los políticos piensen primero en el bienestar y en el desarrollo de la nación. Honduras avanza hacia tiempos peores, y es hora de dejar a un lado las ideologías confrontativas que no hacen más que apurar el desastre. Necesitamos con urgencia comida, medicinas, trabajo, seguridad efectiva, justicia real, tierras para los campesinos, cárcel para los corruptos, buenas carreteras, calles sin baches, agua para todos, mejores escuelas, oportunidades de desarrollo para la juventud, protección para los adultos mayores, mejores condiciones de vida para los enfermos terminales, mejorar las condiciones de vida de los presos, depurar las instituciones del Estado que son nido de corruptos, legalizar la Junta Directiva del Congreso, respeto a la libertad de prensa y, en definitiva, un gobierno humanista, solidario y justo, para el beneficio de todos.

Ya basta de decepcionar al pueblo. Ya basta de aprovecharse de él. Que gobierne la que ganó las elecciones, lejos de avariciosos de poder, de ineptos y de ateos de colita y aretes feminizados; y que ella haga lo mejor por Honduras. En el nombre de Dios.

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