Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: El despertar de la ira

¡Con cuánta terquedad odia el hombre, y con cuánta lentitud perdona!
24.01.2021

(Primera parte)

Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.

Esperé cincuenta años para cobrarme el mal que me hicieron; no se trató de una simple venganza, era más bien un castigo que se iba postergando en el tiempo pero que, al final, se haría efectivo porque aquel hombre que me desgració la vida no podía irse de este mundo con la seguridad de que no lo alcanzaría jamás la mano de la justicia: de mi justicia. Fueron cincuenta largos años de espera, de búsqueda constante, de ira adormecida y de dolor que no se apaciguaba nunca, hasta que Dios o el diablo me señalaron el camino, y llegué hasta él, en un pueblo perdido de Nueva Segovia, en Nicaragua, y lo encontré ya viejo como yo, pero lleno de miedo, de la misma forma en que yo estaba lleno de odio desde aquella madrugada cuando me atacó a traición y me mutiló el corazón, el cuerpo y el alma para siempre. ¿Pero dónde se escondería que yo no lo alcanzaría?

VEA: El fuego del diablo (Primera parte)

“Por eso, señora Carmilla, deseo que cuente mi historia, una historia que, estoy seguro, no tiene parecido con ninguna otra que haya conocido antes”.

Carta de un lector. Señora Carmilla Wyler. EL HERALDO. 3 de diciembre de 2020.

Señora Carmilla:

Leo sus casos desde hace años, y los colecciono para releerlos de vez en cuando, ya que soy un aficionado a las historias de crímenes y misterios, de los que hay muchos en Honduras.

Soy un hombre de setenta y cinco años, un ser anónimo y solitario que ya está listo para ser sacrificado, pues desde hace un par de años me diagnosticaron cáncer de próstata, la que fue en vida la parte menos útil desde que cumplí los veinte años. Y digo esto como para introducirla, señora Carmilla, en la parte esencial de mi historia, de mi caso, como me gusta llamarlo.

Me operaron en el Hospital Militar y me extirparon la próstata, pero el cáncer volvió a finales de 2019, aunque no tan agresivo como para quitarme la vida rápidamente, lo cual era mi mayor miedo porque no quería irme de este mundo sin encontrar a aquel mal amigo que me hizo el daño más horrible que se le puede hacer a un hombre: la castración. Y, en este punto, espero que ya haya comprendido por qué he dicho antes que “la próstata fue el órgano más inútil para mí desde los veinte años”.

VEA: Los 5 casos más leídos de Crímenes de Carmilla Wyler durante 2020

Antes de seguir, quiero decirle que dejo a su total discreción poner mi nombre real en su escrito; no tengo problema en eso ya que, como entenderá, no tengo familia, no tuve descendencia y a mis sobrinos y sobrinos nietos no les afectará ver publicado mi nombre en una historia que ellos conocen perfectamente.

Digresión

Después de varios párrafos cortos en los que se refiere a sus sobrinos y a sus hermanas, don Herminio escribe:

“Si lo que le cuento en esas líneas, señora Carmilla, le parece a usted que es grotesco, que es propio de un enfermo mental o que no es más que la historia de un criminal terco y despiadado, dejo también a su criterio escribirla y publicarla; si considera que no debe conocerse un caso como este, entenderé perfectamente y no juzgaré su decisión. Es más, debo decirle que desde hace dos años empecé a escribir esta carta con el deseo de enviársela a usted para que mi caso sea conocido.

+El caso del violador oloroso
+El caso de las botas vaqueras
+Alta es la noche…

Mi sobrino mayor, que es abogado penalista y que es casi como un hijo para mí, me advirtió que escribir todo esto y publicarlo sería casi como confesarle mi crimen a un juez o, peor todavía, a un fiscal de Ministerio Público, que no perdonan un crimen, pero he seguido con mis planes por dos razones: primera, porque siento que el castigo que recibió aquel hombre cruel, tan cruel como el propio Judas, era tan merecido como el infierno eterno para el que vendió a Nuestro Señor Jesús; y segunda, porque no tuve nada en la vida, y nada tengo que perder al final de ella, así que, si algún fiscal desea enjuiciarme por este crimen no quedará satisfecho porque el poder de la justicia se basa en el terror que siembra en el criminal, y yo no siento temor. Vivir o morir me da igual. La libertad no es algo que tenga nombre para mí. He vivido cincuenta años preso dentro de mí mismo, encerrado en mi soledad, en mi dolor, en mi frustración y en este odio mío que se adormeció por tanto tiempo, pero que al fin despertó cuando Dios o el diablo, quien haya sido, me brindó la oportunidad de cobrarme tantos años de amargura, tantas noches de sufrimiento, tantas lágrimas derramadas en silencio, tantos deseos de morir por mi propia mano a causa de mi desgracia, desgracia causada por aquel hombre al que le di mi mano, mi corazón y mi cariño sincero, y que me robó, no solo la mujer a la que yo adoraba, sino que se llevó también mi futuro, mi vida entera, mi naturaleza…”

LEA: El celular delator

Don Herminio del Carmen Yánez Granados escribe algunas líneas más en las que evoca recuerdos lejanos, de su niñez, de su adolescencia y de su juventud. Habla de su aldea, “cerca de Coray, Valle”, y recuerda hasta el olor de las vacas, el cacareo de las gallinas y el cantar de los gallos, el calor del verano que caía como fuego invisible del cielo, pero que le confortaba el alma y lo llenaba de sueños; habla de su madre y de su abuela, de su papá y de sus tíos, y se detiene cuando escribe el nombre de Martina, “la güirra más bonita de la aldea, blanquita ella, de pelo largo, ojos miel, como la miel de los jimeritos, recatada como niña de su casa, pura como una virgencita, y de la que me enamoré como solo se enamoran los niños: de verdad y de una vez y para siempre”.

“Fui feliz –agrega–, y tenía grandes sueños. Como solo yo era hijo varón, mi papá decía que todo lo que tenía iba a quedar en mis manos, y que me lo dejaba para que lo trabajara y lo hiciera producir para el bien de mis hermanas y de mis hijos… Porque mi papá soñaba con que yo tuviera hijos, señora Carmilla –añade don Herminio del Carmen, después de quejarse y de maldecir en dos largas líneas–; pero eso nunca pudo ser…”

ADEMÁS: El misterio del Campo Elvir

“Mirá Polo –le dijo mi abuelo a Policarpo Paz García, que era teniente en aquel tiempo–, este muchacho va a llegar lejos, él va a hacer producir estas tierras y va a duplicar todo lo que yo he hecho hasta hoy… Vos decís que después de salirte del Ejército querés dedicarte a la agricultura, pues yo te digo que no hay mejor negocio que la caña de azúcar, el algodón y la carne para vendérsela a los gringos… A mí me parece que vos hacés bien en pensar en apartarte de la milicia… Tal vez no llegués a nada nunca, y lo mejor sería que te dediqués a trabajar la tierra, porque la tierra es como una madre buena, que bendice y le da frutos al hijo que la sabe cuidar…”

Don Herminio se detiene en este punto, y escribe:

“¿Cómo iba a saber mi papá que en menos de tres meses, el teniente Polo Paz me iba a llevar de la mano a la guerra, ‘porque Honduras necesita de todos sus hijos en este momento en que los guanacos nos quieren quitar la mitad del país’? ¿Cómo iba a saber mi papá que hubiera sido mejor para mí morir en aquella guerra que los absurdos llamaron Guerra del Fútbol?”

Vuelta al pasado

“Pero no quiero aburrirla, señora Carmilla, aunque mi sobrino dice que esta historia mía es para un libro, y que tal vez a usted le interese escribir una novela algún día… como ese libro suyo que se llama ‘La máscara del mal’, que ya leí dos veces…”

Vea aquí: Grandes Crímenes: El crimen que parecía perfecto (Parte I)

Se refiere en dos párrafos más a este libro, y continúa:

“Mi papá tenía tierras, muchas tierras, y algunas de ellas pegaban con la frontera de El Salvador. Y trabajaban con mi papá muchos salvadoreños que decían que en su país no había tierra para los campesinos porque los ricos las habían acaparado todas. Y eran buenos trabajadores, señora Carmilla, gente que se levantaba antes de que saliera el sol y se acostaba ya de noche, todo porque querían progresar, y con mi papá se sentían a gusto porque les pagaba bien y los dejaba que tuvieran sus propias cosechas. Pero esto es parte de otra historia, señora Carmilla, y si le llega a interesar, pues no tendría problema en contársela”.

Soldado

“Ya tenía diecinueve años y me había graduado del colegio como bachiller. Mi papá quería que me fuera a estudiar a El Zamorano, pero yo era duro de mollera y, si con dificultad me hice bachiller, ¿cómo iba a salir adelante en aquella escuela? Mejor me quedé para ayudarle con la hacienda; además, había sembrado caña en Monjarás, y le había ido bien con la azucarera. Por eso, mejor me dedicaba yo a la tierra, y así me labraría un futuro… Además, no quería alejarme de Coray porque allí estaba ella, a la que yo quería desde niño, Martina Fonseca, que acababa de cumplir dieciséis y con la que ya habíamos hablado para casarnos cuando nuestros padres estuvieran de acuerdo…”

“Vas a tener que esperarte hasta que hagás tu propia casa –me dijo mi papá–; escogé un pedazo de tierra, y ponete a trabajar, que una familia es una gran responsabilidad”.

“Pero en esos días se puso fea la cosa con El Salvador, soldados guanacos entraban de noche a Honduras, cruzando el río, y se robaban el ganado, y hasta se decía que violaban a nuestras mujeres… Y el Presidente de Honduras, bien, gracias…”

Don Herminio da varias vueltas en sus recuerdos y, más allá, dice:

“Nos fuimos a la guerra, señora Carmilla; mi mamá lloraba y mi papá me abrazaba, pero Martina solo me veía con tristeza, como si quisiera guardar mi cara en sus recuerdos porque parecía estar segura de que no me volvería a ver. Y yo iba enamorado. Y mi amigo iba conmigo. Mi gran amigo, mi compañero de juegos de niño, mi compañero de la escuela, aquel en el que yo confiaba como confiaba en mí mismo; aquel Judas…”

Lea aquí: Selección de Grandes Crímenes: El caso del barril enterrado

Continuará la próxima semana...

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