Crímenes

Grandes Crímenes: El caso del violador oloroso (parte I)

Dicen que amigo hay más unido que un hermano, pero…
01.02.2020

TEGUCIGALPA, HONDURAS.-Cuando llevaron a Laura a Medicina Forense para que la examinara el médico a causa de la violación de que acababa de ser víctima, los cuatro amigos estaban allí, juntos, apoyando al desesperado y furioso marido de la muchacha. Esta, lloraba, aunque su histeria había desaparecido y, con la cabeza baja y en silencio, en medio de la más grande de las vergüenzas, se dejaba examinar.

Pero, el médico no encontró fluidos más que vaginales. No había rastro de semen. El violador había usado preservativo, aunque se valió de la fuerza y de la intimidación para someter a su víctima.

“¿Lo conocía?” –le preguntó el agente de la Dirección Policial de Investigaciones.

Ella, todavía en shock, tardó en contestar. Miró, mientras tanto, a su esposo, que le sostenía una mano sudorosa, y respondió, después de largos segundos:

“No, señor; no lo conocía”.

“Pero, lo vio bien, supongo”.

“No, señor; no lo vi bien. Tenía puesto un pasamontañas…”

Empezó a llorar de nuevo.

Cuando se calmó, el agente le dijo:

“¿Podría contarme de nuevo cómo es que fue atacada?”

“Ya se lo dije”.

“Sí, lo sé, pero, es que me gustaría saber si se le olvidaron algunos detalles. Esto, para hacer el perfil psicológico del violador… ¿Sabe lo que es un perfil psicológico del criminal?”

“No, señor –intervino el esposo–, no lo sabe, y no nos interesa saberlo; solo queremos que ustedes nos ayuden a encontrarlo, y que se le castigue…”

“Señor –suspiró el policía, interrumpiéndolo–, ese es nuestro trabajo: encontrar a los delincuentes, pero, en muchos casos como este, la ayuda de la víctima es fundamental para descubrir al criminal… Por eso, quiero que su esposa nos ayude…”

La mujer tosió.

El silencio que siguió a esto fue largo y tenso. El papá de la muchacha estaba afuera de la oficina, llamando a sus amigos influyentes y a sus abogados. El papá del esposo estaba con él, igualmente indignado, presionando también para que el caso se resolviera pronto y en el mayor de los silencios.

Nota
(Primera parte) Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.

DPI

“Me dijo –empezó de nuevo el agente–, que su atacante apareció de pronto en la sala de su casa, con una pistola en una mano y con el rostro cubierto con un pasamontañas, ¿no es cierto?”

“Es cierto”.

“Continúe”.

“No sé cómo entró a la casa –agregó la mujer–, no hizo ruido y los perros no ladraron… Eran las once de la noche, o un poco menos, y mis dos hijos ya estaban dormidos, las trabajadoras estaban en su cuarto, y yo estaba esperando a mi esposo, que venía de viaje de trabajo…”

El agente tosió.

“Siga” –murmuró.

“Me apuntó con la pistola, me ordenó que me levantara del sillón y que caminara hacia mi cuarto… Allí, me obligó a desnudarme… Yo le supliqué, le dije que tenía dinero y joyas en la casa y que se los daría, pero que no me hiciera daño… Pero él no contestó… Me dijo que si gritaba me mataría, y que después les haría daño a mis hijos… Entonces, me violó…”

“¿Cuántas veces?”

“No sé, señor...”

“Dijo antes que fueron dos veces…”

“Es que él se quedó en la cama…”

“Y, usted, ¿qué hizo?”

“Nada… Me dijo que si me movía de la cama me iba a disparar en la columna…”

“¿Ya no la amenazó a muerte?”

“No”.

“Eso no lo dijo antes”.

“Seguro lo olvidé”.

“Bien”.

La mujer hizo una pausa, se limpió las lágrimas con el dorso de la mano que tenía libre, y añadió:

“Me obligó a estar allí, en la cama, hasta que… me violó otra vez”.

Calló de pronto y, con un chillido, expresó su repugnancia:

“¡Dios mío –exclamó–, qué asco! Ahora mi marido ya no me va a querer”.

El hombre apretó más su mano, y le dijo:

“Yo te voy a amar siempre”.

Ella bajó la cabeza.

Mañana

Era una mañana de verano, llena de sol, con un cielo azul, en el que se movían con pereza algunas nubes desperdigadas.

Temprano, los técnicos de inspecciones oculares habían llegado a la casa, y buscaban indicios, evidencias, algo que les ayudara a los investigadores a aclarar el caso. Pero, no había huellas digitales en los llamadores de las puertas ni el portón ni las puertas ni las ventanas habían sido forzadas, y en el dormitorio, donde había sucedido el crimen, solo estaba la cama revuelta, como un testigo mudo que de muy poco serviría a los detectives. Sin embargo, uno de ellos, un poco más acucioso que sus compañeros, hizo algo que a nadie se le había ocurrido hasta ese momento: olió las sábanas y las almohadas. Llamó a la mujer.

“¿Reconoce este olor?” –le preguntó, acercando una almohada a la nariz de la víctima.

Ella dudó un poco antes de responder.

“Creo que sí –dijo–; es perfume de hombre…”

“¿Es de su esposo?”

“No, señor; mi esposo tenía dos días de estar fuera de la casa, por trabajo; las fundas de las almohadas se cambian a diario, y esas no habían sido usadas esa noche…”

“Entonces –dijo el detective–, podemos decir que este es el olor del violador…”

La mujer dudó.

“No sé…”

“Este es el sitio donde el… delincuente descansó después del primer ataque, ¿no es verdad?”

“Sí; ya se lo había dicho”.

“Aquí puso la cabeza mientras pasaba el tiempo… antes de atacarla la segunda vez…”

“Sí”.

“Bien…”

El detective tomó otra almohada.

“¿Reconoce este olor?” –preguntó, después, acercando la almohada a la nariz de la mujer.

“Sí –dijo ella–, es mi propio perfume…”

“Y, su perfume es”.

“La vida es bella”.

“Un perfume… fuerte, ¿verdad?”

“Sí… Así le gustan a mi esposo”.

“¿Podría mostrarme los perfumes de su esposo, por favor?”

“Con mucho gusto…”

Eran cinco.

“¿Cree usted que alguno de estos es el que está en la almohada de su esposo?”

“No, señor; no es…”

Se interrumpió de pronto.

“¿Le pasa algo?” –le preguntó el detective.

La mujer estaba pensando. De pronto, levantó la cabeza, y dijo:

“No, señor; no es nada…”

“¿Reconoce el perfume?”

“No”.

“¿Está segura de no haberlo sentido antes?”

“No, señor”.

La mujer sudaba helado y estaba a punto de llorar.

“Señora –le dijo, entonces, el detective–, estamos aquí para ayudarle… Usted y nosotros queremos encontrar al que le hizo daño, y todo, todo lo que usted recuerde puede ser de utilidad para resolver el caso… ¿Me entiende?”

Ella movió la cabeza hacia adelante.

El esposo intervino.

“Laura –le dijo–, ¿has sentido antes ese perfume?”

Ella levantó los ojos angustiados hacia él, que la miraba con lástima y amor sincero.

“No lo recuerdo… –dijo ella–; no lo he sentido antes”.

El detective se acercó a la fiscal, le dijo algo, la fiscal lo escuchó largos segundos en silencio, y, al final, dijo:

“Me parece bien… Tal vez sirva de algo”.

“Pero debe hacerse ya”.

“Sí”.

“¿A quién enviará?”

“A mi asistente y a dos policías…”

“Bien”.

El esposo intervino.

“¿Puedo oler la almohada?” –preguntó.

“Por supuesto”.

Pasaron varios segundos. El hombre aspiró con fuerza varias veces, escarbando en su cerebro por si aparecía algún recuerdo que le dijera qué perfume era aquel y dónde lo había sentido.

“¿Lo reconoce?” –le preguntó la fiscal.

“No estoy seguro” –musitó.

“Pero, ¿lo ha sentido antes?”

“Es que he tenido tantos perfumes…”

“Eso lo sabemos, señor; ¿reconoce este?”

“No sé…”

“Bien”.

Algo

Iba a decir algo más la fiscal, cuando uno de los técnicos llamó su atención.

“Aquí hay algo, abogada” –exclamó el hombre, vestido completamente de blanco.

“¿Qué tenemos?”

“Esto” –dijo el técnico, levantando una mano enguantada entre cuyos dedos tenía una pinza de acero, con la cual había recogido algo de la alfombra.

“¡Bingo!” –exclamó la fiscal.

“Hay algo” –dijo el detective.

“Es una parte de la envoltura de un condón” –dijo el técnico.

Era un pedazo de plástico de brillante color morado en el que se veían algunos puntos, como lunares, del mismo color, aunque un poco deslucido; además, tenía grabadas unas letras en mayúscula e impresas en color blanco: “SUPERIOR FEEL” y una leyenda en inglés debajo de una línea blanca que las separaba.

“Es un condón muy fino, abogada” –dijo el técnico”.

“¿Usa usted este tipo de preservativos, señor?” –le preguntó la fiscal al esposo.

“Con mi esposa, jamás, señora…” –respondió él, de inmediato, pero, de inmediato, también, se mordió la lengua.

“Entonces –intervino al agente a cargo del caso–, podemos suponer que lo trajo el… atacante”.

“Esto confirma lo que dijo el forense –añadió la fiscal–; el violador usó preservativos…”

“Sí…”

La víctima lloró en el pecho de su marido.

“¿Tenemos algo más?” –preguntó la fiscal.

“Todavía no” –le respondió el técnico.

“¿Cabellos, vello púbico?”

“Nada, abogada”.

“¿Preservativos usados?”

“No, abogada; el violador se los llevó”.

“Estamos, entonces –dijo la fiscal, después de pensar un rato–, ante un delincuente organizado… que sabía bien lo que hacía…”

Nadie dijo nada.

“Hay que embalar ese pedazo de envoltura y llevarlo al laboratorio… Tal vez encontremos huellas digitales en él…”

El agente de la DPI replicó, luego de carraspear un par de veces para aclarar la garganta:

“Lo dudo, abogada –dijo–; es un pedazo de plástico muy pequeño… Además…”

“Pero, que lo lleven a dactiloscopia… Tal vez tenemos suerte…”

Ayuda

El tiempo en este tipo de requisas pasa rápido. Dos horas después, el ayudante de la fiscal subió al segundo piso de la casa; la acompañaba una mujer alta, que vestía el uniforme de una perfumería.

“Aquí está, abogada” –le dijo.

“Me alegra”.

“Creo que está un poco asustada… Le expliqué que necesitamos su ayuda, y que no tiene nada de qué preocuparse…”

“Yo hablaré con ella”.

La fiscal le sonrió a la recién llegada. Le explicó qué era lo que deseaba de ella, y, más tranquila, la mujer entró a la habitación.

“Esa es la almohada” –le dijo la fiscal.

Dudó un poco la mujer, pero, dando un paso hacia adelante, pidió que le acercaran la almohada a la nariz. Puso sus manos hacia atrás y cerró los ojos. Aspiró por largos segundos. Se retiró, se limpió la nariz con un pañuelo, volvió a acercarse a la almohada, y aspiró una vez más, moviéndose despacio de un lado a otro, en el centro.

De pronto, sin separarse de la almohada, y con los ojos cerrados, dijo, con firmeza:

“Le Male de Jean Paul Gaultier”.

“¿Está segura?”

La mujer levantó una mano para pedir silencio.

“Eros de Versace” –dijo, después de unos segundos.

“¿No está segura, señora?” –le preguntó la fiscal, con voz áspera.

La mujer se retiró de la almohada. Le brillaban los ojos a causa de una secreta felicidad.

“Hay dos perfumes, señora –dijo, con acento firme–; Le Male de Jean Paul Gaultier y Eros de Versace”.

La fiscal la miró por un momento.

“¿Está segura?” –repitió.

“Señora –respondió la mujer, levantando la frente–, vivo doce horas al día en medio de estos perfumes… Me los sé de memoria…”

“Muchas gracias, señora”.

La mujer dio un paso hacia la puerta de salida.

“Espere –la detuvo el agente a cargo del caso–, espere, por favor…”

“Dígame –dijo ella–, ¿en qué más puedo servirle?”

“Solo una cosa…”

La mujer esperó a que el policía siguiera hablando.

“¿Recuerda a los clientes que más le compran estos perfumes?”

“Bueno, no solo nosotros los vendemos, señor…”

“Pero, sí les compran estos perfumes, ¿verdad?”

“Claro”.

“Y, ¿son caros?”

“Sí, son caros”.

“O sea, que no los usa cualquier tipo de gente…”

“Nuestros clientes son exclusivos, señora”.

“¿Finos? ¿Adinerados?”

“Podría decir que sí”.

“¿Recuerda a los clientes que le compran…?”

“Creo que sí, señor, pero, a menos que mi jefe me diga, no puedo mencionarle nombres… Usted entiende”.

La fiscal intervino, dando un paso hacia adelante, como el pavo real con la cola extendida.

“¿Y si yo se lo pido?” –le dijo.

“Hágalo con la orden de un juez, señora…”

La fiscal se mordió los labios.

“Sólo una cosa más” –dijo.

“Dígame”.

“¿Qué tipo de personas usan estos perfumes?

“Ya se lo dije”.

“Lo que quiero decir es si son gente agresiva, tranquila…”

“De eso no sé nada, señora…”

“Bien… Gracias”.

“¿Quién me va a llevar de regreso a la tienda?” –preguntó la mujer, hablando con ese acento superior de la persona que es consciente de su repentina importancia.

La fiscal no dijo nada. El agente de la DPI le respondió:

“Yo la llevo –le dijo–; necesito hablar con usted algunas cosas más”.

Ella sonrió con algo de coquetería.

La fiscal se volvió hacia el esposo.

“Le haré una pregunta directa, señor –le dijo–; ¿conoce a alguien que use este tipo de perfumes?”

El hombre miró a la fiscal, luego, a su mujer y, después de un tiempo, movió la cabeza hacia los lados

Continuará la próxima semana...