Crímenes

Grandes Crímenes: El caso del prestamista enamorado (II Parte)

“¡Por la gracia de Dios soy policía!”. Lilia, “La Chuchis”
11.04.2020

Este relato narra un caso real.

Se han cambiado los nombres.

Rigo lo mataron a cuchilladas en su propia casa, en su propio dormitorio. Algunos vecinos escucharon gritos, vieron salir de la casa a unos muchachos, y alguien llamó a la Policía. Los agentes de la DPI encontraron la puerta de entrada abierta, y el cuerpo de Rigo, ensangrentado, envuelto en una sábana. Estaba tirado en el suelo de la sala.

¿Por qué lo mataron? ¿Quiénes eran los asesinos? ¿Qué haría la DPI para hacerle justicia a aquel hombre? ¿Hasta dónde llegarían los agentes de homicidios para encontrar a los criminales? ¿Merecía Rigo morir de esa forma?

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Todas esas preguntas debería responderlas Lilia, la agente que estaba a cargo del caso, sin embargo, sus respuestas pasaban por encontrar a los asesinos y ponerlos en manos de la fiscalía.

Reto

“¿Puede con este caso? –le preguntó a Lilia el oficial que dirigía la Policía de Investigación en Comayagua–. Si no puede, dígame y pongo a alguien capaz para que lo investigue”.

Lilia se mordió los labios.

“Claro que puedo, inspector” –respondió.

“¿Está segura?”.

“Segura”.

“Bueno…”.

El oficial dudaba. No era muy amigo de las mujeres, sabe Dios por qué, y confiaba poco en ellas.

Lilia dio media vuelta y se retiró.

En aquel momento le dijeron que habían visto la camioneta de Rigo estacionada en una calle de tierra, al frente de una cuartería. Eran las once de la noche.

“Vamos” –les dijo a dos de sus compañeros.

“¿Solo nosotros?”.

“No hay más gente”.

“¿Sabés a donde nos vamos a ir a meter? Apenas nos vean entrar, nos van a agarrar a tiros…”.

“Si tenés miedo, quedate –le respondió Lilia–. Cuando yo decidí ser policía, entendí que este trabajo era peligroso, y que hasta podría perder la vida cumpliendo con mi deber, pero aun así, quise ser policía, para servir y proteger a la gente. Y no es que no tenga miedo, es que tengo que cumplir con mi deber, y tenemos la obligación de encontrar a los que mataron al prestamista. Pero si vos no querés ir, pues me voy con el chofer… Si es que quiere ir…”.

Nadie dijo nada y los tres llegaron pronto a aquel barrio oscuro, lleno de polvo y de peligros. Estacionaron la patrulla detrás de la camioneta de Rigo, que estaba estacionada en la calle, y se bajaron con las armas en la mano.

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La puerta de entrada, de metal, estaba cerrada. Lilia la abrió de una patada, y entraron. Tocaron en el primer cuarto, luego en el segundo, y de cada uno fueron sacando mujeres medio dormidas, hombres desnudos y muchachos que protestaban a grito partido.

“Vos andabas con Rigo, el prestamista” –le gritó Lilia a un muchacho que se había escondido debajo de una cama, y al que sacaron del pelo.

“No, yo no andaba con él” –se defendió el muchacho.

“Tus compañeros me dijeron que vos lo mataste”.

“No, yo no fui… Fue Cristian… Cristian fue el que lo mató… Yo no sé por qué se enojaron, si se llevaban bien y hasta marido de él era, pero cuando menos acordé, ya lo estaba apuñaleando…”.

A Lilia nadie le había dicho nada. Le dijo aquello al muchacho para ver su reacción. Y la estrategia dio resultado.

“Y ¿dónde está Cristian?” –le preguntó al muchacho, que había empezado a llorar.

“Allí está, en su cuarto”.

Cristian no estaba.

“¿Quiénes más estaban en la casa cuando mataron al prestamista?”.

El muchacho dio dos nombres más. Solo uno de ellos estaba en la cuartería.

A eso de las dos de la mañana, los tres policías salieron de aquel lugar con dos detenidos. Ambos menores de edad. Sin embargo, cuando llegaron a la calle, se encontraron con un muchacho que los veía tranquilamente, apoyado en un poste y comiéndose una paleta.

“Ese es el Chele” –le dijo a Lilia uno de los detenidos.

“¿Qué? ¿Estaba en la casa del prestamista?”.

“Sí”.

Lilia se acercó al Chele, le apuntó con la pistola, y lo pegó a la pared de un empellón.

“¿Qué pasó? ¿Qué pasó? –dijo el Chele–. ¿Por qué me estás agarrando? Yo no he hecho nada”.

“Tus compañeros dicen que sí; que vos mataste a Rigo el prestamista, allá en el barrio Arriba”.

“No, yo no fui… Fue Cristian… Cristian fue”.

Cristian

Era un muchacho, recién salido de la adolescencia. Alto, delgado, guapo y con don de mando. No era la primera vez que le interesaba a la Policía. En varias ocasiones había estado detenido, sin embargo, siempre salía.

“Pago cien mil varas y ya” –decía.

“¿A quién se las pagás?” –le preguntaron en una ocasión, en la propia sede de la Policía en Comayagua.

“¿Y a quiénes, pues? –preguntó él–. Pues a los que me dejan salir… Aquí, el que tiene el billete hace lo que quiere… ¿Me entendés, man?”.

Y Cristian seguía en la calle después de haber sido capturado varias veces. Pero ahora era sospechoso de homicidio, y, quizá, le esperaban muchos años en la cárcel, si es que lo atrapaban.

“Yo lo voy a capturar” –le dijo Lilia a su jefe.

“¿Usted? –le preguntó este, con tono despectivo–. No me haga reír. Este caso es para hombres. Usted mejor será que se quede a barrer…”.

“Yo lo voy a atrapar” –insistió Lilia.

“¿Y si no?”.

“Pido la baja”.

“Vaya, pues… Y si lo atrapa, yo le doy un premio”.

Cacería

En aquel momento comenzó la cacería de Cristian. Ahora, ya sabía que lo buscaban, y se escondía. Se le consideraba el asesino de Rigo el prestamista, y sabía que si lo atrapaban no saldría tan fácilmente de la cárcel.

“¿A qué se dedica Cristian?” –preguntó “La Chuchis” a uno de sus informantes.

“Pues, se dedica a todo. Cobra la renta, vende droga, cambia dólares falsos, consigue cipotas para gringos viejos y calientes, complace a hombres solos por dinero, vende carros robados, vende armas pandas, y hasta consigue uniformes de la Policía…”.

“¿Es cierto todo eso?”.

El informante dudó antes de responder. Se rascó la parte de atrás de la cabeza.

“Pues, mire, yo no sé si eso sea cierto, pero aquí se dicen muchas cosas, y usted sabe cómo es la gente de alterativa… Pero, de que se dedica a algo chueco, pues sí se dedica a algo chueco… El man anda siempre en malos pasos”.

“Y, ¿dónde lo puedo encontrar?”.

“Está siempre en todas partes…”.

“¿Cómo así?”.

“Pues anda por los mercados recogiendo la renta, va a los negocios, se lleva en burdeles y en cantinas, siempre recogiendo dinero… Yo no sé dónde lo puede encontrar”.

“¿Y tus amigos?”.

“Voy a hablar con ellos”.

Pero de poco sirvió. Cristian aparecía y desaparecía, y el crimen de Rigo se iba quedando sin castigo. Y varios casos caían cada semana en manos de “La Chuchis”, con lo que el caso del prestamista enamorado iba quedando sepultado en una pila de nuevos expedientes. Esto, por supuesto, es normal en la DPI.

La actividad criminal en Honduras no la detiene ni el coronavirus, y, por mucha buena voluntad que haya en la institución, y, por muy buenos que sean, los agentes no tienen varita mágica para resolver los crímenes, ya que no solo es de soplar y hacer botellas.

“Además –dice un oficial de tres soles–, ni bien pagados que están los agentes, la mayoría vive con muchas limitaciones, y los estímulos que reciben para hacer mejor su trabajo, o para dedicarse de lleno a resolver los casos, son pocos. Más bien, allí hay una subcomisionada que más parece enemiga de los agentes; los presiona, los insulta, los obliga a estar en formación horas enteras, y esto, para que escuchen las mismas tonteras de todos los días, como si con formaciones se combate el crimen.

Por desgracia, nadie hace nada para mejorar las condiciones de los agentes, a pesar de las buenas intenciones del director de la DPI… Pero bueno, así son las cosas en Honduras… Yo creo que si quitamos algunas piedras de tropiezo, la Policía funcionaría mejor.

Y, entre esas piedras de tropiezo están los políticos ineptos que dirigen la Secretaría de Seguridad, los bajos sueldos, la mala alimentación, porque, aunque les den la comida a los policías, bien sabemos que se les dan cruda, carne dura, un huevo, una cucharada de frijoles, tres tortillas y un pedazo de queso, y con eso todos los días, nadie se siente estimulado en la institución.

Pero, como aquí la política está por encima de todo, y bien sabemos que la política todo lo pudre, así que, los policías seguirán penando hasta que surja un verdadero liderazgo, y buenos líderes sí tenemos en la Policía… que debe ser dirigida por policías, y no por militares… ¿Entiende?”.

“Entiendo”.

“Escriba esto, Carmilla; escriba lo que le digo… Yo ya me voy a retirar de la institución, pero quisiera que las cosas mejoren para la Policía, que es una institución noble… Escríbalo sin miedo”.

“Lo escribiré, aunque, en mi opinión, Julián Pacheco está haciendo un buen trabajo”.

“¿Eso cree usted?”.

“Eso veo yo, y, aunque el señor general no sea de mi agrado, creo que ha hecho un buen trabajo en la Secretaría”.

El comisionado no dijo nada más. Nada más tenía qué decir. Sin embargo, al despedirnos, agregó:

“Los policías merecen un mejor sueldo, mejor alimentación, turnos lógicos, trato más humano, liderazgo positivo y que les quiten las cadenas que les han impuesto los hipócritas defensores de los derechos humanos. Escriba eso también, por favor”.

Más

¿Cuánto hay de verdad en todo esto? ¿Cuánta razón tienen los que desean mejores condiciones de trabajo y mayores estímulos para los policías? Y, ¿en manos de quien está hacer realidad estas aspiraciones?

Pero, mientras esto sucede, el crimen seguirá golpeando a Honduras, y policías como “La Chuchis” seguirán firmes para enfrentarse a los delincuentes, y para que el delito no convierta de nuevo al país en el más violento del mundo.

Mercado

Cristian se confió. Salió de su casa y fue al mercado de Comayagüela a cobrar la renta. Mientras esto sucedía, Lilia estaba frente a su jefe, que le decía:

“¿Ya vio que no pudo agarrar al Cristian? Yo se lo dije. Mejor le voy a dar el caso a un hombre, y a usted la voy a asignar a labores administrativas…”.

“Yo le dije que le voy a traer al Cristian, y se lo voy a traer”.

“¿Cuándo?”.

“Pronto”.

“Bueno, pues ya sabe lo que le espera si no me cumple su palabra”.

En ese momento sonó el celular de “La Chuchis”.

“Cristian está en el mercado” –le dijo su informante.

“Ya te llamo –respondió Lilia, y volviéndose hacia su jefe, le dijo: –Permiso para retirarme, señor”.

“¿Qué –le dijo el inspector–, ya es hora de barrer el cuarto?”

“No, señor”.

“Retírese”.

Lilia llegó al mercado en pocos minutos. Hablaba por teléfono con su informante.

“Anda en una bicicleta. Está por las bodegas de granos”.

“¿Con quién anda?”.

“Solo”.

“¿Cómo anda vestido?”.

La conversación se alargó conforme el informante daba más y más detalles.

“Está por las ventas de pollo crudo”.

Esto era ya en la calle.

Lilia hizo que detuvieran la patrulla. No tardó en ubicar a Cristian. Iba en una bicicleta. La patrulla arrancó, saltó “La Chuchis” sin esperar a que se detuviera, y se enfrentó a Cristian. Este se bajó de la bicicleta, pero no pudo hacer nada.

“La Chuchis” lo arrinconó contra una pared. Lo esposó y lo subió a la parte de atrás de la patrulla.

“Les doy cincuenta mil lempiras para que me dejen ir –les dijo a los agentes–; cien mil; doscientos cincuenta mil… ¡quinientos mil! Solo díganme que sí y mi vieja me los trae aquí mismo”.

Nadie le respondió.

Cuando “La Chuchis” regresó a las oficinas de la DPI, se acercó a su jefe y le dijo:

“Jefe, allí le traje al Cristian”.

“¿Qué?”.

“Allí está”.

“¿Lo capturaste?”.

“Lo capturamos, jefe… Es la DPI la que hizo el trabajo…”.

Nota final

Cristian saldrá en libertad dentro de treinta años. El inspector se disculpó con “La Chuchis” y le preguntó:

“Me convence usted, Lilia… Dígame, ¿qué quiere comer? Yo la invito”.

“No, jefe; no quiero nada. Solo cumplí con mi deber porque, por la gracia de Dios, soy policía”.