Tegucigalpa, Honduras.- Cada mes de septiembre Honduras concentra su memoria cívica en torno al día 15, cuando se conmemora la Independencia de Centroamérica (a excepción de Belice y Panamá). Sin embargo, aquel proceso no se limitó a un solo acto; la historia revela que estuvo delineado por momentos que permanecen en la periferia de la memoria colectiva, como el 28 de septiembre de 1821 y el 1 de julio de 1823.
Esta primera fecha marcó la llegada de los pliegos de Independencia al país, un hecho que notificó oficialmente a Honduras de la separación del dominio español, aunque la noticia no se propagó simultáneamente por toda la provincia. La geografía montañosa y los caminos difíciles, agravados por la temporada lluviosa, hicieron que la llegada de los pliegos fuera desigual y lenta.
La recepción del anuncio tampoco fue uniforme. De acuerdo con el historiador y escritor Mario Argueta, “la acogida colectiva a las noticias, especulo, fue recibida de distintas formas tanto por las élites locales como por las clases populares: júbilo y adhesión, rechazo e indiferencia”.
Y si bien, la fecha por sí misma no constituye un hito emancipador que merezca ser reconocida como parte crucial del proceso de libertad política, apenas dos años después —el 1 de julio de 1823— Honduras consolidó su Independencia de México, al que las provincias centroamericanas se habían incorporado unos meses después de proclamarse libres de España.
Esta segunda declaración de Independencia, a juicio del historiador, “es más importante que el 15 (de septiembre). Los puntos y declaratorias de esta segunda acta emancipadora resultan más firmes y categóricos”. Pese a ello, esta fecha, al igual que el 28, permanece relegada a la historiografía y a círculos académicos, sin lugar destacado en la memoria colectiva.
El 15 de septiembre, en cambio, se ha consolidado como la fecha central del fervor patrio, con actos protocolarios y celebraciones que configuran la identidad nacional y centroamericana. Paradójicamente, según Argueta, “el 15 de septiembre debía ser día de duelo, por ser la fecha en que (Francisco) Morazán fue condenado a muerte sin otorgarle el derecho a la defensa”.
Este contraste revela cómo la construcción del calendario patrio privilegia la espectacularidad y la simbolización de un acto sobre otros momentos igualmente decisivos.
Hoy, a un día de cerrar septiembre, queda la lección para los años venideros, de que la Independencia debe leerse como un proceso accidentado y no como un único instante.
El 15 enmarca un acta firmada sin consulta a las provincias —la declaratoria de Independencia habría sido “una decisión unilateral de la élite comercial, religiosa y burocrática de Ciudad de Guatemala, sin haber tomado en cuenta la opinión (...) de los provincianos”, comentó Argueta—; el 28, el tránsito lento de una noticia por caminos agrestes; y el 1 de julio, una segunda emancipación más firme.
En conjunto, son piezas de una historia que desborda las conmemoraciones oficiales y que obliga a preguntarnos qué tanto hemos comprendido, más allá de los desfiles, el verdadero sentido de nuestra independencia.