Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: El caso del enfermero asesinado

Hay errores que se pagan demasiado caro
29.11.2020

La última vez que lo vieron con vida fue la medianoche de ese viernes, cuando se despidió de sus compañeras en el hospital privado donde trabajaba desde hacía dos años. Había hecho doble turno y estaba cansado. Dijo que se iba directo a su casa porque al día siguiente, sábado, tenía que estar de nuevo en el trabajo al mediodía. Le debía un turno a una compañera, y no saldría de allí sino hasta el lunes, a las seis de la mañana.

Róger trabajaba duro. No tenía padres; los había perdido cuando era niño, y lo crió una tía en medio de muchas dificultades y pobrezas. Y, aunque en un tiempo Róger se descarrió del buen camino, llegó el día en que sentó cabeza y quiso hacer algo útil con su vida, y entonces, decidió estudiar enfermería. Solo tenía el tercer año del ciclo común, pero deseaba tener algo seguro para ayudar a su tía y ayudarse a sí mismo. Después estudiaría Bachillerato por suficiencia e iría a la universidad para hacerse licenciado en Enfermería. Después de aquellos años de locuras adolescentes, Róger “pensaba con la cabeza”, como decía su tía, y, paso a paso, iba caminando hacia su sueño. Por ahora, era enfermero auxiliar. El año siguiente empezaría el Bachillerato. Tenía tiempo, estaba joven y era inteligente, sin embargo, todo se derrumbó de repente a su alrededor y, ese viernes, fue el último de su vida… El domingo en la tarde lo encontraron muerto, desnudo, atado de pies y manos, con los dedos deshechos a golpes, la mandíbula quebrada y castrado. Lo habían torturado antes de degollarlo. La herida que tenía en el cuello era grotesca y, en opinión del forense, le quitó la vida en cuestión de segundos.

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“Este es un crimen de odio –dijo el agente de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI), que dirigió el levantamiento del cuerpo; lo torturaron para vengarse de él por algo que hizo, y después lo mataron de esa forma tan horrible. Quien le hizo esto a este muchacho lo odiaba…”.

Pero, ¿por qué alguien podía odiar a Róger?

Era amable, servicial, educado, divertido y bondadoso, no tenía enemigos, se llevaba bien con todo el mundo y se hacía querer de todos. Aunque en su adolescencia tuvo que ver una que otra vez con la Policía por cosas casi insignificantes, nunca le hizo daño a nadie, por eso, ¿cómo era posible que aquel detective estuviera diciendo que alguien odiaba de tal manera a Róger como para matarlo de esa forma?

“Pero, lo que vemos es eso –dijo el policía–; es una forma horrible de morir”.

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Saludo

El guardia que estaba de turno esa noche en el hospital dijo que Róger se despidió de él, que le regaló un pan con huevo y frijoles y se fue “hacia la derecha”, por donde se iba siempre. Vivía en el barrio Villa Adela, y casi siempre caminaba hasta su casa. Nunca le había pasado nada. Era conocido y querido por todos.

“A Róger lo interceptaron en algún punto entre el hospital y su casa –dijo el policía–, lo subieron a un vehículo y lo llevaron a alguna casa loca para torturarlo y asesinarlo. ¿Por qué? Para cobrar algo grave que Róger había hecho. Esto es así… Es el modus operandi de alguien que se quiere vengar de algo terrible”.

Pero, ¿qué era eso terrible que había hecho Róger? Nadie podría decirlo. Róger no le hacía mal a nadie.

Seis meses después, pocas personas recordaban a Róger. La vida sigue y, como dijo el poeta, ¡qué solos se quedan los muertos! Sin embargo, una tarde se recibió una llamada anónima en la Policía de Investigación Criminal. Era una mujer y, aunque trataba de deformar la voz, se notaba que era algo mayor.

“Yo tengo información de los que mataron a Róger el enfermero hace como seis meses –dijo–; uno de ellos es el que le dicen “El Chido”…

Luego, dio más detalles, y resultó que la Policía conocía desde hacía mucho tiempo al “Chido”. Tenía 25 años, dirigía una banda de maleantes que se enfrentaba a muerte a otros grupos de la zona, y era temido por los vecinos.

“¿Por qué “El Chido” mató al enfermero, señora?” –le preguntaron.

“Búsquenlo… Él sabe por qué…”.

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Y colgó.

Era hora de reabrir el caso de Róger Cruz y buscar al “Chido”. Pero, acercarse a él no era fácil, así que los agentes de Delitos contra la Vida les pidieron ayuda a los informantes que siempre colaboran con la Policía.

Lo que supieron de “El Chido” era que manejaba un arsenal, que nunca estaba solo, que dormía cada noche en lugares distintos, que traficaba con droga a menor escala, pero que estaba subiendo a pesar de que dos grupos estaban en guerra con él. Además, compraba cosas robadas y las revendía a un tope. Y había algo más: acababa de enviudar. Bueno, su mujer, una cipota de quince años, tenía ocho meses de haber muerto.

“¿De qué murió la muchacha?”

“Pues, estaba embarazada y un día se enfermó, de una infección o algo así, y alguien le recetó unas medicinas… Pero de nada sirvió porque se murió esa misma noche… Dicen que fue una muerte horrible porque la chavala se ahogó, como si algo le hubiera caído mal”.

Aquello era suficiente para los agentes. Aunque tenía una idea acerca de lo que pudo haber sucedido con Róger, los agentes empezaron a hacer una hipótesis, mientras hacían más preguntas.

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“Yo no sé nada de eso –les dijo la tía de Róger–. Mi sobrino ya está muerto y de nada sirve estar revolviendo cosas que más bien le pueden traer problemas a uno…”

“Pero, nosotros sabemos que usted fue la persona que nos llamó para decirnos que “El Chido” tenía algo que ver en la muerte de su sobrino”.

La mujer abrió los ojos como si estuvieran a punto de salirse de las órbitas, y ahogó un grito llevándose una mano a la boca.

“¡Cállese, por Dios santo! –dijo–. Mire que aquí hasta las piedras tienen oídos…”.

“Perdone… Díganos, ¿qué más es lo que usted sabe…”.

La mujer cerró la puerta.

“Mejor hablamos en otra parte –les dijo a los detectives–, pero es que hace como ocho meses, Róger fue a ponerle una inyección a la cipota del ‘Chido’, y parece que era alérgica y se murió… Aunque Róger quiso rescatarla, no pudo… La cipota se murió… Creo que por eso es que le viene el fracaso a mi muchacho, y ahora, mejor váyanse, que si se dan cuenta que he hablado con ustedes, me van a venir a matar a mi casa…”.

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“El Chido”

Aunque los detectives no tenían la seguridad de que “El Chido” era el culpable de la muerte de Róger, el fiscal estuvo de acuerdo en que los agentes hablaran con él, por las buenas o por las malas, así que una tarde, después de un mes de vigilancia, encontraron al “Chido” en la colonia Rodríguez. Se estaba bajando de una camioneta Ford Explorer cuando dos patrullas de la Policía le cerraron el paso. Él se plantó frente a los policías levantando las manos.

“¿Por qué hacen eso? –les dijo–. Soy un comerciante legal, mi arma es legal y tengo permiso y mi carro es mío…”.

“Queremos hablar con vos” –le dijo el agente”.

“¿De qué?”.

“De Róger, el enfermero, al que mataste hace siete meses…”.

“Yo no maté a nadie. Ustedes están inventando cosas, como siempre”.

“Tenemos testigos… Según parece, no hiciste bien las cosas, y dejaste viva a gente que ahora te acusa de haberlo raptado cuando salió del trabajo, a medianoche, y de habértelo llevado para torturarlo por lo que le hizo a tu mujer, la cipota que estaba embarazada y que murió por la inyección que Róger le puso”.

Mientras el detective hablaba, “El Chido” se ponía blanco, rojo y azul de la ira, y sus ojos echaban chispas.

“¿Quién fue el maldito sapo?” –gritó.

Quiso bajar las manos.

“Levantá las manos –le dijo el agente, sin dejar de apuntarle a la cabeza con su arma de reglamento–. Si hacés un movimiento sospechoso, te disparamos…”.

“A ese maldito sapo que me traicionó no le va a durar el gusto…”.

“Estás detenido por el asesinato de Róger Cruz, el enfermero. Tenés derecho a guardar silencio. Todo lo que digás puede y será usado en tu contra en un juicio. Tenés derecho a un abogado. Si no podés pagar uno…”.

“¡Ya, ya! Mucha palabra, man… Hacé tu trabajo y si podés probar que yo pelé a ese chavalo, pues, es tu trabajo, y yo lo respeto…”.

“¿Por qué lo mataste?” –le preguntó el detective, cuando lo subían a la patrulla.

“Quiero hablar con mi abogado”.

“Solo era una pregunta”.

“Solo te voy a contestar cuando esté conmigo mi abogado”.

“Pero, vos aceptaste que lo mataste…”.

“Yo no te he dicho nada… Vos sos el que está inventando esas cosas…”.

“¿Conocías a Róger, el enfermero?”.

“Aquí todos nos conocemos”.

“¿Por qué lo mataste?”.

“El Chido” guardó silencio.

“Fue porque le puso una inyección a tu mujer y ella era alérgica… ¿Verdad?”.

“No sé de qué estás hablando…”.

La ira consumía por dentro a aquel hombre.

“Y tu mujer estaba embarazada, ¿verdad?”.

“El Chido” no dijo nada, pero las venas de su cuello parecían a punto de estallar.

“Tenemos testigos en tu contra… Será mejor que colaborés con la Policía… Además, sabemos a qué te dedicás, y te tenemos bien marcado…”.

“Me estás acosando, y eso es ilegal, entiendo yo… Si tenés pruebas, presentalas, y ya callate la boca”.

Nota final

El juez no encontró méritos suficientes para detener al “Chido”. Sigue esperando pruebas para ordenar su captura. Han pasado varios años, y la muerte de Róger sigue sin castigo… Tal vez no se sepa nunca la verdad, aunque el detective de la DPI está seguro de haber resuelto el caso…

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