CARLOS. Era joven, apenas había cumplido los veinticinco años y era trabajador. No tenía padres, pero quienes lo habían criado lo amaban como a uno de sus propios hijos. Carlos era agradecido. Se portaba bien, nunca bebía ni fumaba, no jugaba cartas ni fútbol, nunca llevaba armas y estaba siempre dispuesto a ayudar a su papá, don José, como él le decía, a trabajar en la milpa y a cuidar a los animales. Sin embargo, Carlos tenía dos problemas. Era epiléptico desde niño, y, a pesar de los medicamentos, de vez en cuando tenía convulsiones, algunas, muy severas. Sin embargo, iba bien por la vida y hasta tenía novia. Se llamaba Carmela. Era una vecina de diecisiete años, agraciada y muy de su casa. Sus padres aceptaron que se relacionara con Carlos porque “es un muchacho bueno”. El segundo problema era que no sabía leer ni escribir. Nunca fue a la escuela. Vivió en una aldea remota de Olancho, y allí, su madre luchó para crecerlo los primeros cinco años de vida; murió ella y sus abuelos se encargaron de él. Murieron ellos y un amigo del abuelo lo trajo a la casa a los siete años. Ya padecía de epilepsia. En los centros de salud poco podían hacer por él. Hasta que lo trajeron a Tegucigalpa y le dieron medicinas. No tenía cura, pero con los medicamentos estaría bien. Y, un día, hablaron de matrimonio. Carlos aprendería a leer y a escribir con la campaña de alfabetización que anunciaba el gobierno, y mejoraría mucho. Y prometía ser un buen esposo. Carmela lo quería. Pero, ya que el diablo no desea ver feliz a nadie, llegó el día en que metió sus narices en la felicidad de Carlos y Carmela.
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Había llovido, era la mejor parte del invierno y estaban aprovechando la segunda cosecha del año. La primera había sido generosa, pero la segunda sería mejor. Y habría maíz para la casa, para los animales y hasta para vender o cambiar por una pareja de cerdos a la que Carlos le había echado el ojo, y que quería para empezar con una porqueriza. Además, la platanera iba creciendo, y la cosecha sería excelente. Sus hermanos de crianza, aunque trabajadores como él, descansaban en Carlos la mayor parte del trabajo, pero esto a él no le molestaba. Cuando quiso tener gallinas no tardó en llenar el gallinero y tener huevos de sobra; cuando quiso tener tilapia aprovechó una hondonada, la cerró, trajo agua del río Pelo y aprendió a cuidar los alevines. Todo iba bien para él. Dios lo bendecía, pero alguien deseaba su mal.
Una tarde en que amenazaba tormenta, se fue a la laguna, para estar pendiente de desaguarla y de evitar que se ensuciara con sedimentos, porque las tilapias son delicadas y lo hacía solo, porque sus hermanos de crianza no eran muy dados a los esfuerzos extra. La lluvia empezó a caer a las tres de la tarde. A las ocho de la noche dejó de llover. Carlos no regresó a la casa. Creyeron que estaba haciendo algo en la laguna. Ya aparecería en la mañana, porque había algo que no se pasaba nunca: el desayuno, las tortillas recién hechas, los frijoles calientes, el café de olla y los huevos fritos. Con todo esto, tomaba su medicina. Su mamá adoptiva lo esperó. Pero, en vano. Cuando empezaron a preocuparse por él, lo fueron a buscar. Allí estaba, en la laguna. No a la orilla, en el centro de la laguna. Flotaba boca abajo, con los brazos extendidos y casi inmóvil. Estaba muerto.
DPILa Policía no tardó en llegar. Primero estudiaron la zona. Encontraron huellas de botas de hule en una de las orillas del estanque. Eran las botas de Carlos que tenían una señal particular. Se había parado en un machete y había “herido” el calcañal de la bota. Pero había varias huellas más de botas de cuero, de tacón duro y grueso, algo gastado, pero claro, y que se había hundido en el barro cerca de las huellas de las botas de hule. Por supuesto, había más huellas alrededor, cuando fueron a buscar a Carlos y lo encontraron muerto. Pero, para los agentes de investigación criminal de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI) las primeras huellas eran muy importantes. Fueron hechas mientras caía la tormenta. Las otras se notaban más secas y más recientes. Entonces, sacaron el cuerpo de Carlos. Carmela lloraba y sus padres adoptivos se desgarraban en llanto. Sus hermanos y hermanas lloraban en silencio. Carlos fue bueno y se dio a querer.“Lo más seguro, señor -dijo el papá-, es que vino hasta aquí para cuidar que la tormenta no le dañara la laguna y, en ese momento, fue cuando le dio el ataque... Y como era epiléptico se ahogó”.“Es posible, señor” -le dijo el oficial a cargo del levantamiento.“Tiene entre diez y quince horas de muerto” -dijo el forense.“O sea, doctor, que murió ayer... entre tres y seis de la tarde... Porque, según nos dicen sus familiares, a las tres se vino para la laguna”.“Sí -dijo el médico-, y se ahogó... Aunque, no creo que haya tenido ataque de epilepsia”.“¿Por qué no?”.“No veo mordeduras en los labios ni en la lengua, no veo la rigidez de casos como este, que se quedan marcados si se muere en uno de ellos y veo en la parte de atrás de la cabeza algo así como un golpe”.El médico, el ayudante del fiscal, los agentes de la DPI y dos de los ancianos de la aldea se acercaron para dar fe de lo que decía el forense. Y allí estaba. Era un golpe recto en la parte media de la cabeza, dado con fuerza con un objeto romo, tal vez un palo o una rama gruesa.“El golpe vino de izquierda a derecha -dijo el médico-, y fue uno solo, dado con fuerza; esto lo aturdió, o sea, a la víctima, y lo lanzó al agua de la laguna; allí no se pudo reponer y se ahogó. Luchó por su vida, pero no tenía fuerzas ni conciencia”.El agente a cargo del caso detuvo al forense.“Espéreme un momento, doctor -le dijo-, tengo que ver algo”.Y regresó a la orilla del estanque... Buscó algo... y allí estaban. Las huellas de las botas de hule de Carlos, y, más atrás, las huellas de aquellas botas de cuero de tacones grandes, altos y gastados del lado derecho.“Alguien vino detrás de Carlos -dijo el agente a uno de sus compañeros-, tenía la intención de matarlo y estuvo esperando la oportunidad exacta para hacer parecer que Carlos moría ahogado después de sufrir un ataque de epilepsia... Carlos no lo vio venir; o tal vez sí, porque seguramente si lo vio era alguien de su confianza. Este, en un descuido de Carlos, lo golpeó y Carlos cayó a la piscina de las tilapias. Aquí murió tal y como el asesino quería. ¿Pero, por qué?”.“El porqué ya lo vamos a saber -le dijo al agente su compañero-, primero vamos a buscar las botas de cuero”.“Aquí hay bastantes”.“Que saquen fotos y un molde en yeso de esas huellas... El asesino de este muchacho está cerca de aquí... Tal vez en su misma casa”.“¿Por qué decís eso?”.“Carlos no tenía muchos amigos, estaba enfermo y se cuidaba, no tenía vicios y se iba a casar con una muchacha bonita de la aldea... Y alguien cerca de él le tenía envidia, porque, además, era exitoso en todo lo que se proponía... Y esto que no era hijo de los señores que lo criaron”.“Entonces...”
La Policía no tardó en llegar. Primero estudiaron la zona. Encontraron huellas de botas de hule en una de las orillas del estanque. Eran las botas de Carlos que tenían una señal particular. Se había parado en un machete y había “herido” el calcañal de la bota. Pero había varias huellas más de botas de cuero, de tacón duro y grueso, algo gastado, pero claro, y que se había hundido en el barro cerca de las huellas de las botas de hule.
Por supuesto, había más huellas alrededor, cuando fueron a buscar a Carlos y lo encontraron muerto. Pero, para los agentes de investigación criminal de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI) las primeras huellas eran muy importantes. Fueron hechas mientras caía la tormenta. Las otras se notaban más secas y más recientes. Entonces, sacaron el cuerpo de Carlos. Carmela lloraba y sus padres adoptivos se desgarraban en llanto. Sus hermanos y hermanas lloraban en silencio. Carlos fue bueno y se dio a querer.
“Lo más seguro, señor -dijo el papá-, es que vino hasta aquí para cuidar que la tormenta no le dañara la laguna y, en ese momento, fue cuando le dio el ataque... Y como era epiléptico se ahogó”.
“Es posible, señor” -le dijo el oficial a cargo del levantamiento.
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“Tiene entre diez y quince horas de muerto” -dijo el forense.
“O sea, doctor, que murió ayer... entre tres y seis de la tarde... Porque, según nos dicen sus familiares, a las tres se vino para la laguna”.
“Sí -dijo el médico-, y se ahogó... Aunque, no creo que haya tenido ataque de epilepsia”.
“¿Por qué no?”.
“No veo mordeduras en los labios ni en la lengua, no veo la rigidez de casos como este, que se quedan marcados si se muere en uno de ellos y veo en la parte de atrás de la cabeza algo así como un golpe”.
El médico, el ayudante del fiscal, los agentes de la DPI y dos de los ancianos de la aldea se acercaron para dar fe de lo que decía el forense. Y allí estaba. Era un golpe recto en la parte media de la cabeza, dado con fuerza con un objeto romo, tal vez un palo o una rama gruesa.
“El golpe vino de izquierda a derecha -dijo el médico-, y fue uno solo, dado con fuerza; esto lo aturdió, o sea, a la víctima, y lo lanzó al agua de la laguna; allí no se pudo reponer y se ahogó. Luchó por su vida, pero no tenía fuerzas ni conciencia”.
El agente a cargo del caso detuvo al forense.
“Espéreme un momento, doctor -le dijo-, tengo que ver algo”.
Y regresó a la orilla del estanque... Buscó algo... y allí estaban. Las huellas de las botas de hule de Carlos, y, más atrás, las huellas de aquellas botas de cuero de tacones grandes, altos y gastados del lado derecho.
“Alguien vino detrás de Carlos -dijo el agente a uno de sus compañeros-, tenía la intención de matarlo y estuvo esperando la oportunidad exacta para hacer parecer que Carlos moría ahogado después de sufrir un ataque de epilepsia... Carlos no lo vio venir; o tal vez sí, porque seguramente si lo vio era alguien de su confianza. Este, en un descuido de Carlos, lo golpeó y Carlos cayó a la piscina de las tilapias. Aquí murió tal y como el asesino quería. ¿Pero, por qué?”.
“El porqué ya lo vamos a saber -le dijo al agente su compañero-, primero vamos a buscar las botas de cuero”.
“Aquí hay bastantes”.
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“Que saquen fotos y un molde en yeso de esas huellas... El asesino de este muchacho está cerca de aquí... Tal vez en su misma casa”.
“¿Por qué decís eso?”.
“Carlos no tenía muchos amigos, estaba enfermo y se cuidaba, no tenía vicios y se iba a casar con una muchacha bonita de la aldea... Y alguien cerca de él le tenía envidia, porque, además, era exitoso en todo lo que se proponía... Y esto que no era hijo de los señores que lo criaron”.
“Entonces...”
El agente pidió hablar con Carmela a solas, mientras seguían con la investigación preliminar y con los otros trámites del levantamiento.
“Yo lo quería” -dijo la muchacha.
“Y él la quería a usted” -le dijo el detective.“¿Usted cómo lo sabe?”.
“Porque trabajaba duro para tener algo que ofrecerle a usted cuando se casaran”.
“Ah, sí”.
“Dígame, pero antes de hablar tómese su tiempo, piénselo bien”.
“Ajá”.
“¿Quién es el muchacho que está enamorado de usted y que le decía que no se metiera con Carlos porque estaba enfermo?”.
La muchacha abrió los ojos, asombrada.“¿Cómo sabe usted eso?” -preguntó.
“Nosotros lo sabemos todo”.
“Fue ‘Chebo’... Es que ‘Chebo’ siempre estuvo enamorado de mí y me decía que me iba a robar, pero como ya sabía que me había comprometido con Carlos y que yo lo quería, pues dejó de molestar, pero de vez en cuando me buscaba y hasta trataba de besarme a la fuerza cuando me iba a la quebrada a lavar la ropa... Y hasta me vigiaba”.
“¡Excelente! Ahora, dígame, quién es ‘Chebo’”.
“Se llama Eusebio; es el hermano de crianza de Carlos... El que está sentado allí en esa piedra”.
El detective llamó a dos de sus compañeros.
“Acérquese a ese chavalo que está sentado en la piedra, allí, por el cerco, y disimulen... Si se quiere ir lo detienen de inmediato”.
Cuando Eusebio vio que los tres hombres se acercaban bajó de la piedra y quiso saltar el cerco de alambre de púas que Carlos había puesto alrededor de la laguna de las tilapias para mantener alejados a los cerdos, y, en ese momento, los hombres cayeron sobre él. El oficial a cargo se acercó. Le miró las botas. Los tacones y las puntas gastadas eran parecidas a las de las huellas. Le miró las manos que tenía pequeñas heridas, como si se las hubiera hecho con astillas de ocote.
“Mataste a tu hermano porque estás enamorado de la muchacha” -le dijo el detective.
“Ya lo sabemos todo”.“Si confesás, el fiscal te va a ayudar”.
Eusebio bajó la cabeza. Dijo dónde había tirado el pedazo de rama de pino y los detectives lo sacaron del fondo de la laguna. El forense lo embaló y dijo que podrían encontrarse en él restos de cabellos y piel...
Eusebio fue condenado a veintidós años de prisión. Sigue esperando en el presidio de Juticalpa, Olancho. Nadie lo va a ver.