Selección de Grandes Crímenes: El último cuervo (Parte 2/2)

¿Hasta cuándo, hombre, seguirás escogiendo el mal? Seis meses después, el oficial me llamó para decirme que lo encontraron colgando del cuello

  • 13 de julio de 2025 a las 00:00
Selección de Grandes Crímenes: El último cuervo (Parte 2/2)

CASO. Era la una de la tarde de un jueves de junio cuando el doctor Emec Cherenfant subió al segundo piso del Hospital San Jorge, en el barrio La Bolsa de Comayagüela. Silbaba una canción y subió las gradas con la energía de un muchacho, pero, al llegar, se detuvo de pronto. Había policías penitenciarios por todas partes, y, en una esquina, sentado en un sillón forrado de cuerina verde, estaba un hombre joven, no muy alto, delgado, rasurado al rape, y en cuyo rostro se notaban esos rasgos de locura que, aunque silenciosos, muestran el caos que hay en el interior. Miraba como alelado, movía la cabeza, hacía ruidos con la lengua y agitaba las manos que tenía esposadas a la espalda, haciendo sonar la cadena que le ataba los pies. Un oficial se acercó al doctor Cherenfant y lo saludó.

“Doctor -le dijo, después-, lo estamos esperando. Le traemos un paciente. ¿Lo recuerda?”.

El doctor se acercó al hombre, vio las cicatrices que tenía en el rostro y algo de aquellas facciones deformes por la locura, le dijo que lo conocía. Estiró una mano hacia él, y él no hizo nada.

“Es peligroso, doctor -le advirtió, sin embargo, el oficial, mientras los otros policías se ponían en alerta-, dicen los doctores que está loco, pero hace dos meses quiso estrangular a uno de sus compañeros peleando un vaso de plástico... Está en aislamiento, entre los presos que tienen problemas mentales y pasa casi todo el día hablando solo; a veces le da por golpearse la cabeza en las paredes, y otras se pone frente a una pared y con el índice derecho raspa un ladrillo hasta que le sale sangre”.

El doctor Cherenfant vio las cicatrices en la frente, y, en aquel momento, el hombre levantó la mirada, y se encontró con la del doctor. Algo brilló en sus ojos y el doctor supo que lo había reconocido.

“Yo no quería hacerlo, doctor -empezó a decir el hombre, con angustia repentina-; yo no quería, pero las voces, esas voces... Me decían que lo hiciera”.

El doctor Cherenfant lo miró tratando de entenderlo. No sabía de qué estaba hablando.

“¿Recuerda a este hombre, doctor?”, le preguntó el oficial.

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“Sí, sí lo recuerdo... Fue mi paciente hace unos... cuatro años. Lo trajeron de Jamastrán porque lo atacaron con machete y le hirieron la cara... Creo que es hijo adoptivo de dos señores muy buenos”.

“Era hijo adoptivo de esos dos señores, doctor” -explicó el policía.

“¿Era? ¿Qué quiere decir?”.

“¿No sabe nada de lo que pasó con este su paciente, doctor?”.

“En verdad, no... Traía heridas graves en la cara, en los brazos y en la espalda, lo llevamos al quirófano, le suturamos las heridas, le transfundimos sangre, porque casi muere desangrado y estuvo cinco días en recuperación, aquí, en el hospital... Después, los papás se lo llevaron, y tenían que regresar en quince días, para ver cómo evolucionaban las cirugías, pero no volvieron nunca... Y ahora tiene esos grandes queloides en la cicatriz de la cara e imagino que es por eso que lo trajeron”.

Es por eso, doctor -dijo el oficial-, que a veces, se rasca esos bultos que tiene en la cicatriz y sangra... El doctor de la penitenciaría recomendó que lo trajeran donde su cirujano plástico, que es usted, para que le ayude y así no se vaya a infectar o se desangre... Y varios defensores de derechos humanos, y un pastor de iglesia, presionaron al director para que le dieran atención médica”.

“Pero, ¿de verdad ha perdido la razón?” -preguntó el doctor.

“Las voces, doctor -dijo el paciente, de pronto-, las voces... Me dicen que yo soy malo, y yo no soy malo, doctor... Yo soy bueno... No le hago daño a nadie... Allí me estoy siempre, quedito y callado, pero las voces me dicen que lo que hice es de un hombre malvado... Y yo no quería hacerlo... No... Yo no”.

“Y, ¿qué fue lo que hiciste?” -le preguntó el doctor.

“Yo no fui, doctor... Yo no fui... Usted me vio aquel día, cuando me quisieron matar porque estaba enamorado de una chavala... Y yo no les hice nada”.

El doctor empezó a recordar. Lo atacaron a machetazos en un camino solitario, cerca de su aldea. Encontraron en una cantina a un hombre con la ropa y las botas de hule manchadas de sangre y la Policía lo relacionó con el intento de asesinato, pero después nada se supo. Y el doctor también recordaba a la pareja que lo había adoptado desde que murió su madre y nadie de la familia lo quería tener. Ellos se hicieron cargo de él y le dieron un lugar en su casa y en sus corazones.

“Ya lo recuerdo todo” -dijo el doctor.

POLICÍA

“Este hombre es peligroso, doctor -dijo el oficial-; tenemos órdenes de no quitarle las esposas, ni liberarles los pies. Puede atacar a cualquiera en cualquier momento y es capaz de hacer daño con lo que encuentre a mano... Por eso, le pido que lo evalúe, que nos diga qué se puede hacer para ayudarle con esas pelotas que tiene en la cicatriz, y qué es lo que tenemos que hacer... Pero, desde ya le digo, doctor, que la penitenciaría no puede pagar sus honorarios”.

“Eso no es problema -dijo el doctor-,pero estos queloides han crecido mucho y tienen lesiones serias... Y este sí es un problema... Habría que llevarlo al quirófano, retirar los queloides, tratar las cicatrices y volver a suturar, con la esperanza de que este hombre no se siga haciendo daño a sí mismo... Si las heridas se infectan, sería grave para él... Puede necrosar la piel, y no podríamos hacer nada... Quedaría peor de lo que está”.

“Yo no hice nada, doctor... Yo no quería... Las voces me decían que si no lo hacía me iban a llevar al infierno... Y yo no quería, doctor... No...”

Las miradas del doctor y del paciente se cruzaron.

“¿Verdad que usted se acuerda que yo soy bueno? -dijo el hombre-. ¿Verdad que se acuerda de mis papás, que eran buenos?”.

El doctor Cherenfant se volvió al oficial.

“¿Eran?” -le preguntó.

“Eran, doctor -dijo el policía-. Él los mató”.

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“¿Qué? -exclamó el doctor Cherenfant, abriendo más los ojos a causa de la sorpresa-. ¿Es verdad eso que me está diciendo?”.

“Tan cierto como que estoy hablando con usted en este momento, doctor”. -dijo el oficial.

El doctor Cherenfant tenía la garganta seca.

“Pero, ¿cómo pasó eso? ¿Hace cuánto fue?”.

El policía habló despacio.

“Hace unos tres años, doctor -dijo-. Este hombre y su papá adoptivo, estaban en la milpa y él le dijo que oía voces... y el señor lo regañó... Se descuidó y él lo atacó a machetazos. Lo mató allí mismo. Después, regresó a la casa, y atacó a la señora, pero el perro que tenían la defendió. Por desgracia, la señora murió en el hospital de Danlí, porque le dieron dos paros cardíacos... A este hombre lo tuvieron detenido en Danlí, luego lo trasladaron a Medicina Forense de Tegucigalpa y allí estuvo, en el Mario Mendoza. Después, lo llevaron al Santa Rosita, pero lo juzgaron; los psiquiatras y psicólogos dijeron que estaba apto para ser juzgado, que sabía bien lo que hacía y lo que había hecho, y que fingía su locura porque, imagínese usted, es un hombre muy inteligente y así quería confundir a las autoridades... Y lo condenaron a treinta años. Del Santa Rosita lo llevaron a la penitenciaría, pero nunca dejó de comportarse así, siempre con esa actitud... la de una persona que no está en sus cinco sentidos, y decidieron ponerlo con los presos que tienen problemas mentales... Allí, atacó a una persona por un vaso... y casi lo mata”.

El doctor Cherenfant escuchaba todo aquello como en una pesadilla, mientras el policía hablaba, el preso repetía que escuchaba voces... De pronto se puso de pie, se abalanzó sobre el doctor, y quiso morderlo. Abrió la boza, enseñó los dientes llenos de caries, y el furor en sus ojos. Tres policías lo detuvieron.

“¿Ve, doctor?” -preguntó el oficial.

“Las voces me dicen que me lo coma, doctor... Que me lo coma... como me comí a mi papá, allá en la milpa...”

El doctor miró al policía.

“Sí, doctor -dijo éste-, parece que se comió pedazos de la carne del señor y bebió algo de su sangre”.

“Esto es... increíble” -murmuró el doctor, mientras el paciente reía, y movía la cabeza, diciendo incoherencias.

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“Yo opino que lo regresemos a la cárcel, doctor -opinó el policía-; no creo que valga la pena hacer algo por este hombre”.

“No -dijo el doctor Cherenfant,; no se lo lleve... Hay que ayudarlo. Para eso lo trajeron aquí. Padece esquizofrenia, y lo que ha hecho, aunque ha sido terrible, no es su culpa”.

“¿No, doctor? -lo interrumpió el policía, enarcando las cejas-. ¿Usted dice que este hombre no es culpable de lo que hizo? ¡Mató a dos personas buenas que solo querían hacerle el bien, doctor!”.

“Sí, es verdad. Pero, no es responsable de sus actos... Es culpable de las muertes, pero estaba enfermo... Y yo no soy quien para juzgarlo... Mi deber es ayudarlo... y es lo que vamos a hacer... Pero, necesito que ustedes lo controlen. Vamos a hacerle unos exámenes, y le vamos a dar un sedante. Si el resultado de los exámenes sale bien, lo vamos a operar mañana... Hay que quitarle esas deformaciones en el rostro... Tal vez ayude a que se sienta mejor”

“¿Está seguro, doctor?”.

“Sí. Ustedes me van a ayudar”.

NOTA FINAL

El doctor Cherenfant se acomodó en la silla, detrás de su escritorio, en su clínica del hospital San Jorge, y se rascó la frente con tres dedos. Luego, dijo:

“Redujimos las cicatrices lo más que pudimos, retiramos los queloides y lo tuvimos aquí tres días. Estuvo sedado casi todo el tiempo. Y regresó a la cárcel. Seis meses después, el oficial que lo trajo custodiado, me llamó para decirme que lo encontraron colgando del cuello... Hizo una cuerda con tiras de una sábana y se ahorcó. Los testigos dijeron que escuchaba voces que le decían que era un hombre malo, y que si se mataba el diablo lo iba a perdonar y se iría derechito al cielo... Y se quitó la vida. Nadie quiso hacerse cargo del cuerpo y yo le compré un ataúd, el carro de la funeraria lo llevó a Jamastrán y lo enterramos cerca de sus padres adoptivos... Creo que, allá en el cielo, ellos lo perdonaron”.

Una lágrima asomó en los ojos del doctor Cherenfant, y sonrió.

“¡El último cuervo!” -exclamó.

Esperó unos segundos, y luego dijo:

“Tal vez sea cierto eso que dicen: Cría cuervos y te sacarán los ojos. Tal vez”

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