RESUMEN. Al doctor Emec Cherenfant lo llamaron para que fuera a la Morgue y tratara de identificar un cuerpo que habían traído desde Danlí. Tenía unas marcas especiales, y el forense dedujo que eran cicatrices de una cirugía especial, y, al encontrar en una libreta el número del doctor, el forense sacó sus deducciones. Llamaría al doctor Cherenfant. Era un viernes caluroso de marzo y la víctima tenía unas dieciocho horas de haber muerto.
“¿Por qué me llaman? -preguntó el doctor, extrañado.
“Perdone la molestia, doctor -le explicó el forense-, pero sería largo de explicar... El cadáver tiene unas cicatrices en los genitales, donde le implantaron la bombita, y el nombre suyo y su número de teléfono están escritos en una libreta de direcciones”.
“¿Cicatrices en los genitales? -preguntó el doctor Cherenfant.
“Así es, doctor”.
Lo encontraron muerto en un abismo lleno de árboles y piedras, adelante de Jacaleapa y lo ingresaron a la morgue como desconocido... La Policía de Danlí no tenía el reporte sobre alguna persona desaparecida en las últimas veinticuatro horas, y en El Paraíso, y cerca de allí, nadie estaba buscando a un familiar... Pero, el doctor Cherenfant lo reconoció...
“Es don José Nicanor Fuentes -dijo-, mi paciente”.
El cadáver estaba irreconocible. Le habían desfigurado la cara a golpes, de modo que no quedaba de ella más que una masa sanguinolenta, jirones de piel, algunos dientes quebrados y astillas de hueso. Le quemaron las manos, y se las golpearon con un objeto pesado. La Policía no encontraría ninguna huella digital en aquellos restos de dedos.
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“No hay crimen perfecto -dijo el doctor Cherenfant, examinando la entrepierna del cuerpo-, estas son las cicatrices de la cirugía... Le implantamos la bombita hace algún tiempo... Era diabético y su esposa es una mujer joven... y él estaba enamorado”.
“¿Por qué desfigurarlo?” -intervino el agente de la Dirección Policial de Investigaciones.
“Alguien quería que no lo reconocieran” -dijo el forense.
“O que tardaran en reconocerlo” -opinó el doctor Cherenfant.
Tres semanas después, José Nicanor, el hijo mayor de la víctima, estaba en la clínica del doctor Cherenfant junto a su esposa y el abogado Enrique Flores Rodríguez, penalista, catedrático universitario, doctor en Criminología y Ciencias del Comportamiento, y un apasionado de la investigación criminal. Estaban investigando la muerte de don Nicanor. La Policía había avanzado en la solución del caso, pero estaba estancada porque no tenía indicios suficientes para presentar el caso ante el fiscal.
“Mi papá tenía mucho dinero -dijo Nicanor hijo-, y había hecho un testamento hacía apenas unos dos meses, un nuevo testamento en el que le dejaba la mitad de sus bienes a su esposa... Y ahora ella lo está vendiendo todo, mal vendiendo, quiero decir... Como si tuviera prisa por hacer dinero... Y esto que mi papá le dejó una gran fortuna”.
“Es sospechoso” -dijo el doctor Cherenfant.
“Muy sospechoso” -convino el abogado Flores.
LLAMADA
Se ha dicho siempre que no hay crimen perfecto. La muerte violenta de don Nicanor dejó muchas dudas, y muchas pistas, aunque la Policía no podía relacionarlas directamente con los sospechosos. El carro de don Nicanor no había sido encontrado. Era una camioneta Nissan, nueva, en la que salió la última noche en que lo vieron con vida. La Policía creía que había sido interceptado en alguna parte solitaria, obligado a bajar del carro, o alguien subió con él, y lo llevaron bajo amenazas a un sitio lejano, donde le dieron muerte. El forense dijo que había sido estrangulado y que después lo desfiguraron y le destrizaron las manos, pero había también un detalle: le habían robado. Su reloj Rolex de oro no aparecía, ni su cadena de oro con un crucifijo, un anillo con una piedra de jade, y su billetera en la que siempre llevaba mucho dinero.
“Tengo a algunos amigos detrás de estas cosas -dijo el abogado Enrique Flores-, estamos tratando de ayudarle a la Policía... El GPS de la camioneta está desactivado y creemos que fue llevada a Nicaragua, pero lo que nos llena de dudas es ¿por qué la viuda está vendiendo todo lo que le dejó don Nicanor? ¿Qué es lo que desea? ¿Por qué necesita tanto dinero en efectivo?”.
“La Policía cree que hay algo oscuro detrás de todo esto -dijo Nicanor-, sabemos que mi papá estaba enfermo, y que no podía complacer íntimamente a su esposa como él deseaba, o como ella necesitaba, y por eso hizo que usted, doctor, le pusiera la bombita... Pero, nunca fue lo mismo”.
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“¿Sospecha usted de la esposa?” -preguntó el doctor.
“Nosotros y la Policía -dijo el abogado Flores-, pero no podemos relacionarla con el crimen... Y es completamente legal que venda lo que le dejó su esposo... Es de su propiedad”.
Mencionó esto y se interrumpió. Acababa de sonar su teléfono celular.
“Tengo que contestar esta llamada” -dijo.
“Adelante” -le dijo el doctor.
Unos segundos después, al abogado Flores le brillaron los ojos y sonrió.
“¿Estás seguro?” -preguntó.
“Sí, abogado” -le respondieron.
“¿Dónde?”.
“En el barrio El Guanacaste... Tengo la dirección y el nombre del tope... Siempre compra cosas robadas, y si es oro, mejor para él”.
“¿Ya le dijiste a la Policía?”.
“No, abogado. Yo trabajo para usted”.
“Bien... Te llamo en unos minutos”.
“Está bien”.
El abogado Enrique Flores Rodríguez estaba contento. Se volvió hacia el doctor Cherenfant y miró a Nicanor.
“Encontraron el Rolex de su papá” -exclamó.
“¿Lo encontraron?” -gritó Nicanor.
“Sí... Alguien lo compró aquí, en Tegucigalpa... En el barrio El Guanacaste... Un tope...”.
“¿Sabe dónde es?”.
“Nosotros no podemos hacer nada -dijo el abogado-, vamos a avisarles a los agentes de la DPI”.
“¿Pero, y si el que tiene el reloj se da cuenta que lo está vigilando la Policía?”.
“A este tipo de personas siempre los vigila la Policía... Voy a hablar con el fiscal que lleva el caso y le voy a pedir que nos ayude con una orden de cateo”.
“¿El fiscal? -preguntó el doctor Cherenfant-. ¿Eso no tiene que ordenarlo un juez?”.
“También conozco al juez” -respondió el abogado Flores.
PISTAS
Una hora después de aquella conversación, doce hombres de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI), con ayuda de policías preventivos, rodearon una casa antigua en el barrio El Guanacaste, en Tegucigalpa. El fiscal ordenó el allanamiento sin pérdida de tiempo y el dueño de la casa, un hombre maduro, delgado, alto y que fumaba nerviosamente, fue esposado:
“Lo detengo por comprar y vender cosas robadas -le dijo el fiscal-, ahora, que si usted quiere colaborar con la justicia, podemos hablar”.
“¿Qué es lo que quieren?” -preguntó el hombre desde la silla en la que se había dejado caer, mientras su esposa lloraba y dos de sus hijos hacían preguntas.
“Requisen la casa... Busquen el reloj”.
La voz del fiscal resonó en aquellas viejas paredes de adobe.
“¿Cuál reloj? -preguntó el detenido.
“Un Rolex de oro que compraste hace unos días... ¿Dónde está? Si no lo entregás, te vamos a requisar todo... y te vamos a llevar detenido”.
“No tienen nada contra mí”.
“Sí tenemos”.
El hombre calló. Estaba nervioso. Su esposa se sentó a su lado para sobarle el pecho, pues respiraba ansiosamente.
“Yo lo compré -dijo, de pronto, el hombre-, me pareció una ganga y me quedé con él”.
“¿Dónde está?”.
El hombre le hizo una señal a uno de sus hijos, y este desapareció de la sala por un momento, seguido por dos agentes de la DPI. Cuando regresó, traía en una mano un Rolex de oro. El fiscal se volvió hacia el hijo de don Nicanor.
“¿Es este el reloj de su papá?” -le preguntó.
El abogado Flores Rodríguez dio un paso hacia adelante. Tomó el reloj, y se lo dio a Nicanor. Este lo miró y le dio vuelta de inmediato.
“Este es -exclamó-. Es el reloj de mi papá. Aquí está grabado su nombre y la fecha en que lo compró”.
Y así era. En la parte de atrás, escrito en letra cursiva, estaba el nombre de la víctima, y una fecha. El fiscal intervino.
“¿Quién te lo vendió? -le preguntó al hombre-. Si nos ayudás, te ayudamos”.
“Vinieron dos mujeres -respondió el hombre, después de dudar un momento-, una joven, y una mujer madura... Creo que eran la mamá y la hija... Venía con ellas un muchacho, un hombre al que conozco y que siempre me trae oro de Choluteca y de la zona de El Paraíso... y me consigue clientes”.
“¿Quiénes eran las mujeres?” -preguntó el fiscal.
“No me dijeron el nombre, y no les hago recibo por lo que les compro... Pero, una de ellas, la más vieja, le dijo a la joven el nombre... cuando estaba regateando el precio... Yo le ofrecí cincuenta mil lempiras por todo, o sea, el reloj, la cadena, la esclava y el anillo, y ella quería cien mil... Entonces, la mujer mayor le dijo: Pucha, Suyapa, ya tenés todo lo que te dejó el viejo y querés más... Dejáselo todo por cincuenta, y vámonos”.
“Tengo que darle cinco mil a Joche -dijo la mujer que se llamaba Suyapa-, y esto vale más”.
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El hombre hizo una pausa.
“Le di cincuenta y cinco mil” -dijo.
Hasta ese momento, Nicanor no había dicho una palabra, y su esposa estaba en silencio. El abogado Flores les había hecho señas para que no dijeran nada, oyeran lo que oyeran.
“¿Podés describirme a las dos mujeres?” -preguntó el fiscal.
“No muy bien”.
Entonces, el abogado Flores sacó una fotografía de una de las bolsas interiores de su saco, y se la dio al fiscal.
“¿Esta es Suyapa?” -le preguntó al hombre, enseñándole la foto.
“Ella es” -gritó el hombre.
“Excelente -dijo el fiscal, y se volvió hacia los agentes de la DPI-. Hagan que detengan a la mujer ahorita mismo... por sospechas de parricidio... Pero, antes de que cruce al otro lado de la frontera”.
“Te propongo algo -le dijo el fiscal al hombre, luego de ordenar que le quitaran las esposas-, si nos servís como testigo protegido, te vamos a ayudar”.
“Sí, claro que sí”.
“Pero, nos vas a entregar a las dos mujeres, o sea, las vas a reconocer, y nos vas a entregar al que te las trajo... O nos ayudás para que este hombre nos diga quién te las recomendó... Estas cosas eran de un hombre al que mataron de una forma horrible, y si nos ayudás, no vas a ser cómplice de este crimen”.
“Yo no soy cómplice de nada... -gritó el hombre-. Yo solo compro... cosas... El que me las trajo se llama Luis y vive en El Manchén... Él les va a ayudar... Él conoce al tal Joche...”
“¿Por qué decís eso?”.
“Porque la noche anterior vino a buscarme con un hombre bajo, fornido y de aspecto militar. Y le dijo: Mirá, Joche, aquí está mi amigo... Pero, que vengan ellas solas... Y me dijeron que tenían un oro que querían vender bien... Y eran el Rolex, la cadena, el crucifijo, una esclava gruesa, y un anillo con una piedra verde... Esos que tienen allí”.
NOTA FINAL
Antes de que los policías salieran de aquella casa del barrio El Guanacaste, el oficial de la DPI a cargo del caso recibió una llamada.
“Detuvimos a la mujer -le dijeron-, se llama Suyapa, y es la esposa de don Nicanor... Se estaba alistando para viajar... o para escapar... Dice que si ya la agarramos, no va a caer sola y que quiere hacer un trato con la fiscalía”.
“Excelente... Que te diga quién es Joche, dónde está, quién es la mujer que vino con ella a vender el reloj y las joyas, y quiénes raptaron y mataron a don Nicanor... Si colabora, voy a pedirle al juez la pena mínima... Si no, le esperan treinta años de cárcel”.
Una hora después, la mujer confesaba, y la DPI capturaba a tres personas más. La camioneta Nissan de don Nicanor la encontraron en un pueblo de Nueva Segovia, Nicaragua, llamado El Jícaro. Todo lo que había vendido la mujer volvió a los hijos de don Nicanor. La mamá, doña Suyapa, es la única persona que la visita en la Penitenciaría de Mujeres, en Támara. Ella la acompañó a vender las joyas.
“La avaricia destruyó a mi hija, doctor -le dijo la señora al doctor Emec Cherenfant, durante el juicio, al que asistieron el doctor y el abogado Flores Rodríguez-, don Nicanor la quería, pero ella seguía enamorada de un lépero que se la llevó cuando tenía doce años... y ese me la desgració... Pero, como de Dios nadie se burla, ese desgraciado está en silla de ruedas; en un accidente de moto se quebró la columna y estando así, en desgracia, le exigía dinero a mi hija”.
El doctor Cherenfant suspiró.
“No hay crimen perfecto, doña Suyapa -dijo-, y de Dios nadie se puede burlar”