Crímenes

Grandes Crímenes: El castigo de los siete (segunda parte)

Cuando se hace justicia por propia mano, el propio daño es mayor
23.11.2019

Luis lo raptaron una tarde mientras atendía a una muchacha en su negocio. Nadie lo volvió a ver con vida. Encontraron su cuerpo, torturado, en la carretera vieja a Olancho. Lo estrangularon con un torniquete. Su padre, desesperado, buscaba justicia. Sin embargo, la justicia en Honduras camina tan despacio que el crimen corre a sus anchas. Lo peor es que nadie puede contener la ola de violencia que se ha desatado en el país. Por desgracia, muchachos como Luis deben pagar con su vida la demagogia de unos y la ineptitud de otros.

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Bolsa

Era poco después de la medianoche cuando se recibió una llamada en el 911 diciendo que en tal y tal lugar había una bolsa sospechosa.

“¿Qué tipo de bolsa, señor?”.

“Bolsa de basura grande. Hay algo allí adentro, y no parece que sea basura”.

Después de un rosario de preguntas, el operador dijo que avisaría a la Policía. Cuando llegaron al lugar, los motorizados se encontraron con una horrible escena. De la bolsa sobresalía la coronilla de una cabeza, llena de pelo negro. En la Morgue Judicial comprobaron que se trataba de un hombre de unos veintiséis años. Era de regular estatura, delgado y le faltaba la falange del dedo meñique izquierdo. Permaneció en la morgue más de un mes. Pero, al día siguiente que encontraron su cuerpo, hallaron otro, tirado a la orilla de la carretera en la salida a Danlí. Igual que a él, lo habían torturado y estrangulado con un torniquete. Era joven, más aun que el primero, y, como aquel, no tenía tatuajes.

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La policía

No es que fuera una casualidad que se encontraran cadáveres en esas condiciones; ha sido casi el pan diario de los policías, sencillamente, porque el crimen no se detiene, sin embargo, el patrón de los dos casos llamó la atención de un agente de homicidios, o delitos contra la vida, de la DPI, o Dirección Policial de Investigaciones.

En este punto debo decir algo con justicia: aunque muchos no creen en la DPI, la mayoría de sus agentes son excelentes investigadores, responsables y capaces. Hacen su trabajo con entrega y sienten ese deseo de dar respuestas positivas a la población, sobre todo, a las familias de las víctimas. Y esto lo digo no solo porque es la verdad, sino porque esta verdad hay que decirla.

“Hay mucha similitud en estos casos –dijo el agente–, y, si no me equivoco, está por aparecer otro cuerpo en iguales circunstancias y con características parecidas”.

“¿Por qué decís eso?”.

“Mismas bolsas, como si hubieran comprado un lote, o suficientes para una misión específica; misma muerte, o mismo tipo de muerte: torniquete. Manos amarradas hacia atrás con nudo de ganadero; dedos de las manos quebrados y golpes en la cara. Además, señales de que fueron torturados con electricidad, y creo que fue con uno de esos bastones con que los ganaderos apuran a las vacas…”.

“Sabemos quiénes son las víctimas, y las dos tienen antecedentes; el primero, por escándalo en vía pública, lesiones y amenazas. El otro, por portación ilegal de armas de uso comercial”.

“Bueno, pues, el tercero va a traer un rosario de delitos… Ya van a ver”.

“¿Por qué estás tan seguro?”.

“Es que tengo una idea. Y la vamos a comprobar. ¿Se acuerdan de Luis, el muchacho del mercadito, que fueron a tirar delante de la colonia Sagastume?”.

“Sí”.

“Bueno, recuerden bien: mismas lesiones, y mismo tipo de muerte”.

“Entonces…”.

“Creo que alguien se está haciendo justicia por su propia mano…”.

Los agentes se miraron entre sí. Uno de ellos exclamó, después de unos segundos:

“¡El papá del chavalo!”.

“Eso lo vamos a confirmar hoy”.

“¿Cómo?”.

“Vamos a buscar al empleado del mercadito”.

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Fotos

El muchacho repartía volantes en la colonia Kennedy, y se ganaba ciento cincuenta lempiras diarios. Por supuesto, no tardaron en encontrarlo. Le enseñaron las fotografías de las víctimas.

“¿Los reconocés? –le preguntaron–. Tomate tu tiempo y fijate bien…”.

El muchacho vio las fotos. Una a la vez, y, después de una pausa larga, dijo:

“A este lo reconozco. Es uno de los que se llevó a Luis, el del mercadito… Este otro no sé…”.

“¿Estás seguro con este?”.

“Seguro, aunque tiene la cara hinchada, ese lunar en el cachete no se pierde… Y sí, es él…”.

“Bien. Ahora, decime algo: ¿el papá del muchacho habló con vos?”.

“Sí”.

“¿Te preguntó por los asesinos de su hijo, o sea, si vos los reconocías o se los podías describir?”.

“Sí, todo eso, pero yo solo vi a dos, y no le serví de mucho al señor”.

“Ok”.

Después

Tres días más tarde, sin nada claro más que el primer muerto era uno de los que raptaron y asesinaron a Luis, los policías descansaron un poco del caso. Para confirmar sus ideas, esperarían… Y no esperaron mucho tiempo.

Tres

El cuerpo estaba embolsado, amarrado de pies y manos, con lesiones en la cara y los dedos de las manos, y con un torniquete en el cuello. Los policías dieron un grito de alegría. Era aquel que parecía el jefe de la banda que se llevó a Luis, el exmilitar.

“Ahora sí ya sabemos qué es lo que está pasando –exclamó el jefe del equipo–; el señor se está vengando…”.

“Y, ¿por qué hará eso?” –preguntó, en tono de broma, uno de los agentes. Y él mismo se dio la respuesta: –Pues, porque la Policía se tarda mucho…”.

Nadie celebró sus palabras.

“Es hora de hablar con don Luis”.

“Y, ¿de qué vamos a hablar con él?”.

“De lo que está haciendo”.

“Y, ¿qué le podemos probar?”.

“Bueno, al menos, podemos hablar con él. Después, ya veremos”.

“¿Cuántos, se supone, que fueron los que se llevaron al muchacho?”.

“Cuatro…”.

“Entonces, si es así, falta uno…”.

“Podrían ser más”.

“Es cierto, pero, si esperamos un poco, vamos a encontrarnos con otro cristiano muerto en las mismas condiciones. ¿Tenemos la ficha de todos?”.

“Sí”.

“A estas alturas, los compañeros, o el que falta, si es que solo falta uno, ya debe saber que alguien los está cazando, y debe andar alerta”.

“Es posible”.

“Los familiares de las víctimas no han querido hablar con la Policía”.

“Pero una hermana del primer hombre dijo que lo habían amenazado a muerte”.

“Es normal, dedicándose a lo que se dedicaba; a menos que haya sido una amenaza especial”.

“¿Cómo así?”.

“Vos hiciste esto, esto y esto, y lo que te va a pasar es esto, esto y esto”.

“Ok. Ya entendí”.

“Qué bueno”.

“¿Tenemos el vaciado de los teléfonos de los tres?”.

“Sí, pero ningún número se relaciona con el señor Luis… Todas fueron hechas y recibidas en Tegucigalpa”.

“Y él es de Santa Bárbara”.

“Exacto… ¿Cómo supiste, brujo?”

“Ya ves. Detalles que uno tiene”.

El padre

Estaba sentado en una mecedora, en el porche de su casa, una vieja casa de adobe cuyas paredes medían más de metro y medio de ancho, con altas puertas y grandes ventanas rectangulares. A su lado, estaban dos hombres altos y delgados de mal aspecto, o sea, de mala cara, que llevaban brillantes pistolas al cinto.

“Queremos hablar con usted” –le dijo el jefe del equipo.

“¿De qué?”.

“De los cadáveres que han aparecido embolsados en Tegucigalpa…”.

“Deberían enseñarles a ustedes a expresarse mejor… Estás hablando de todos los embolsados de Tegus, y me imagino que no es esa tu intención…”.

“Han aparecido tres hombres muertos de la misma manera, y sabemos que, al menos dos de ellos, tuvieron que ver con el rapto y la muerte de su hijo”.

“Y, ¿cómo supieron eso? Me sorprenden ustedes. Ha pasado medio año desde que me mataron a mi muchacho, y ustedes no hicieron nada para encontrar a esos hijos de… Y vienen a mi casa a hablar tonterías, solo a especular, haciéndose ideas absurdas, sin evidencias, sin pruebas y, a lo mejor, con hambre…”.

“¿Qué insinúa?”.

“¡Pagué un millón de lempiras para que encontraran a los que mataron a mi hijo, y nada… El dinero no me importa… Y espero que el que me vivió disfrute lo que le queda en el banco…”.

“Ese es un delito…”.

“Yo creo, señores –replicó don Luis, después de un suspiro largo y sonoro–, que la estupidez y la ineptitud de los funcionarios públicos deberían considerarse como delitos, y castigarse con la burla y con un buen par de orejas de burro…”.

Nadie dijo nada.

En aquel momento sonó el teléfono celular del jefe del equipo.

“Encontraron a otro encostalado –le dijeron–, y el chavo del mercadito dice que es uno de los que se llevó a su patrón”.

“Van cuatro…” –exclamó el agente, viendo fijamente a don Luis.

“¿Cuatro?” –le preguntó este, y había una sonrisa leve en sus labios, aunque brillaban sus ojos con una especie de satisfacción morbosa.

“Aquel gesto me confirmó que don Luis estaba detrás de las muertes –dice el agente–; el problema era que no tenía forma de comprobarlo”.

Hace una pausa, prueba su café, y dice, después: “Yo estaba seguro de que no habría más muertes como aquellas, pero me equivoqué. Aparecieron tres más… en un lapso de cinco meses, y todos con el mismo patrón… Esto nos hizo pensar que los asesinos de Luis, porque ya no nos cabía duda que eran ellos, no solo fueron cuatro…”.

Toma otro poco de café, y dice: “Ahora nos preguntamos ¿cómo hizo ese señor para identificarlos, localizarlos y raptarlos? Imaginamos que alguien con conocimientos policiales, de investigación criminal, quiero decir, le ayudó, y contrató a un grupo de sicarios… Con el dinero que tiene, todo es posible…”.

Equivocación

El buen amigo que me dio este caso ha permanecido en silencio en casi toda la conversación, pero, al final, interviene, y dice: “Pero los policías estaban equivocados, Carmilla… El señor no contrató a nadie…”.

“¿No?”.

“No. A mí no me crea, porque esto no se puede confirmar, pero una persona de Trinidad, Santa Bárbara, que no sé quién es, me envió un texto y me dijo que los que mataron a Luis habían pagado. Qué el papá no pagó ni un centavo, pero que tenía unos parientes un poco malos, y de los que se había alejado por problemas personales, pero que llegaron un día donde él y le dijeron: Tío, estamos para ayudarle a castigar a los que dañaron a Luisito”

Nota final

Los agentes necesitan evidencias fuertes para acusar al señor, pero, según parece, no tienen nada en concreto. Nada.

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