Tegucigalpa, Honduras.- En un mundo obsesionado con lo ruidoso y lo efímero, Honduras se despide de un hombre que construyó un legado centenario sobre los pilares tranquilos y perdurables de la integridad y el trabajo.
Don Emilio Larach Chehade, quien falleció la madrugada de ayer, fue mucho más que un comerciante exitoso o un nombre reconocible en el letrero de una ferretería.
Fue una brújula moral para el sector privado hondureño, un caballero de la vieja guardia que demostró que los buenos no terminan últimos, sino que edifican cimientos que nos sobreviven a todos. Su partida deja un silencio en nuestra sociedad, pero los ecos de su martillo (construyendo no solo estructuras, sino valores) resonarán por generaciones.
Legado
Para comprender a don Emilio, hay que mirar más allá de los estantes de Larach & Cía. y adentrarse en el corazón del hombre que caminaba por sus pasillos.
Nacido en San Pedro Sula y de padres inmigrantes palestinos, heredó una ética de trabajo que roza lo mítico. No veía el trabajo como una carga, sino como una forma de dignidad. Durante más de siete décadas, fue el primero en llegar y el último en irse, impulsado por una filosofía de que “el negocio es servicio”.
Incluso entrada su décima década, cuando la mayoría se habría retirado a la comodidad del reposo, don Emilio todavía podía encontrarse en su escritorio o recorriendo el piso de ventas, saludando a empleados por su nombre, preguntando por sus familias, asegurándose de que cada cliente sintiera el calor de su gratitud.
Su ascenso desde joven empleado en el negocio de su suegro hasta convertirse en titán del comercio es una historia clásica de visión, pero lo que lo distinguió fue su negativa a tomar atajos.
En una época donde la corrupción tentaba frecuentemente a los ambiciosos, don Emilio se mantuvo como un objeto inamovible de honestidad. Famosamente remarcó que “el dinero bien ganado trae alegría sin hacer daño”, un mantra que guió cada transacción y contrato que firmó.
Demostró a una sociedad escéptica que uno puede ser extremadamente exitoso sin comprometer el alma, convirtiendo su reputación en su activo más valioso, de hecho, mucho más preciado que cualquier inventario.
El guardián de La Tigra
Más allá de la sala de juntas, don Emilio fue pionero de la responsabilidad social corporativa mucho antes de que el término se volviera una expresión en uso. Entendía que un negocio no puede prosperar en una sociedad que fracasa.
Su amor por Honduras no era abstracto, pues estaba arraigado en el mismo suelo que buscaba proteger. Fue un defensor incansable del medio ambiente, lanzando campañas como “Cuidá el bosque” y “Cada gota cuenta” hace décadas.
Su compromiso con el agua fue particularmente notable a través de su trabajo con Amitigra, la fundación dedicada a proteger La Tigra, la principal fuente de agua natural de la capital hondureña.
Don Emilio comprendía que sin agua, no hay vida, no hay futuro. Como vicepresidente de Amitigra, trabajó para que se cumplieran las leyes de protección de bosques y para evitar la escasez de agua que cada año amenaza a Tegucigalpa y Comayagüela.
Esta no era filantropía de escaparate, ni mucho menos, era convicción nacida de la certeza de que cuidar la naturaleza es cuidar a nuestra gente. Había una gentileza profunda en su tenacidad.
Don Emilio trabajaba 24/7 no por avaricia, sino por una genuina pasión por ser útil. Poseía un impulso alimentado por amor: amor por su familia, amor por su trabajo y amor por Honduras.
Fue la encarnación del líder servidor, un hombre que lideró con el ejemplo en lugar del decreto. Sus empleados no eran simplemente subordinados, para don Emilio, sus colaboradores eran su familia extendida, y cargaba con su bienestar como un deber personal. Él inspiraba una lealtad que ganaba a través de miles de pequeños actos de bondad y consistencia a lo largo de los años.
Monumento a la perseverancia
Su vida fue también un testimonio del tapiz de la identidad hondureña. Como hijo de inmigrantes, ejemplificó lo mejor del crisol de culturas que es Honduras, mezclando la laboriosidad de su herencia con un feroz patriotismo por la tierra que acogió a su familia.
Demostró que ser hondureño se define por lo que das a este país, no solo por dónde naciste o por lo que se puede tomar de la Patria.
Abrazó a Honduras con ambos brazos, y a cambio, Honduras lo abrazó como uno de sus hijos más ilustres.Navegó crisis económicas, turbulencia política y cambios sociales con mano firme, siempre manteniendo sus negocios a flote y su gente empleada.
Fue una fuerza estabilizadora y un recordatorio de que la consistencia y la decencia son los mejores antídotos contra el caos. Al lamentar su partida, debemos evitar la trampa de simplemente enumerar sus logros.
Su verdadera reseña está escrita en el carácter de las personas que inspiró. Don Emilio no endulzaba la realidad del trabajo duro. Sabía que era agotador, exigente y a menudo ingrato, sin embargo, enfrentaba cada día con una sonrisa y una actitud de “sí se puede” que era contagiosa.
Nos enseñó que el único camino hacia el verdadero éxito es el largo y empinado camino del mérito. En un mundo de gratificación instantánea, fue un monumento a la paciencia y la perseverancia.
Hoy, Honduras se siente un poco más vacía, pero también increíblemente enriquecida por haberlo tenido. Ha cerrado sus ojos, pero la luz que encendió en Honduras perdurará por mucho tiempo.
Ha terminado su turno en esta faena... La tienda está cerrada, los libros están balanceados y el resultado final es una vida magníficamente bien vivida. ¡Gracias, don Emilio!