Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: La carreta de la muerte

Como dijo el poeta: “La verdad es lo que es, aunque se diga al revés”.
26.12.2021

TEGUCIGALPA, HONDURAS.-General Sabillón. Cuando conocí a Ramón de Jesús Sabillón Pineda, en 2010, me sorprendió gratamente que fuera un lector adicto a estos casos de EL HERALDO, y que, incluso, los coleccionara.

“Sabillón es adicto a los casos -me dijo el general René Maradiaga Panchamé, en su oficina de subdirector de la Policía-. No se pierde ni uno, y se toma el tiempo para analizarlos y comentarlos”.

“Yo era capitán -me dijo el general Sabillón- cuando nos avisaron que en un solar baldío estaba el cuerpo de una mujer muerta. Era una mujer que había desaparecido hacía unas dos semanas, y de la que nadie se había ocupado mucho porque en aquella aldea la gente no se mete mucho en lo que no le importa, y le creyeron al marido que dijo que se había ido con otro porque ya no lo quería, y que le había dejado los niños, dos niños pequeños, varón y hembra”.

El general hizo una pausa, como para ordenar sus recuerdos.

“Fuimos al lugar, que resultó ser un potrero al que casi nadie iba. En una hondonada, bajo unos arbustos y cubierta por las ramas de varios árboles, estaba el cuerpo de la mujer, o lo que quedaba de ella, porque se la habían comido los zopilotes. Pero la reconocieron varios vecinos, sus hermanos y sus padres, y hasta el esposo dijo que aquel era el vestido que su mujer llevaba puesto cuando le dijo que se iba porque ya no lo quería y que no iba a volver”.

El general sonrió, me miró por un momento, mientras nos servían café y el desayuno de los policías, esto es, frijoles, huevo cocido, queso y dos tortillas que parecían hechas de papel cebolla.

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HUELLAS

“Después de que levantaron el cadáver -siguió diciendo el general Sabillón-, me quedé un tiempo más en el lugar para buscar algún indicio, alguna evidencia que nos ayudara a resolver el crimen, y les dije a los policías que andaban conmigo que se fijaran bien en todo, especialmente en lo que les pareciera raro, extraño o que no debería estar allí. Habían pasado dos semanas desde que la mujer se había ido de la casa y nadie supo de ella hasta que encontraron sus restos en aquella hondonada. Lo primero que supimos fue que el hombre era agresivo, que peleaba mucho con ella y que bebía mucho, sobre todo los fines de semana. Por supuesto, Carmilla, el marido era mi principal sospechoso, pero no iba a decir nada hasta que no tuviera algo firme para acusarlo del crimen, porque estaba claro que se trataba de un crimen”.

El general bebió un poco de café.

“Pasó el tiempo -dijo después-, y uno de los policías me dijo que había encontrado unas huellas a unos veinte pasos del lugar de donde estaba el cuerpo. Fuimos y vimos que eran huellas de ruedas de carreta, de carreta de bueyes. Estaban hundidas en el suelo fangoso y se notaban bien a pesar de la hierba. Había llovido bastante en aquellos días y las ruedas se hundieron en el suelo, dejando huellas que iban a tardar en borrarse”.

“Mi capitán -me dijo uno de los policías-, para mí que a esta mujer la mataron en otro lugar y la trajeron hasta aquí en una carreta de bueyes, para botarla en esa hondonada. Y, según hemos visto, el esposo de la víctima tiene una carreta de bueyes en la casa.”

“Excelente -le dijo el general-; ya vamos viendo que nada es como el marido dijo... Pero no solo él tiene carreta de bueyes por aquí, así que debemos ser prudentes antes de asustar al sospechoso”.

“Los policías estuvieron de acuerdo conmigo, y seguimos buscando. Más allá del lugar donde dejaron el cuerpo, entre unos arbustos, encontramos un zapato, una sandalia de correa. Estaba reventada”.

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AUTOPSIA

“A esta mujer la estrangularon -dijo el forense-, le quebraron la tráquea y la desnucaron, para hablar en buen castellano. Tiene rotas dos vértebras cervicales. Es como si alguien le giró la cabeza con fuerza hacia la derecha, pero después de haberla asfixiado”.

“De esto podemos deducir que el asesino la mató desde atrás -dijo el general Sabillón-, porque el forense dijo que la estrangularon con algo grueso, y grueso es un brazo. La inmovilizaron por la espalda, el asesino le rodeó el cuello con un brazo y, cuando ya no se movía, le giró la cabeza con fuerza hasta desnucarla. Creo que va siendo hora de que hablemos con el marido”.

“Ella se fue de la casa, como les dije -declaró el hombre-; teníamos seis años de estar juntos, y nos llevábamos mal desde hacía unos dos… No congeniábamos, y yo no aguantaba tanto reclamo y tanta peleadera…”

“Y por eso la mataste”.

“No, yo no la maté”.

“La estrangulaste con el brazo, y después la desnucaste. Ya muerta, la subiste a la carreta y la fuiste a dejar al potrero, donde creíste que no la íbamos a descubrir jamás”.

“No, señor; yo le aseguro que no la maté yo. Es cierto que me dolió todo lo que me dijo, pero yo no iba a desgraciarme la vida por una mujer. Créame”.

“Entonces, según vos, ¿quién la mató?”

“No sé. No sabría decirle”.

“¿Vos sabés con quien se fue tu mujer?”

“No, señor; solo sé que se fue…”

“¿Hace dos semanas?”

“Sí”.

“El forense dice que tu mujer tiene dos semanas de haber muerto, o sea, que la mataron el mismo día en que se fue”.

“Se fue en la noche, señor. Hace dos semanas se fue en la noche”.

El general Sabillón hizo una pausa y después siguió con el caso.

“¿Reconocés esta sandalia?” -le dijo el general al sospechoso. Y él la reconoció en el acto.

“Es de mi mujer -dijo-; con esas sandalias se fue… Yo se las compré en una feria”.

El general se detuvo por un momento.

“Mire, Carmilla -me dijo-, prefiero ver a un delincuente libre que a un inocente preso, y no sé por qué, pero aquel hombre me parecía sincero. Entonces debíamos buscar por otro lado. Supe que ese hombre se iba temprano a trabajar y se me ocurrió hablar con el niño mayor, uno de sus hijos. Le dije que me contara algo del amigo de su mamá, del señor que venía a verla a la casa; el niño bajó la cabeza, pero me dijo que se llamaba don Teo y que venía en un caballo y le traía leche y se estaba con él platicando en el cuarto, y me decía que me quedara callado porque aquel hombre era un enemigo de su papá, y que venía para buscarlo y matarlo, y que él tenía miedo”.

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El general esperó un momento, terminó su desayuno y le dio gracias a Dios por la comida.

“Tampoco quería asustar a Teo -dijo-; pero fuimos a su casa, como por casualidad, y estaba cuidando vacas. Era un hombre de unos cuarenta años, alto y fornido, y nos ofreció comida, pero le dije que solo andábamos conociendo el lugar. Vimos que tenía una carreta de bueyes, con las ruedas cubiertas con una cinta de acero, y yo me acerqué a la carreta para verla mejor. Él vino hasta mí, y me preguntó si me gustaba el campo. Yo le dije que sí y que desde niño me gustaba subirme a las carretas de bueyes. Le pregunté para qué la ocupaba y me dijo que para jalar cosas. Y en la carreta había paja, restos de paja, como una alfombra. Le dije a uno de los policías que revisara bien la carreta, y Teo me preguntó por qué hacía eso”.

“Yo no he hecho nada malo -me dijo-; y ustedes no tienen derecho a hurgar en mis cosas”.

“Mirá, Teo, o Teodoro, o como te llamés, mejor andá calmándote que a mí no me vas a impresionar. A Lina la mató el marido o la mataste vos, y si creés que podés jugar conmigo, estás equivocado. Lo que creo es que Lina dejó al marido en la noche y se vino para donde vos, pero como vos sos casado, y aunque ella lo sabía, el que haya dejado al marido y a los hijos botados para vivir con vos era un problema que no ibas a poder resolver, y por eso discutiste con ella, le recriminaste que hubiera dejado la casa, y ella se te puso arisca y vos la golpeaste, después la agarraste por detrás, a lo mejor para que dejara de gritar y tu esposa se diera cuenta, y le apretaste el cuello con el brazo hasta que dejó de moverse, y después le torciste la cabeza hacia la derecha y la desnucaste, pero ya estaba muerta. Entonces la subiste a la carreta y te la llevaste al potrero, donde se la comieron los zopes…”

El general Sabillón se veía complacido.

“En ese momento, el policía que revisaba la carreta encontró debajo de la paja la otra sandalia de la mujer. También estaba reventada. Se había enganchado en un clavo, y allí, bajo la paja, estuvo todo ese tiempo. Entonces, saqué mi pistola y le apunté a la cabeza a Teo y le dije que si se movía se moría. El hombre se rindió y después declaró en el juzgado que la mató sin querer, que lo que quiso fue callarla, porque se había ido a buscarlo a la casa, donde vivía con su mujer y sus hijos, y que le apretó el cuello, pero que no quería matarla. Muerta, la subió a la carreta y la fue a botar. Pero no contaba con que esos policías hijos de p… iban a descubrir todo”.

El general sonrió, terminó su café y me dijo:

“Carmilla, siempre voy a estar orgulloso de ser policía. Después le voy a dar otros casos que resolvimos con un grupo de buenos policías”.

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