Crímenes

Grandes Crímenes: El mal camino

Dicen que no tiene la culpa el perro que muerde, sino el que le enseñó a morder
12.12.2021

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Nota inicial. Hoy quiero hacer un homenaje sincero a cuatro héroes, a cuatro hombres valientes, solidarios y de buen corazón, como el buen samaritano. Son hombres que merecen el reconocimiento de toda Honduras por su coraje, por su entrega a una causa justa y por su ejemplo sin igual. Son cuatro ciclistas dignos de lucir para siempre una corona de laurel.

Alejandro Urquía, Allan Ochoa, Flavio Castro y Josia Urquía asumieron un reto para valientes. El 5 de diciembre recorrieron quinientos ochenta kilómetros en bicicleta, desde la frontera de Corinto hasta la frontera de Guasaule, con el objetivo desinteresado de ayudar a la Fundación Unilufi (Unidos por el Lupus y la Fibromialgia), una organización que apoya a mujeres que padecen estas horribles enfermedades. Y Alejo Urquía y sus amigos dijeron presente, y con este reto singular ayudaron para que el pueblo hondureño conozca mejor los efectos desastrosos de estas enfermedades. Alejo y sus amigos abrazaron el dolor de las mujeres que sufren cada día por el lupus y la fibromialgia, y por eso, este homenaje sincero para ellos, deseando que Dios los bendiga mucho más.

LEA: Selección de Grandes Crímenes: Descuidos mortales

DON LUIS

Era un hombre bueno, trabajador y amoroso con su familia. Tenía unas vaquitas, cerdos, gallinas, un par de caballos, dos burros y una mula; trabajaba en su propia tierra y, con el trabajo duro de cada día, nunca faltaba la comida en su casa. Tenía, además, tres hijos, Mario, Luis y Juan. Junto a su esposa, soñaba con grandes cosas para ellos. Sin embargo, el diablo, que no duerme nunca, no estaba a gusto con la felicidad de don Luis.

Un día, en una feria, se armó una balacera. Después de que pasó todo y que la gente regresó a la plaza, se encontraron con una escena dantesca. Don Luis estaba desangrándose, apoyada su espalda en una pared. Una bala perdida le dio en el estómago y la herida era tan grande que la sangre salía por ella a borbotones. Y nada se pudo hacer por don Luis. Murió en aquella acera, en un charco de su propia sangre. Y con su muerte, todo se destruyó en su familia.

Juana, su viuda, no sabía qué hacer. Las milpas se perdieron, las vacas se las robaron, los caballos enflaquecieron y la casa se convirtió en un cementerio. Pero, para colmo de males, sus hijos, sus tres hijos, empezaron a portarse mal. Ahora eran pendencieros, malcriados y vagos. No le hacían caso y despreciaban sus consejos con altanería. Juana, que los amaba con todo su corazón, doblaba rodillas y le suplicaba a Dios que la ayudara a enmendar a sus hijos. Pero, por más que Dios escuche las oraciones desesperadas de los padres, los hijos, al fin y al cabo, tienen su propio cerebro y también piensan, y Dios, que no es abusivo, respetó su libre albedrío.

ADEMÁS: Selección de Grandes Crímenes: La doncella del diablo

FIERAS

Un día, uno de esos días grises en la vida de Juana, una vecina llegó alterada hasta su casa y le dijo, sin molestarse en saludar siquiera:

“¡Ay, Juanita! ¡Ay, Juanita! Vieras lo que anda diciendo la gente por toda la aldea”.

“¿Qué anda diciendo la gente, doña Tila?”

“Ay, mija; no me lo vas a creer”.

“Dígame”.

“Pues por ahí andan diciendo que tus hijos se han juntado con una pacotilla de malandrines y que están asaltando a la gente en la carretera. Y hasta dicen que les roban el dinerito a los camiones repartidores, y que aquel muerto del otro día, aquel chofer de camión que apareció muerto en la orilla de la quebrada con dos tiros en la nuca, pues dicen que fueron tus hijos y sus amiguitos los que lo mataron”.

Juana levantó la mirada, había miedo en sus ojos, y la desesperación se había pintado en su rostro.

“¿Eso dicen, doña Tila?” -preguntó, con la garganta reseca y con el corazón a punto de estallarle en su pecho.

“Eso dicen, Juanita -respondió doña Tila-, y hasta dicen que ya la Policía Militar anda en las montañas buscando a esos chavalos… Ay, mamita, ¿quién iba a decir que en eso se iban a convertir esos angelitos de Dios? Desde que murió mi compadre Luis, hace ya cinco años, esos niños agarraron el mal camino… ¡Pobre de una madre, porque nosotras somos las que más sufrimos con las equivocaciones de nuestros hijos!”

Juana no supo qué decir. Más bien estuvo a punto de desmayarse cuando doña Tila cerró la conversación con esta profecía:

“Te los van a matar, Juanita. Te los van a matar”.

VEA: Selección de Grandes crímenes: Un misterio sangriento

+ Grandes Crímenes: Un misterio sangriento parte II

LAS FIERAS

Con el paso de los años, la banda de “Las Fieras” se hizo famosa en Comayagua. Asaltaban, secuestraban, robaban ganado y hasta gallinas cluecas se llevaban. Estaban bien armados y eran el terror de la gente. La Policía hacía operativos para capturarlos, pero ellos, que conocían bien las montañas, se perdían por tiempos, para aparecer de nuevo con otro crimen.

A veces, los hijos de Juana llegaban a visitarla, pero siempre en la noche o en la madrugada, y le llevaban dinero, dinero que ella rechazaba porque sabía que era producto de los crímenes que cometían contra la gente inocente.

“Hijos -les decía-, hijitos de mi alma, entréguense a la Policía, me los van a matar… Y ya suficiente sufrimiento tengo como para tener que enterrarlos a ustedes… Por favor, hijitos; por el amor de Dios”.

Pero las súplicas de Juana no servían de nada. Aquellos hijos suyos estaban en el mal camino y no querían apartarse de él.

“No sufra, mamá -le dijo Luis, el mayor-; este es el camino que escogimos, y si nos toca que nos lleve la Pelona, pues que nos lleve. Así es esto… Nosotros no le tenemos miedo a nadie”.

Y nada de lo que les dijera los hacía cambiar de opinión, ni de vida. Eran “Las Fieras”, la banda más temida y poderosa de Comayagua y sus alrededores, y se sentían orgullosos de eso. Es más, se sentían poderosos e invencibles. Pero el mayor problema que tenían fue que eran mortales.

+Grandes Crímenes: El caso de la Villa Olímpica

PMOP

La gente estaba cansada de los asaltos de las Fieras, y exigió a la Policía que los detuviera o que los exterminara, y como una de las dos cosas tenía que suceder tarde o temprano, sucedió lo segundo.

Doña Tila llegó corriendo a la casa de Juana, que, por una de esas premoniciones que le venían siempre, se había vestido de negro y tenía mucha tristeza en el rostro.

“¡Ay, Juanita! ¡Ay, Juanita! -gritaba doña Tila-. Vieras lo que pasó”.

“¿Qué fue lo que pasó, doña Tila?” -le preguntó Juana, segura de que aquella comadre suya nunca venía a visitarla con buenas noticias.

“Ay, Juanita… Los policías se agarraron a tiros con la banda de tus hijos y hay un montón de muertos”.

Juana, que había esperado esa noticia desde hacía varios años, no la resistió. Se llevó una mano al pecho y dejó escapar un grito de dolor.

“Yo lo sabía, Dios mío -dijo-; yo lo sabía”.

“Dicen que mataron a cinco de los de la banda y que otros cuatro escaparon por las montañas, pero la Policía los sigue de cerca…”

Doña Tila tomó un poco de aire, se sentó, sin ser invitada, y agregó, levantando la voz:

“Y dicen que los policías mataron a Luis y a Mario”.

Fue el acabose para Juana.

TAMBIÉN: Selección de Grandes Crímenes: La última cena

MORGUE

Al día siguiente, en la mañana, Juana, ayudada por algunos de sus vecinos, esperaba en doloroso silencio afuera de la morgue a que le entregaran los cuerpos de sus hijos. Un vecino le prestó un carro y el dueño de una televisora la ayudó a conseguir los ataúdes.

“Si no fuera por el periodista -dijo Juana-, hubiera enterrado a mis hijos en el puro hoyo. Ojalá que Dios lo bendiga mucho más, por su buen corazón”.

Alfredo, siempre amable y servicial, salió en ese momento para decirle a Juana: “Ya están listos los cuerpos de sus hijos; traiga los ataúdes”.

Dos de sus vecinos llevaron los ataúdes y ayudaron a meter a los cadáveres en ellos. Después, los sacaron y los subieron a la paila del carro. Pero mientras los aseguraban con lazos, una patrulla de la Policía llegó a la morgue con tres cadáveres, seguida por otra patrulla llena de policías. A Juana casi se le sale el corazón por la boca.

“Ay, Dios mío -dijo, hablando para sí misma-, que no sea lo que me estoy imaginando”.

Se acercó a uno de los policías que acababa de bajarse de la paila de la segunda patrulla y le preguntó:

“¿De dónde traen estos muertos, señor?”

“De Comayagua -le dijo el policía-; era lo que quedaba de una banda de pícaros a los que les decían las Fieras… Solo se nos escapó uno, pero va herido y estamos seguros de que, o se muere en el monte, o se entrega…”

Juana casi se desmaya.

“Perdone, señor -le dijo al policía-, yo ando sacando los cuerpos de dos de mis hijos que eran parte de esa banda de ‘Las Fieras’; ayúdeme a ver si uno de esos es el hijo que me quedaba vivo, por favor”.

El policía le ayudó a Juana a acercarse a la patrulla.

Allí estaba Juan. Tenía varias heridas de bala en el pecho y una gran mancha de sangre en la camisa celeste que vestía.

Juana se agarró con fuerza a la patrulla.

“Es mi hijo -le dijo al policía-; ese es mi hijo; el único que me quedaba”.

+ Selección de Grandes Crímenes: La fría risa de la maldad

FINAL

Juana enterró a sus tres hijos en el mismo cementerio donde estaba enterrado don Luis, su esposo. Los puso cerca para que estuvieran juntos en la eternidad, y para que se vieran el día de la resurrección. Luego, se encerró en su casa, a llorar su tragedia.

Pero una noche, una noche lluviosa y fresca, varios hombres llegaron a su casa, rompieron la puerta, entraron a la fuerza y le dispararon ráfagas de AK-47, quitándole la vida en el acto. Hasta el día de hoy, nadie sabe quién ni por qué la mataron. Doña Tila no se volvió a acercar a aquella casa, donde, en su opinión, reposa la maldición de Dios.