Selección de Grandes Crímenes: La esencia de la maldad (Parte 2/2)

La justicia siempre llega; aunque tarde, siempre llega. Ese hombre no merece la cárcel ni el perdón de nadie, ni la misma vida

  • 01 de junio de 2025 a las 00:00
Selección de Grandes Crímenes: La esencia de la maldad (Parte 2/2)

RESUMEN. A las once de la noche de un viernes lluvioso de julio, el doctor Emec Cherenfant recibió una llamada de emergencia para que atendiera a un hombre al que habían atacado violentamente en la enfermería de la cárcel de varones de Támara. El doctor le reconstruyó parte de la cara que tenía herida horriblemente; le dio seguimiento por varios meses hasta que se recuperó por completo y terminaron sus visitas. Mucho tiempo después, el doctor Cherenfant volvió a saber de su paciente. Lo encontraron sin vida en una orilla de la carretera que va hacia El Salvador, afuera de Ciudad Guatemala. La Policía dijo que era comerciante de chatarra. En Honduras, su abogado dijo que Marcial, que así se llamaba, fue enterrado en una fosa común en Guatemala. Su propia familia no quiso saber de él.

“Fue una muerte terrible -dijo el doctor Cherenfant-, y no es agradable describirla”.

El forense dijo que sufrió unas tres horas antes de recibir la herida mortal. El torniquete que tenía en la garganta fue para causarle dolor y no para matarlo. La herida final fue hecha con un cuchillo largo, ancho, puntiagudo y bien afilado que entró despacio rozando el esternón cerca de la tercera costilla, y, después de atravesar el corazón, y partirlo, literalmente, en dos, salió por la espalda, seccionando el músculo trapecio, y allí se quedó, sobresaliendo al menos dos pulgadas manchadas de sangre.

Lo habían atado de pies y manos, y estaba desnudo.

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POLICÍA

“Usted atendió a uno de los asesinos más repugnantes con los que ha tenido que verse la Policía” -empezó, diciendo, uno de los agentes de la Policía de Investigación Criminal, dirigiéndose al doctor Cherenfant.

“¿Cómo puedo escoger a mis pacientes? -replicó el doctor, levantando las manos-. ¿Cómo puedo negarme a atender a un paciente, sea quien sea... Lo atacaron en la enfermería de la penitenciaría, y lo trajeron al Hospital San Jorge; su abogado me llamó en la noche y yo vine para servirle como médico... No tengo por costumbre juzgar las acciones de las personas... Sabía que lo traían de la cárcel y fue hasta mucho después que supe por qué estaba detenido”.

Hizo una pausa el doctor Cherenfant, se rascó la cabeza con tres dedos, y suspiró.

“Cuando me di cuenta que le habían quitado la vida, en Guatemala, me conmovió -dijo, después de una pausa larga-. Tengo por norma estimar a mis pacientes. Ellos necesitan un cirujano plástico y yo no escojo a quien atender”.

“Pero, lo que este hombre hizo, da horror” -insistió el agente.

“Entiendo -respondió el doctor-; y es una lástima que haya personas capaces de llegar a tanto... Pero, ¿qué podemos hacer nosotros? Ni siquiera la misma Policía puede evitar que se den los casos criminales... La gente actúa en las sombras y la autoridad no puede estar en todas partes... Es el hecho de que la maldad vive en el corazón de muchos y nadie puede evitar que hagan daño”.

“Tiene razón, doctor -dijo el detective-. Pero mire, a la larga, este hombre pagó su delito... Se escapó de la cárcel; nadie sabía donde estaba, hasta que apareció muerto y la Policía de Guatemala nos envió datos de un hondureño asesinado, y por sus huellas digitales supimos de quién se trataba”.

“Lo enterraron en una fosa común” -dijo el segundo detective.

“Eso me contó su abogado -dijo el doctor-. Es algo que solamente la familia puede explicar”.

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MARCIAL

En Honduras era un empresario de éxito, tenía una familia y vivía con muchas comodidades y lujos. De sus tres hijos, la mayor tenía una condición especial, no podía valerse por sí misma y dependía, en todo momento, de ayuda. No hablaba, pero oía, y cuando era estimulada por voces agradables, reía y movía la cabeza, mientras brillaba la alegría en sus ojos verdes. Nació así, y creció con muchos cuidados. Sus padres la amaban y estaban siempre pendientes de ella.

“No sé cuánto tiempo vivirá -les había dicho su médico-, pero, el tiempo que sea, necesitará de cuidados especiales”.

“Nosotros la cuidaremos” -dijo la madre, apoyándose en su esposo. Y, así pasó el tiempo, la niña creció al cuidado de sus padres y de dos enfermeras.

“Jamás será una niña como las demás -decía la mamá-, pero yo la amo. ¡Soy su madre!”.

Y es que, como escribió el poeta: No puede haber en la tierra una imagen más clara de Dios, que es la esencia del más puro y perfecto amor.

“Mientras el hombre estaba en recuperación, aquí en el Hospital -recordó el doctor Cherenfant, con cierta tristeza-, pidió hablar conmigo una mujer... Me esperó porque yo estaba en el quirófano haciendo una cirugía, y cuando pasó a mi clínica se presentó de inmediato, sin aceptar la silla que le ofrecí”.

Hizo una pausa el doctor y ordenó los recuerdos en su cabeza. Luego, añadió: “Ella empezó a hablar levantando la voz con indignación”.

Nueva pausa.

“Doctor Cherenfant -me dijo-, ¿cómo es posible que un hombre como usted, que es un médico con su prestigio, esté atendiendo a ese monstruo?”.

“¿A qué se refiere, señora? -le dijo el doctor-. ¿A qué monstruo se refiere?”.

“A Marcial”.

“¿El señor que trajeron de la penitenciaría?”

“Ese miserable...”

“Señora, yo me limito a atender a mis pacientes; no sé ni pregunto qué es lo que han hecho en su vida privada... Lo trajeron a San Jorge herido y con fracturas en la mandíbula y lo que hicimos fue atenderlo como a cualquier paciente”.

“¿Sabe usted por qué está preso ese hombre?” -gritó la mujer, con lágrimas de ira en los ojos.

“No, señora -le respondió el doctor-, no lo sé”.

“Y, ¿no le importa saberlo?”.

“Eventualmente me doy cuenta de algunas de las actividades privadas de mis pacientes, pero en el momento en que necesitan de mis servicios como médico y cirujano plástico no reparo en detalles personales”.

La mujer se calmó y aceptó la silla que volvió a ofrecerle el doctor. Se limpió las lágrimas con un pañuelo blanco y puso el bolso sobre sus piernas. Vestía de negro, se notaba furiosa, aunque dolida hasta los tuétanos, pero conservaba una especie de belleza que no se marchita con los años ni con los sufrimientos.

“Mi nombre es Celeste -dijo en voz baja y haciendo un esfuerzo por calmarse-, y ese hombre, ese monstruo al que usted atendió, es mi esposo... por mientras sale el divorcio”.

“Entiendo, señora” -musitó el doctor Cherenfant.

“Si yo pudiera, doctor -dijo la mujer, echando chispas por los ojos-, yo misma lo hubiera matado... Ese hombre no merece la cárcel ni el perdón de nadie, ni la misma vida”.

El doctor suspiró, y le dijo: “Señora, ¿por qué me está diciendo todo eso?”.

“Porque usted es el cirujano plástico de ese monstruo”.

“Solo soy su médico, señora... No sé nada más de él... Vino herido y fracturado y lo atendimos”.

La mujer se calmó un poco más.

“Tiene razón, doctor -dijo, hablando despacio, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas pálidas-, tiene razón y le pido disculpas por presentarme así a su consultorio y reclamarle cosas de las que usted no sabía... y...”

“No tiene que disculparse, señora -le dijo el doctor Cherenfant-. No se preocupe... Y si hay algo en lo que pueda servirle, cuente con mi apoyo”.

Siguió a esto un momento de silencio.

“Ese hombre debe sufrir -dijo ella, al final-, es... es...”

“Trate de calmarse, señora -le dijo el doctor-. ¿Puedo ofrecerle un té caliente?”.

“No, doctor... Gracias -contestó ella-. No tengo ánimos para tomar nada. Solamente quiero que se lleven a ese hombre para la cárcel, donde debe estar el resto de su vida”.

Se puso de pie y despidiéndose del doctor salió de la clínica. Entonces, el doctor Cherenfant llamó al abogado de su paciente. Este tardó en contestarle.

“Acaba de estar en mi clínica la esposa de tu cliente -le dijo el doctor-. Lo odia y me reclamó el que lo haya atendido de sus heridas”.

El abogado suspiró.

“Y tiene razón -dijo-. Aunque soy el abogado del esposo, estoy de acuerdo en que sienta esas cosas por él”.

“Me gustaría saber qué es lo que pasó? -dijo el doctor-. Tal vez pueda comprender tanto odio y tanto dolor en esa señora”.

“Si tenés tiempo, mañana puedo llegar a tu clínica” -le dijo el abogado.“Te espero a las ocho”.

“A las nueve... ¿Podés?”.

“A las nueve está bien” -convino el doctor.

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CELESTE

El abogado llegó puntual. Se notaba tenso.

“Es una historia muy fea -le dijo al doctor, después de varios minutos de plática-, y yo mismo no quería llevar el caso... Pero, el hombre fue mi amigo por mucho tiempo y no tenía quien lo defendiera... aunque no había nada que defender... Y acepté el caso, y con eso me gané el odio de la esposa y de toda su familia”.

El doctor no dijo nada.

“Este hombre -dijo el abogado, después de un largo silencio-, hizo algo abominable, algo que hizo llorar hasta a las juezas que lo condenaron”.

El doctor esperó en silencio. El abogado suspiró. Era algo difícil de decir.

“Este hombre violaba a su hija especial, a su niña con parálisis cerebral... Hasta que la dejó embarazada... Y, en el proceso, la niña se complicó y murió... La esposa se dio cuenta de que el violador era su propio esposo porque él se ofrecía a cuidarla en las noches y se quedaba solo con ella en su cuarto... Y de la violación, las enfermeras dieron testimonio ante el tribunal... Él las había amenazado de muerte, a ellas y a sus familias, y les pagó más sueldo... Un día, la niña mostró signos de embarazo y un médico lo confirmó... También dijo que había sido violada, y que eso había pasado desde hacía mucho tiempo”.

El doctor estaba impresionado.

“Es... inconcebible” -dijo.

“Yo me negué a creerlo, hasta que él me confesó la verdad”.

El doctor se rascó la cabeza.

“¿Qué pensás hacer? -le preguntó el abogado-. ¿Vas a dejar de atenderlo?”.

“Es mi paciente... -respondió el doctor-. Hice un juramento cuando me gradué como médico”.

“¿Le vas a comentar lo que te acabo de contar?”.

“No... Me limitaré a hacer mi trabajo... Pero, deseaba saber por qué la esposa lo odia tanto”.

NOTA FINAL

Hablando con el doctor Cherenfant, y con el abogado de Marcial, este dice que cree que le vino la muerte por algo que hizo en Guatemala, algo así como una violación especial... Era un hombre enfermo. Era la esencia de la maldad.

El doctor Cherenfant no dijo nada. Estaba conmovido, aun después de muchos años. Pensaba en la niña de quince años llamada Celeste

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