Tegucigalpa, Honduras.- No sé si la poesía comienza en el lenguaje. Experiencia precognitiva, lugar sin nombre, territorio de lo no dicho, acaso comienza en un lugar del cuerpo donde la memoria tiene la textura del barro seco bajo las uñas y el futuro huele a ozono antes del aguacero.
Escribo desde Honduras, pero esa geografía no es un dato: es una forma de habitar el tiempo, una cicatriz que late al compás de los monzones en Bombay o del viento siberiano que dobla los abedules.
Lo local no es el escenario; es la sangre. Lo global no es la audiencia; es la herida abierta que todos compartimos. Esta paradoja es el único país verdadero del poeta.
Cuando niño, en aquel sur que ahora es ceniza en la boca del recuerdo, vi caer a un muchacho del peñasco de Orocuina. Cayó como un ángel ebrio, con los brazos extendidos, pero sin alas que lo sostuvieran.
Ese instante —el cuerpo suspendido entre el cielo mentiroso y la tierra implacable— se convirtió en la primera métrica sin métrica que aprendí. No fue un acontecimiento local, sino la revelación de que todo dolor tiene la misma gravitación universal.
Años después, al escribir que «los niños caían desde un peñasco como ángeles sin áncoras», no describía un suceso: nombraba la caída original que todos llevamos tatuada en el hueso del alma. Lo local no se exporta, se transfigura. Esa es su traición y su potencia.
Hay quienes creen que lo local son los colores del mercado, los nombres de las calles, la lluvia folclórica. Error profundo. Lo local es la lengua bajo la lengua. Es el silencio que envuelve a la palabra niebla cuando la pronuncias en una aldea donde la niebla es en realidad polvareda que devora caminos y borra los rostros de los antepasados.
En la memoria de algunos textos míos, la niebla no es un fenómeno meteorológico. Es un estado del alma: "Tragar niebla, tinieblas, días arduos. Llamar luz al agua, fuego al frío y polvo de niebla a la palabra niebla".
No hago aquí filología, autocrítica o análisis de mi poesía, sino relato de mi intrahistoria. ¿Cómo explicar a un lector de Oslo que esa niebla, ese estado envolvente, es también la que cubre los fiordos de su melancolía? No se explica. Se siembra en el poema como una semilla de opacidad que germinará en su propio jardín de bruma. La poesía local no es descriptiva, sino inoculación de paisajes interiores.
Toda verdadera escritura nace del desarraigo. Incluso cuando cantas a la tierra que te vio nacer, lo haces porque una parte de ti ya se exilió.
La cruz de chatarra que vi cerca de las hélices de energía eólica de Ojojona no era un símbolo religioso, era actividad sicodélica, comunicación de mi holograma cerebral, anatomía de un desgarro, lágrimas de óxido y escombros.
El óxido —esa herrumbre que carcome el hierro como el tiempo nos carcome— habla el mismo idioma en las vías del tren de Salamanca que en las láminas de los techos de mi Tegucigalpa en pedazos.
Lo local no es lo cercano; es lo íntimo hecho materia. Y lo íntimo siempre es un exilio: de la infancia, de la certeza, de la piel que creímos nuestra. Escribir poesía es traducir ese exilio a un idioma que aún no existe pero que todos intuimos.
La globalización poética no es un fenómeno de las redes del internet. Ocurre en las capillas subterráneas del lenguaje. Cuando Paul Celan escribía "nieve de la nada, luz de la herida", estaba tallando la misma nieve que cubría los campos de concentración y que ahora cubre los versos de un poeta mapuche llorando su tierra usurpada.
Lo global es la resonancia sorda de las imágenes que atraviesan como cuchillos templados en el mismo fuego ancestral. En mi poema titulado "Madre", las manos que "cortaron la luz y el árbol único de la necesidad" no son solo las manos de una mujer hondureña: son las manos que en todas las culturas abren surcos en el caos para plantar orden, pan, esperanza.
No hay que explicar esto. El poema es un órgano de percepción directa: o lo sientes en las yemas de los dedos al leerlo, o no hay discurso que lo justifique. No es accesible a las alimañas racionalistas, a los amos de la miseria, ni a los emperadores de la ilusión.
El gran malentendido es creer que lo universal es lo genérico. Todo lo contrario: lo universal es lo particular llevado al extremo del relámpago.
Kawabata no hablaba del Japón, sino del musgo en una piedra del jardín de Kioto, y ese musgo contenía todo el universo. Cuando escribo "estoy herido de luz y mi sangre se trenza con el agua de la aurora", no busco crear una metáfora adornada: registro una fisicidad de un amanecer en el valle de Comayagua donde la luz corta como vidrio y la sangre en la boca sabe a cobre y a jocote maduro. Si esa imagen no quema en Beijing o en Dakar, es porque no he hincado el verso lo bastante profundo en mi propia experiencia. La universalidad, entonces, no se busca: es la cicatriz que deja la fidelidad al detalle irrepetible.
La poesía es un acto de desobediencia contra la tiranía de lo útil. En un mundo obsesionado con la comunicación eficiente, el poeta insiste en hablar en claves de niebla y óxido.
En un poema que he titulado "Fin", tengo un grito roto —"Hablo sin encontrar las palabras / Estoy sin voz pobre sin voz"—: no es una confesión, es un manifiesto.
La verdadera poesía local siempre es intraducible porque nace de una zona anterior al lenguaje. Y, sin embargo —he aquí el misterio—, es lo único que realmente se traduce. Porque ese balbuceo, esa rabia sin palabras, ese "polvo de niebla", es el idioma materno de la especie.
Los traductores no trabajan con diccionarios, trabajan con sonares que captan las frecuencias del hueso humano común bajo las pieles lingüísticas.
No creo en la "poesía global" como categoría estética. Creo en poetas que han excavado tan hondo en su aldea que perforaron el suelo del mundo.
Czesław Miłosz escribiendo sobre el río Niémen en Lituania y de pronto todos los ríos del planeta reconocieron su cauce en sus versos. ¿Por qué? Porque no describía un río: nombraba la corriente subterránea que fluye bajo todos los ríos.
Cuando digo de mi terruño que "arden las sombras, arden sus límites en los cañaverales", no pinto un atardecer hondureño. Libero el verbo arder en su estado puro, ese fuego que quema igual en las sombras de Senegal que en los crepúsculos siberianos.
El poeta no es ciudadano del mundo, el poeta es topógrafo del abismo que todos compartimos. La tecnología no ha cambiado la esencia de este viaje. Solo ha acelerado el ritmo del contagio.
Un verso nacido del dolor de Estambul puede llegar a San Pedro Sula en segundos, pero si no encuentra allí una herida gemela, será solo ruido.
Lo digital es el nuevo viento, pero la semilla debe estar viva y enterrada en tierra fértil. Lo peligroso no es la velocidad, sino la ilusión de conexión sin profundidad.
Cuando veo mis poemas traducidos a idiomas que desconozco, no siento que me lean: siento que alguien está usando mis palabras como espejos para buscar su propia cruz de chatarra, su propia niebla devoradora. Ese es el único diálogo que importa. Lo demás es vanidad, exposición no pedida para infantiles glorias endulzadas de likes.
Termino con una confesión. Durante años, la palabra patria me sonó a discurso hueco. Hasta que entendí que la patria no es un territorio, sino una dirección de la mirada. La mía apunta al instante preciso en que un colibrí —ese dardo de esmeralda— se detiene en el aire y por un segundo el tiempo se desgarra, mostrando la costura invisible que une el valle de Sula con las llanuras de Mongolia y las crestas de la Gran Muralla. Ahí, en ese desgarro, está la única patria verdadera: el asombro compartido.
La poesía local es la disciplina de mirar ese colibrí hasta que sus alas se conviertan en el mapa de todos los vuelos posibles. La poesía global es el temblor que ese mapa provoca en las manos del que lo sostiene, aquí o en el Columpio del Fin del Mundo.
Escribir no es representar. Es sangrar el lugar hasta que el lugar sangre universal. Cada vez que la pluma toca el papel, estoy haciendo dos cosas: enterrando mis huesos en el barro de mi aldea y lanzando una botella al mar cósmico. En esa botella no hay mensaje. Hay un fragmento de mi cruz de chatarra, una gota de mi niebla, la huella digital de mi ángel caído, una gota de ácido viajando a la intemperie del universo, buscando una estrella para pasar la incertidumbre.
Si alguien la encuentra y reconoce en ese óxido su propio óxido, en esa niebla su propia niebla, en esa caída su propia caída, entonces el círculo se cierra. Lo local ha cumplido su destino: dejar de ser un punto en el mapa para convertirse en un latido del viento.