TEGUCIGALPA, HONDURAS. - Lo peor de perder a un gran amigo no es su muerte, sino la irremediable certeza de no volver a verlo.
Así ocurre, casi siempre, con aquellos que amamos. Entonces las palabras de Miguel Delibes —un hombre adolorido—, nos recuerdan que en realidad “nunca olvidamos el dolor, sólo aprendemos a vivir con él”. Y eso lo sabía Alberto Lastra.
Aunque todos creímos que su poeta favorito era Federico García Lorca, él siempre lo negó, y defendió como su único poeta predilecto a Pedro Salinas, de quien, me consta, sabía de memoria innumerables poemas que recitaba de pronto, cada vez que quería, sin importar dónde o cuándo.
No sé si pudo convencer a alguien de su inclinación por Salinas sobre Lorca, porque de nadie es desconocido que para él, Lorca reunía a sus dos grandes pasiones: el gran teatro y la gran poesía.
Quizá la poesía de Salinas era para él un encuentro estético y artístico con la belleza, con la elegante sobriedad del formalismo que también él llevaba dentro, pero la obra de Lorca lo invadía, lo embriagaba, le dolía.
Disfrutaba con asombro cualquier cosa con la firma de Lorca, desde “La casa de Bernarda Alba” —a cuyo personaje, Pepe el Romano, emulaba cada vez que presumía sus amoríos con actitud sarcástica— hasta “Bodas de sangre”, “Doña Rosita la soltera”, “Yerma”, “La zapatera prodigiosa”, “Así que pasen cinco años” o “Lola, la comedianta”, aquel texto de la juventud de Lorca que debió ser musicalizado por el maestro Manuel de Falla, pero que por azares del destino quedó inconcluso. Hablaba del exilio de Lorca con un cierto desdén hacia España. “No todo fue en vano en esa época, a pesar del trágico final de aquella trama entre el poeta y su país”, decía.
De ahí, de esa ausencia de la huerta de sus padres en la ciudad de Córdoba (de donde ya era proscrito por republicano), el poeta alumbró uno de los que, para él, era uno de los mejores poemarios jamás escritos en lengua castellana: “Poeta en Nueva York”.
Amaba sin disimulo el “Romancero gitano” y las “Canciones”, pero “Poeta en Nueva York” era su templo, su tesoro hallado, quizá porque también él era un extraño en su propia ciudad, en su propio país.
Ya me parece verlo levantarse, de súbito, del viejo sillón donde descansaba con la pierna cruzada, un café frío y un cigarro de contrabando entre los dedos. Ya me parece verlo recitar, con histrionismo inusual, mientras fuma y el humo lo rodea como aureola, uno de sus versos más queridos de ese libro: “Porque es justo que el hombre no busque su deleite en la selva de sangre de la mañana próxima/El cielo tiene playas donde evitar la vida/y hay cuerpos que no deben repetirse en la aurora”.
Sabía de memoria demasiadas cosas. Leía sin tregua. Escribía cotidianamente y rara vez publicaba.
A finales de 2014 me llamó para decirme que tenía dos artículos sobre la historia de la dramaturgia hondureña y que, para adelantarme los hechos, había llegado a la conclusión de que nuestra dramaturgia era tan trágica como la propia esencia del teatro: lo que se había escrito no se había representado, y lo que se había representado no se había escrito.
Las excepciones eran pocas, pero las había. Grandes obras representativas de nuestra dramaturgia fueron escritas y representadas con éxito, como “El sueño de Matías Carpio”, de Francisco Salvador; “Timoteo se divierte”, de Daniel Laínez; “Un caballero de industria”, de Alonso Alfredo Brito; “Loubavagu”, de Rafael Murillo Selva, o “La ascensión del busito”, de Andrés Morris.
Publicamos ambos textos (“La dramaturgia hondureña hasta 1978” y “Apuntes sobre la dramaturgia hondureña contemporánea”) en ediciones impresas de “El zángano tuerto”, la revista cultural que yo dirigía por entonces. La suya era una prosa elegante, limpia y sustanciosa y, por tanto, requería correcciones mínimas.
“Tenemos una poderosa historia dramática, pero no lo sabemos. Todo lo que se ha escrito en este país es dramático, desde la poesía hasta la historia”, solía decir. Luego carcajeaba y volvía a fumar.
Recordaba con orgullo sus días de estudiante en la Escuela de Arte Dramático que fundó Santiago Toffé y sus lecciones con Saúl Toro (a quien llamó su maestro); el día en que invitó a Tegucigalpa al gran Tennessee Williams, un autor cuya influencia en la dramaturgia en lengua inglesa comparaba con la de John Milton; la tarde en que vio pasar a Bill Clinton por las calles del centro de Tegucigalpa; o el hecho de que un joven dramaturgo llamado Eugene O’neil, llegado a Honduras a mediados de 1910 a bordo del bergatín noruego Charles Racine, proveniente de Boston, recibiera algunos años después de su estadía en el país, en 1937, el Premio Nobel de Literatura.
Se retiró de la actuación temprano. Se dedicó a leer y, durante muchos años, también enseñó teatro en escuelas de Tegucigalpa y Comayagüela. Vivió rodeado de libros y, al final, su propia vida fue una mezcla entre realidad y ficción.
Lo último que le escuché decir fue que se sentía mejor (aunque sabía que no) y que pronto me enviaría el ensayo que escribía sobre la enorme contribución de Merceditas Agurcia al teatro infantil hondureño. No lo recibí, por supuesto, y tampoco supuse que me había llamado para despedirse.
La madrugada del 3 de julio de 2020, muy temprano, recibí una llamada que me anunciaba su muerte. Ya nos habíamos dicho “adiós” en enero, casi con la mutua certeza de que no volveríamos a vernos. Pero por más que uno esté preparado para aceptar la partida de un ser querido, nunca se está del todo listo para asumir esa verdad.
Ahora, al recordar que ya no está con nosotros, más que en sus palabras (dichas y escritas), en el recuerdo y la nostalgia de esas calles a las que evocó en su poesía, a nosotros no nos queda más que seguir el presagio de aquellas maravillosas palabras de Thomas Stearn Eliot que él repetía con vehemencia: “No dejaremos de explorar. Y al final de toda nuestra exploración, volveremos al lugar de donde partimos, y lo conoceremos por primera vez”.
Así ocurre, casi siempre, con aquellos que amamos. Entonces las palabras de Miguel Delibes —un hombre adolorido—, nos recuerdan que en realidad “nunca olvidamos el dolor, sólo aprendemos a vivir con él”. Y eso lo sabía Alberto Lastra.
Aunque todos creímos que su poeta favorito era Federico García Lorca, él siempre lo negó, y defendió como su único poeta predilecto a Pedro Salinas, de quien, me consta, sabía de memoria innumerables poemas que recitaba de pronto, cada vez que quería, sin importar dónde o cuándo.
No sé si pudo convencer a alguien de su inclinación por Salinas sobre Lorca, porque de nadie es desconocido que para él, Lorca reunía a sus dos grandes pasiones: el gran teatro y la gran poesía.
Quizá la poesía de Salinas era para él un encuentro estético y artístico con la belleza, con la elegante sobriedad del formalismo que también él llevaba dentro, pero la obra de Lorca lo invadía, lo embriagaba, le dolía.
Disfrutaba con asombro cualquier cosa con la firma de Lorca, desde “La casa de Bernarda Alba” —a cuyo personaje, Pepe el Romano, emulaba cada vez que presumía sus amoríos con actitud sarcástica— hasta “Bodas de sangre”, “Doña Rosita la soltera”, “Yerma”, “La zapatera prodigiosa”, “Así que pasen cinco años” o “Lola, la comedianta”, aquel texto de la juventud de Lorca que debió ser musicalizado por el maestro Manuel de Falla, pero que por azares del destino quedó inconcluso. Hablaba del exilio de Lorca con un cierto desdén hacia España. “No todo fue en vano en esa época, a pesar del trágico final de aquella trama entre el poeta y su país”, decía.
De ahí, de esa ausencia de la huerta de sus padres en la ciudad de Córdoba (de donde ya era proscrito por republicano), el poeta alumbró uno de los que, para él, era uno de los mejores poemarios jamás escritos en lengua castellana: “Poeta en Nueva York”.
Amaba sin disimulo el “Romancero gitano” y las “Canciones”, pero “Poeta en Nueva York” era su templo, su tesoro hallado, quizá porque también él era un extraño en su propia ciudad, en su propio país.
Ya me parece verlo levantarse, de súbito, del viejo sillón donde descansaba con la pierna cruzada, un café frío y un cigarro de contrabando entre los dedos. Ya me parece verlo recitar, con histrionismo inusual, mientras fuma y el humo lo rodea como aureola, uno de sus versos más queridos de ese libro: “Porque es justo que el hombre no busque su deleite en la selva de sangre de la mañana próxima/El cielo tiene playas donde evitar la vida/y hay cuerpos que no deben repetirse en la aurora”.
Sabía de memoria demasiadas cosas. Leía sin tregua. Escribía cotidianamente y rara vez publicaba.
A finales de 2014 me llamó para decirme que tenía dos artículos sobre la historia de la dramaturgia hondureña y que, para adelantarme los hechos, había llegado a la conclusión de que nuestra dramaturgia era tan trágica como la propia esencia del teatro: lo que se había escrito no se había representado, y lo que se había representado no se había escrito.
Las excepciones eran pocas, pero las había. Grandes obras representativas de nuestra dramaturgia fueron escritas y representadas con éxito, como “El sueño de Matías Carpio”, de Francisco Salvador; “Timoteo se divierte”, de Daniel Laínez; “Un caballero de industria”, de Alonso Alfredo Brito; “Loubavagu”, de Rafael Murillo Selva, o “La ascensión del busito”, de Andrés Morris.
Publicamos ambos textos (“La dramaturgia hondureña hasta 1978” y “Apuntes sobre la dramaturgia hondureña contemporánea”) en ediciones impresas de “El zángano tuerto”, la revista cultural que yo dirigía por entonces. La suya era una prosa elegante, limpia y sustanciosa y, por tanto, requería correcciones mínimas.
“Tenemos una poderosa historia dramática, pero no lo sabemos. Todo lo que se ha escrito en este país es dramático, desde la poesía hasta la historia”, solía decir. Luego carcajeaba y volvía a fumar.
Recordaba con orgullo sus días de estudiante en la Escuela de Arte Dramático que fundó Santiago Toffé y sus lecciones con Saúl Toro (a quien llamó su maestro); el día en que invitó a Tegucigalpa al gran Tennessee Williams, un autor cuya influencia en la dramaturgia en lengua inglesa comparaba con la de John Milton; la tarde en que vio pasar a Bill Clinton por las calles del centro de Tegucigalpa; o el hecho de que un joven dramaturgo llamado Eugene O’neil, llegado a Honduras a mediados de 1910 a bordo del bergatín noruego Charles Racine, proveniente de Boston, recibiera algunos años después de su estadía en el país, en 1937, el Premio Nobel de Literatura.
Se retiró de la actuación temprano. Se dedicó a leer y, durante muchos años, también enseñó teatro en escuelas de Tegucigalpa y Comayagüela. Vivió rodeado de libros y, al final, su propia vida fue una mezcla entre realidad y ficción.
Lo último que le escuché decir fue que se sentía mejor (aunque sabía que no) y que pronto me enviaría el ensayo que escribía sobre la enorme contribución de Merceditas Agurcia al teatro infantil hondureño. No lo recibí, por supuesto, y tampoco supuse que me había llamado para despedirse.
La madrugada del 3 de julio de 2020, muy temprano, recibí una llamada que me anunciaba su muerte. Ya nos habíamos dicho “adiós” en enero, casi con la mutua certeza de que no volveríamos a vernos. Pero por más que uno esté preparado para aceptar la partida de un ser querido, nunca se está del todo listo para asumir esa verdad.
Ahora, al recordar que ya no está con nosotros, más que en sus palabras (dichas y escritas), en el recuerdo y la nostalgia de esas calles a las que evocó en su poesía, a nosotros no nos queda más que seguir el presagio de aquellas maravillosas palabras de Thomas Stearn Eliot que él repetía con vehemencia: “No dejaremos de explorar. Y al final de toda nuestra exploración, volveremos al lugar de donde partimos, y lo conoceremos por primera vez”.