En el norte de Bélgica, donde las calles parecen susurrar historias detenidas en el tiempo, se alza un pueblo declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en el año 2000: Brujas. Un nombre que difícilmente hace justicia a su fulgor. Mejor conocida como la “Venecia del Norte”, rodeada de canales que la abrazan con serenidad, esta ciudad resguarda uno de sus tesoros más antiguos: el Café Vlissinghe, un bar que, hace cinco siglos, ofreció por primera vez a sus visitantes el calor de una taza de café y la espuma noble de una cerveza belga.
Desde su fundación, el Vlissinghe sigue abierto, invicto ante el paso de administraciones, cambios y transformaciones arquitectónicas. No solo sirve café ni cerveza: sirve historia, preservando el arte y tradición en cada rincón.
Testimonios de clientes locales coinciden en que este café fue, y sigue siendo, un refugio para artistas y tertulias. En el siglo XIX se convirtió en un hogar para pintores, poetas y profesores de la Academia de Bellas Artes de Brujas; quienes convirtieron el café en un pequeño epicentro cultural donde el arte y la palabra se mezclaban con el aroma de la cerveza local.
Su apariencia antigua permanece intacta. En su rincón se respira una elegancia clásica y el olor a un buen y añejo chocolate. Se escuchan conversaciones de otros siglos; se percibe la sobriedad del estilo en sus puertas, vigas de madera centenarias; se observan adornos y pinturas pintorescas que transportan en el tiempo a cada personas nacional o extranjera que degusta del lugar.
Y claro, es imposible no antojarse de comer o beber en este distintivo lugar, especialmente cuando la brisa fría que envuelve a los turistas lo exige. “Pese a que fuimos en una temporada casi invernal, sus calles tienen color, tienen luz y tienen algo muy lindo que no todos los lugares de Europa poseen: romance”, cuenta la colombiana Gina Parra, quien viajó más de 8,000 kilómetros para probar un café con sabor a más de quinientos años de historia.
El Vlissinghe se distingue por su fachada blanca con bordes rojos en sus ventanas. Un rótulo diminuto cuelga desde la parte superior como un recordatorio del tiempo: 1515. Cruzar la puerta principal es emprender un pequeño viaje en el tiempo a los orígenes del pueblo mágico de Brujas.
El crujido del suelo narra los pasos de los millones de clientes que han llegado a saciar su hambre y sed, dejando entre sus paredes incontables historias de alegría y tristeza. Tres ventanales, altos e imponentes, son testigos de los rayos cariñosos del sol mañanero que calienta a cada visitante del Café Vlissinghe.
Y esa calurosa bienvenida se complementa con el acogedor servicio al cliente del lugar y la presencia de la mascota oficial, un firulais no tan firulais, un poco más europeo. “El servicio era excelente y el perro hizo que fuera más bonito el lugar. Me gustó la comida, y la verdad, me habría quedado horas allí, leyendo o viendo por la ventana”, compartió Parra al salir.
El lugar cuenta con un amplio jardín de ensueño, de esos que invitan a quedarse para siempre. En verano, es escenario de juegos de petanca, un deporte tradicional del lugar.
En invierno, el jardín abriga a sus visitantes con la misma dedicación que las tazas de café o el chocolate caliente que ofrece el bar.
“Ese café me pareció una pausa en el tiempo, como si allí todo se detuviera en un momento de paz y buen trato”, expresó Parra, mientras el sol encendía reflejos en su cabello rojizo.
El café Vlissinghe encapsula la esencia de esta pequeña ciudad medieval. “Brujas definitivamente es uno de los mejores destinos de Europa por ser pequeño, noble, con cierta nostalgia, pero también una belleza soleada”, agregó.
Muchos clientes empezaron a llegar desde tempranas horas, llenando poco a poco las mesas rústicas del lugar, buscando refugio del viento frío que anunciaba la llegada del invierno.