Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: El horrible caso de las pastillas de harina

¡Cuántos males causa en el mundo la desmedida ambición al dinero!
08.06.2019

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Era la una de la tarde de un viernes caluroso y agitado cuando el fiscal llegó al restaurante donde nos habíamos citado. Lo esperaba desde hacía hora y media, y llegué a creer que se había arrepentido, sin embargo, cuando lo vi entrar me alegré porque desde hacía dos años y medio andaba yo detrás de este caso, “el horrible caso de las pastillas de harina”, no solo porque me he interesado mucho en este que es uno de los casos criminales más deplorables que se han dado en Honduras en los últimos tiempos, sino también por las numerosas cartas y mensajes de los lectores pidiéndome que escribiera sobre la gran estafa al Seguro Social y al Ministerio de Salud. Por eso me tranquilizó ver entrar al fiscal con una sonrisa, algo pálido y nervioso, y con un legajo de papeles bajo un brazo.

Después del saludo y de pedir el almuerzo, el fiscal volvió a disculparse.

“Pero le traigo más de lo que me había pedido –me dijo–; algo que va a dejar a sus lectores con la boca abierta”.

Sonrió, algo más tranquilo, y agregó:

“No hay cámaras aquí, ¿verdad?”.

“No, no hay. Escogí este restaurante porque es algo popular y no hay cámaras… Nadie nos grabará. No se preocupe”.

“No quiero más problemas de los que ya tengo –añadió–; quiero irme del Ministerio Público, pero debo salir por la puerta de enfrente…”.

“Yo no quiero causarle problemas”.

El fiscal suspiró.

“Mire, Carmilla –me dijo–, problemas ya tengo; desde hace mucho soy una especie de disidente dentro de la Fiscalía, y sé que esto tiene incómodo al abogado Chinchilla, aunque él les ha dado autonomía a sus fiscales y los apoya en sus gestiones, sin embargo, más arriba, pero más arriba, hay gente que presiona… y que tiene mucho poder”.

Primera parte. Este relato narra un caso real. Se han cambiado algunos nombres y se mencionan otros con la autorización de los involucrados. Se omiten algunos detalles a petición de las fuentes.

“¿Está seguro de que esto no le causará problemas?”.

“No, porque lo que está en estos expedientes es la verdad. En esto hay más política que otra cosa, y es a lo que me he opuesto desde que ingresé al Ministerio Público. Pero también hay mucha corrupción, mucha sinvergüenzada y mucha avaricia…”.

Hizo una pausa, nos trajeron agua y, luego de beberse medio vaso de un solo trago, dijo, poniendo un expediente delgado delante de mí:

“Esta es la verdad sobre la Operación Libélula –exclamó, a media voz–, la operación en que supuestamente se capturó a Mario Zelaya. Como ve, está una copia certificada del informe de la Policía de Nicaragua, que fue donde lo capturaron, no porque lo haya secuestrado un Comando, como se dijo, sino porque él, el doctor Zelaya, cometió un error infantil en la inauguración de un puente… Léalo”.

No tardé mucho en leerlo y, al final, sonreí.

“¿Lo ve ahora?” –me preguntó el abogado–. No fue como nos hicieron creer…”.

“¿Me daría una copia de este expediente?”.

“¡No! Por supuesto que no. Hicimos un trato. Yo le muestro pruebas del caso, pero no le doy papeles… Si le parece, podemos seguir…”.

“No, no. Está bien… Perdone”.

El abogado se tranquilizó.

“Este –agregó, con la frente bañada en sudor, a pesar del aire acondicionado–, es una prueba más de que los que estafaron al Seguro merecen más que la cárcel…”.

“¿Es el caso de las pastillas de harina?”.

“No. El caso de las pastillas de harina es este”.

Tocó con las puntas de los dedos un expediente más grueso, y añadió:

“Este caso es del Ministerio de Salud. No tiene nada que ver con el Seguro Social”.

Dijo esto y arrastró el legajo de papeles hacia él. Luego, lo abrió y buscó algo entre las páginas.

“¿Ve estas publicaciones? –me preguntó–. Las publicaron La Prensa y EL HERALDO cuando se encontró culpable al dueño del laboratorio… Pero, vamos por partes”.

Dejamos pasar unos segundos.

“Entonces, este caso…” –musité.

“Léalo –me respondió el abogado–. Por si quiere impresionar más a sus lectores”.

El caso
Lo primero que vi al abrir el expediente fue la fotografía de la paciente, en vida. En la segunda, ya estaba en la morgue, lista para hacerle la autopsia.

“Murió en un quirófano del Seguro –me dijo el fiscal–; fue algo terrible. Algo que no debió pasar…”.

Al decir esto dejó escapar su cólera.

Se trataba de una mujer de treinta y cinco años, no muy alta, de agradables facciones y piel clara.

“La mató la anestesia” –añadió el fiscal.

Yo lo miré por un instante.

Él agregó:

“Mire, Carmilla. Por mucho tiempo, cuando el Seguro era bien administrado, se usaban medicamentos o insumos de buena calidad, pero un día, alguien vio que allí era una mina de oro, y se aprovechó… Antes, se compraban anestésicos originales y se usaban con la absoluta confianza de los médicos, sobre todo de los anestesiólogos, y sin ningún riesgo para el paciente. Pero de pronto se compraron grandes cantidades de anestésicos, de la misma marca y, supuestamente de la misma casa fabricante, y se los entregaron a los anestesiólogos para las cirugías. Pero estos anestésicos no eran originales y resultó que los médicos tenían que aplicarles a los pacientes a los que se iba a operar hasta diez ampollas para poder dormirlos y que no sintieran dolor. Por supuesto, todo el mundo se dio cuenta de esto, pero, aparte de murmurar y de molestarse, nadie dijo nada porque entonces podrían perder el empleo, y las cosas no están muy bien en Honduras como para que la gente ponga en riesgo el trabajo…”.

Trajeron la comida, y el fiscal sonrió al darle las gracias a la mesera.

“Así que –siguió diciendo–, los anestesiólogos, aunque no les agradara aquello, usaban aquel anestésico y, sabiendo que una sola ampolla no serviría de nada, aplicaban ocho o diez al paciente hasta que este se dormía… No tenían otra opción, sin embargo, una mañana, se les presentó una cirugía de emergencia; esta mujer debía ser intervenida o moriría, y la llevaron al quirófano. Entonces, el equipo de anestesia se preparó, los cirujanos se alistaron y, empezó el procedimiento para dormir a la mujer. La caja en la que venía el anestésico estaba sellada, como todas, y un ayudante del anestesiólogo la abrió. Aplicaron la primera ampolla, la segunda, la tercera, la cuarta y la quinta. Y siguieron hasta la número ocho. Fue en ese momento en que el monitor cardíaco alertó a todo el mundo dentro del quirófano. El corazón de la paciente se había detenido. Trataron de resucitarla por todos los medios, pero la mujer había muerto… Todos se miraron sorprendidos, sin saber qué hacer o qué decir…”.

El abogado hizo una pausa, cortó un pedazo de carne y se la llevó a la boca, masticó por varios segundos, y exclamó:

“Delicioso”.

Luego, añadió:

“¿Qué había pasado, Carmilla? ¿Por qué había muerto aquella mujer? ¿Qué la había matado?”.

Yo no respondí. Esperaba a que siguiera hablando mientras hojeaba el expediente. Él siguió comiendo con parsimonia, disfrutando cada bocado. Había temor en sus ojos, sin embargo, estaba tranquilo y, como me dijo la tarde anterior, cuando concertamos la cita, “sabía lo que estaba haciendo, sencillamente –había agregado–, porque en el Ministerio Público la mayoría de los fiscales son buenos, tienen conciencia de su trabajo y de su responsabilidad con la nación, y, aunque no lo digamos abiertamente, estamos en contra de que se use a la institución como punta de lanza de ciertos políticos inescrupulosos. Estamos allí para combatir el delito, no para ser soldados de algunos poderosos…”.

Pausa

Comió con ansiedad, más que con hambre, y dejamos el tema por un momento. Pero, a mitad de la comida, él volvió a preguntar:

“¿Por qué esta mujer, Carmilla? ¿Por qué?”.

Tocó con la yema de un índice la fotografía de la morgue.

“¿Por qué? –repitió–. Era una mujer joven, esposa y madre, profesional universitaria, trabajadora, y, además, como puede ver usted en el expediente, el mal que la llevó al Seguro era superable con la cirugía, aunque esta fuera de emergencia…”.

Siguió a esto otra pausa, más breve que las anteriores. Viéndolo a los ojos, le pregunté:

“Entonces, ¿por qué murió?”.

Él esperó un momento antes de responder: “Pues porque una vez más se comprueba que los refranes son sabios, y hay uno que dice que las desgracias no duermen… y que no vienen juntas” –dijo, levantando el tenedor en el que había ensartado un pedazo de carne bañada en salsa.

Yo esperé a que siguiera hablando, sin embargo, le di vuelta a varias páginas del expediente, mientras mi comida se enfriaba.

“Resulta, Carmilla –me dijo el abogado, de repente, y como si se hubiera decidido a cortar la tensión que había provocado al retardar la explicación–, resulta que esa mañana les llevaron al quirófano una caja del anestésico original, del anestésico que con una sola ampolla, o a lo máximo dos, el paciente se dormía…”.

Yo me sorprendí.

“¿Es posible?” –pregunté.

“Más que eso, Carmilla –me dijo–; es criminal… aunque en esto los culpables son otros… Por esas cosas de la vida, una caja del anestésico, original, de la misma marca y de la misma casa, se había quedado entre las cajas del anestésico ‘pirujo’ que habían comprado por montones y a un precio súper mayor que el original. Los médicos, seguros de que estaban tratando a la paciente con el anestésico nuevo, y sabiendo que se necesitaban hasta diez ampollas para dormir a la mujer, le aplicaron ocho, y, al ser el original, era mucho más potente, y la mató…”.

Dijo esto, dejó caer el tenedor en el plato, ya casi vacío, y rechinó los dientes, con furia mal reprimida.

“¿A quién perseguir por esta desgracia? –preguntó, de pronto, echando chispas por los ojos–. ¿Quién fue el culpable de esta muerte? ¿A quién arrinconar en los tribunales?”.

Calló y trató de calmarse.

Ahora estaba rojo y se habían endurecido las facciones de su rostro.

“Creo que los culpables están pagando este crimen, y muchos otros, porque, aunque usted no lo crea, se siguen comprando medicinas de baja calidad…”.

Hizo otra pausa, se limpió el sudor de su frente con una servilleta, y exclamó:

“Pero eso es otro capítulo de la novela…”.

Yo dejé que se calmara.

“Las pastillas de harina…” –le dije, poco después.

Él sonrió.

“Se ha hablado de óvulos de yeso –dijo, tras largos segundos–, de inyecciones de pura agua destilada, de desinfectantes contaminados… ¡en fin! Y de pastillas de harina…”.

Abrió el expediente más grueso.

“Astropharma, Laboratorios Internacionales y Lena Gutiérrez, entre otros –me dijo–; un caso horrible de verdad, sencillamente, porque los pobres que buscan mejorar su salud no merecen que se les engañe, que se abuse de ellos, que se les utilice…”.

Suspiró.

“¿Ve usted estas publicaciones de EL HERALDO y La Prensa? –me preguntó, poniendo el expediente abierto ante mis ojos.

“Sí –le dije–; esas publicaciones son parte de la documentación que tengo de este caso… Solamente me faltaba lo que usted tiene en este expediente…”.

Hizo otra pausa.

“Pues –me dijo, soltando el aire de sus pulmones–, vamos por partes…”.

“Bien”.

“A finales de 2018, La Prensa publicó que una jueza encontró culpable al que fabricó las pastillas de harina… Léalo mientras me tomo mi café”.

Dio dos o tres sorbos, mientras yo leía, pero no pudo permanecer en silencio:

“Este caso horrible debe ser castigado con todo el peso de la ley –dijo, con ira apasionada–; se afectó seriamente al Ministerio de Salud y a la población… Lea bien lo que tiene el Ministerio Público y juzgue, ya que sé que conoce mucho de Derecho, si el castigo no debe ser ejemplar…”.

“Voy a tardar un poco, y como usted no me permite ni tomar fotos…”.

“Puede anotar, pero no tomar fotos… Ese es el trato…”.

Yo sonreí.

Conforme leía, “El horrible caso de las pastillas de harina” se convertía en una historia negra…

“¿Quién es él?” –pregunté, interrumpiendo la lectura.

“Testigo protegido… –me respondió, retirando la taza de sus labios–. Esta persona sabe cómo se hacen las pastillas de harina…”.

Yo lo miré por un momento, casi sin entender la intención de sus palabras.

“¿Declaró en el juicio del doctor Flores?” –le pregunté.

El sonrió con cierta malicia.

“Siga leyendo –me dijo–; siga leyendo”.

Continuará la próxima semana...

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