Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: Una desaparición extraña

No hay dolor más grande que la pérdida de un hijo
16.05.2021

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Beto.

Se llamaba Roberto, como el papá, pero desde niño le decían Beto. Era el único varón de la familia, y don Beto tenía grandes esperanzas en él. La hacienda, los negocios y las demás propiedades quedarían en sus manos para que él las administrara y ayudara a sus cuatro hermanas; además, para que hiciera crecer los negocios.

Estudiaba Derecho en Tegucigalpa. No le gustó la Universidad en Juticalpa, ni quiso estudiar Agronomía, como le sugirió su padre. Deseaba ser abogado.

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Entonces, don Beto compró una casa grande en Tegucigalpa para que vivieran allí mientras estudiaban. La hija mayor estudiaba Medicina, la segunda Odontología, la tercera sería licenciada en Enfermería y la cuarta, la menor, pues, estudiaría Administración de Empresas después de que su hijo creciera lo suficiente como para que se quedara con la abuela, porque se había enamorado, y su bendición tenía apenas seis meses, y el padre se había perdido por esos caminos de Dios. Pero, así sucede en las familias, y don Beto amaba a su nieto y soñaba con grandes cosas para todos. Y le alegró mucho cuando Beto, su hijo, le dijo que tenía novia.

Había cumplido veinte años, era el cuarto de sus hijos, y representaba casi todo para él. Y, cuando le dijo que la llevaría a la hacienda para que la conocieran, fue como un día de fiesta.

María

Era bonita, aunque un poco mayor que Beto, pues, tenía veintidós años. Era alta, no tanto como Beto, pero era de hermosa estatura, y bonita, muy bonita.

Cada dos años cambiaba de carro, vestía con elegancia ropas finas, tenía joyas preciosas y usaba los mejores perfumes. Vivía en una mansión, con sus dos padres y un hermano menor, y era feliz, sobre todo porque, como decían sus amigas, hacía lo que quería, era la consentida de su papá, y poco le faltaba para ser una princesa.

Por un accidente en moto se retiró un año de la universidad. Iba con su novio por el anillo periférico, y una rastra estaba estacionada a una orilla, sin luces de advertencia. El novio se estrelló contra la rastra, y murió en el acto. Ella estuvo un mes en el hospital, dos meses recuperándose, y seis con el psiquiatra, para superarse del trauma. Pero, ya todo había pasado y era una mujer nueva. Pronto sería abogada, y se iría un par de años a España a especializarse en algo más. Pero, le había prometido a Beto que lo esperaría, si se esforzaba más, para que se fueran juntos. Beto, enamorado como estaba, matriculaba seis y hasta siete clases, y estudiaba día y noche. Y cada trimestre que pasaba, se acercaba más a su novia.

Don Beto, que ya tenía sus años, y había vivido la vida, le dijo a su esposa:

“No me gusta mucho la novia de Beto”.

“Pero, ¿qué podemos hacer? Es su decisión”.

“No sé por qué pero me parece muy sofisticada, y Beto es sencillo y bueno; y ella es medio alocada”.

“No podemos hacer nada, viejo. Es la decisión del muchacho”.

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En eso estaba de acuerdo don Beto. Ni modo. Sin embargo, cuando su hijo faltó a clases toda una semana, no fue el viernes a Olancho, como acostumbraba cada quince días, y no contestaba el teléfono, se preocupó. Su hija mayor le dijo que es que se había peleado con la novia y que se había deprimido.

“Pero ya se van a contentar –dijo el señor–; es normal”.

“Ojalá –le dijo la muchacha–; allí está encerrado en el cuarto y no quiere ni comer”.

“También es normal. Déjalo, hija; ya se le va a pasar”.

Pero no se le pasó.

Cuando las tres muchachas regresaron el domingo de Olancho, lo primero que hicieron fue tocar la puerta del cuarto de Beto, pero este no respondió.

“Ha de estar dormido –se dijeron–; mañana hablamos con él. No tiene por qué echarse a morir”.

Y la muchacha tenía razón. No tenía por qué.

Puerta

A la mañana siguiente, la primera en levantarse fue la que estudiaba Medicina, y sintió un olor raro en la casa. Siguió el rastro con el olfato, y se dio cuenta de que aquel olor salía del cuarto de Beto.

Desesperada, empezó a golpear la puerta, llamó a las hermanas, buscaron la llave extra, pero la puerta estaba asegurada por dentro. Vieron por la ventana que daba al patio, pero esta tenía un balcón sólido de hierro, y celosías con grandes cortinas. Nada se veía.

Entonces, llamaron a dos guardias, y la hermana mayor les pidió que abrieran la puerta como fuera. Aunque resistió, aquella gruesa puerta de roble, terminó cediendo, y las muchachas entraron al cuarto. Lo que vieron allí las paralizó.

Sobre la cama, tendido boca arriba, en el centro y con dos almohadas bajo la cabeza, estaba el cuerpo de Beto, en estado de putrefacción, con el vientre hinchado, la lengua salida y bajo una nube de moscas. ¿Cómo habían entrado estas? Solo Dios lo sabía.

La muchacha corrió a la mesita de noche. Allí había una nota.

Decía:

“Perdónenme papá y mamá por lo que he hecho, y que me perdonen mis hermanas. No puedo vivir sin María. Prefiero morir. Perdón”.

Beto se había cortado las venas de las muñecas y había muerto desangrado. El forense dijo que había tomado antes una buena dosis de pastillas para dormir, de efecto casi inmediato.

“No sufrió” –dijo.

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Vino don Beto por el cuerpo de su hijo, y lo llevó a la hacienda. Allí lo velaron, en un ataúd sellado, y al día siguiente lo enterraron. El dolor había caído en aquella casa como una loza, y era horrible el sufrimiento de todos.

¿Por qué?

Don Beto esperó un día, dos días, una semana una llamada de María. Diez días después de haber enterrado a su hijo, la muchacha lo llamó.

“Estaba esperando esta llamada, hija” –le dijo don Beto.

“Solo lo llamo, señor –le dijo ella–, para decirle que yo no tengo la culpa de la decisión que tomó su hijo. Si ya no funcionaba la relación, pues, debió aceptarlo. Yo me separé de él porque era muy niño, y siempre me estaba celando; además, vivía reclamándome cada día que yo ya no era virgen, y eso me obligó a alejarme de él. No me gustan los hombres machistas. No le digo que no lo quería, pero como para sacrificar mi vida con un tipo así, nunca. Por eso lo dejé. Y si él tomó esa decisión, nada tengo que ver yo en eso. Hablamos, nos entendimos, y aunque me buscó y me rogó, yo no quise seguir con eso. Además, ya estoy por graduarme y me voy para España. No hay necesidad de amargarse la vida, y así se lo dije, pero él no me entendió. Así es, señor, que lo llamo para que no me echen a mí la culpa de lo que hizo su hijo. Si se mató, fue por débil. Yo nada tengo que ver en eso. Y le agradezco mucho que me haya escuchado”.

“Está bien, mija –le respondió don Beto–; tiene usted razón. Gracias por llamarme”.

Don Beto estaba pálido.

“¿Qué te dijo la muchacha, viejo?” –le preguntó su esposa.

“Que ella quería mucho a Beto y que estaba sufriendo por lo que hizo. Solo fue un pleito de novios, y él se lo tomó muy a pecho. La muchacha está sufriendo”.

La señora lloró.

No esperaba menos de su nuera.

“Viejo –le dijo a don Beto–; treinta años tengo de conocerte. ¿Creés que podés engañarme? ¡Ay, Beto! Bien dijiste vos que esa no era una buena mujer”.

Don Beto no dijo nada.

Meses

El día del rezo de los seis meses de muerto llegó. Las rezadoras estaban frente al altar, en la casa grande de la hacienda, y estaba allí toda la familia, los empleados de don Beto y sus amigos.

A eso de las dos de la tarde, le avisaron que lo buscaban.

“¿Quién?” –preguntó.

“Tres policías. Dicen que son de investigación”.

“Ah, ya”.

Salió don Beto, y saludó a los policías. Eran tres, el mayor de ellos, un oficial. Se presentaron, y don Beto los pasó a una sala.

“Siéntense –les dijo–, y díganme ¿en qué puedo servirles?”

“Estamos investigando una desaparición, don Beto –le dijo el oficial–; la desaparición de una muchacha…”

“Ah, sí. ¿Y por qué vienen aquí?”

“Pues, usted perdonará, pero los padres de la muchacha sospechan de usted… La muchacha se llama María, dicen que fue novia de su hijo, que su hijo se mató porque ella lo dejó, y que como está desaparecida desde hace una semana, creen que usted tiene algo que ver…”

“¿Y ustedes qué creen?”

“Venimos a investigar”.

“Y son bienvenidos”.

“A la muchacha se la llevaron de algún punto del anillo periférico; allí interceptaron su carro, la bajaron, y se la llevaron con rumbo desconocido”.

“Y, ¿encontraron mis huellas digitales en el carro de la muchacha?”.

“No, señor; eso no. Solo hay huellas suyas…”

“¿Y las cámaras de seguridad?”.

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“Los que la raptaron lo hicieron en un tramo del anillo en que no hay cámaras. Un testigo dijo que se la llevaron en una camioneta, pero en la salida al sur encontramos una camioneta quemada; le prendieron fuego adrede. Creemos que esa es la camioneta en que se llevaron a la muchacha…”.

“Y, ustedes creen que yo estoy detrás de todo esto”.

“Mire, nosotros solo investigamos. Los padres sospechan de usted, por lo que pasó con su hijo…”.

“Ah –dijo don Beto–. ¿Y ustedes qué piensan hacer?”.

“Pues, hablar con usted”.

“Ya estamos hablando”.

“Queremos que nos ayude a resolver este caso”.

“¿Cómo?”.

“Diciéndonos lo que sabe acerca de la desaparición de la muchacha”.

Don Beto sonrió, se puso de pie, y los policías hicieron lo mismo.

“Vamos –les dijo el señor–, los acompaño a la salida”.

“Todavía no hemos terminado”.

“Ya terminamos”.

“Pero, le hice una pregunta”.

“¿Cuál es?”.

“¿Qué sabe usted sobre la desaparición de la muchacha”.

Nota Final

El oficial le pone azúcar dietética a su café, mientras esperamos el desayuno, y me dice:

“El señor se acercó a mi oído derecho y me dijo: Lo sé todo. Pruébelo”.

Toma un sorbo.

“Pero, ¿qué es lo que tengo para probar que él hizo desaparecer a la muchacha? Nada, Carmilla; nada, aunque los padres me hayan ofrecido el cielo y la tierra… Yo estoy seguro de que María está muerta. Y que los que se la llevaron vinieron de otra parte, de otro país… Pero, por más que hemos buscado en teléfonos, con informantes y delincuentes reconocidos, no sabemos nada. A la muchacha se la tragó la tierra. Yo estoy seguro que fue que el señor vengó la muerte de su hijo… Pero, ¿cómo puedo probarlo? ¿Cómo acusarlo de algo si ni siquiera tenemos el menor indicio? Y lo mismo piensa el fiscal…”

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