Selección de Grandes Crímenes: El último paso (parte 2 de 2)

En realidad, nada estará oculto para siempre... Está claro que el asesino, o los asesinos, sabían quién era ella y la vigilaban

  • 24 de agosto de 2025 a las 00:00
Selección de Grandes Crímenes: El último paso (parte 2 de 2)

RESUMEN. A Miriam la encontraron muerta en su propio carro, en una calle solitaria, en las afueras de Gilmer, un pueblo pequeño y bonito de Texas, Estados Unidos. La asfixiaron con una bolsa de plástico. La Policía no encontró huellas digitales que les ayudara a identificar al asesino. Lo único que tenían eran las imágenes de un hombre que se subió a su carro en el estacionamiento de una tienda, a donde había llegado con una de sus empleadas a comprar víveres. Pero, nada claro se veía en las imágenes de los videos de seguridad y la Policía nada podía hacer.

Cuando se dieron cuenta que Miriam tenía a su nombre una gran fortuna y que había hecho algunas transferencias a varios abogados, los agentes sospecharon que el dinero era la causa de su muerte. Pero, las cuentas bancarias estaban intactas, no las había tocado en algún tiempo. A pesar de que Miriam huyó a Estados Unidos -después de que fue asaltada en su casa por hombres que “querían que les entregara el dinero”-, donde vivió segura, lejos de peligros por diez años, hasta hoy, que acabaron con su vida. La Policía se preguntaba: ¿Por qué la mataron? ¿Quién o quiénes eran sus asesinos? ¿Por qué estaban intactas sus cuentas bancarias? ¿Por qué matar a aquella mujer indefensa? ¿Qué podía hacer la Policía de Honduras para ayudar a resolver este crimen?

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DPI

Cuando los agentes de investigación criminal de la Policía de Honduras escarbaron un poco en el pasado de Miriam, se dieron cuenta que había sido paciente del doctor Emec Cherenfant, sin embargo, nada pudo hacer el doctor para ayudarles. Además, nadie hablaba de la mujer muerta, por temor o porque nada sabían.

“Ella era la novia de uno de los hombres más poderosos del norte -les dijeron-, pero un día desapareció de Honduras y hasta hoy sabemos algo de ella. Estamos aquí para acompañar a su mamá en el duelo”.

Estaba claro que nadie diría nada. Pero un hombre ya entrado en años, dijo:

“Señores, hay fantasmas a los que no conviene despertar”.

“¿A qué se refiere?” -le preguntaron.

El hombre respondió:

“Ustedes saben bien... Todavía quedan hombres que cuidan las espaldas de los jefes, y es gente peligrosa... Uno no sabe si por ahí le vino la desgracia a esta niña”.

Y nada más dijo. Pero la mamá de Miriam no se cansaba de repetir, en medio del llanto y del dolor:

“Me la mataron, me mataron a mi niña. Esos hombres fueron los que me la mataron”.

Y los detectives le preguntaron:

“¿Quiénes son esos hombres, señora?”.

“Esos, los que querían el dinero del novio de mi hija”.

“Pero las cuentas bancarias que su hija tenía a su nombre están intactas, ni un solo centavo ha salido de allí en mucho tiempo... Tal vez fueron otros los motivos de los asesinos para quitarle la vida a su hija”.

“Yo no sé... Pero sí sé que ellos fueron”.

“¿Cuándo fue la última vez que habló con su hija, señora?”.

“Hace unas cinco semanas -respondió la señora-, unos días antes de que me la mataran”.

“¿Le dijo algo, como que estuviera amenazada o tuviera miedo de alguien o de algo?”.

“No, nunca hablábamos de nada de esas cosas... Ella era bien reservada y sabía que los enemigos del novio eran capaces de vigilarme para encontrarla a ella... Por eso, siempre me hablaba de un teléfono nuevo”.

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GILMER

Los detectives de Gilmer no descansaban tratando de resolver el crimen de Miriam. Estaban seguros de que había algo que los pondría sobre la pista de los asesinos. Pero, en tres meses, nada habían averiguado. Solamente, que Miriam cambiaba de número de teléfono con frecuencia y que casi nunca hacía llamadas personales, y, si se comunicaba con los abogados que defendían a su novio era siempre por correo electrónico. Llevaba una vida misteriosa, pero, a nadie le hacía mal. Y los agentes se preguntaban:

“Si no la mataron por el dinero, ¿por qué la mataron? Está claro que el asesino, o los asesinos, sabían quién era ella y la vigilaban. Un hombre se subió en su carro, y la obligó a llevarlo hasta el lugar donde le quitaron la vida. Lo más seguro es que este hombre se reunió con uno o con más cómplices en el camino hasta ese lugar. Pero, ¿por qué?”.

Era una pregunta que no tenía respuesta. Entonces, los agentes tuvieron una idea.

“La empleada -dijeron-, la mujer que vivía con ella”.

Y, seguros de que esta mujer podía ser de ayuda en la investigación, fueron a buscarla a la que había sido la casa de Miriam. Allí estaba. Pero, por más preguntas que le hicieron, ninguna respuesta parecía servir de nada.

“¿Se quedará usted a vivir en esta casa?” -le preguntaron, al final.

“No lo creo -dijo ella-, la mamá de mi patrona es ahora la dueña y no sé qué es lo que piensa hacer con la casa y con las cosas de la hija... Por mientras, yo sigo trabajando con la floristería, y sigo cuidando la casa”.

Nada sospechoso había en las respuestas de la empleada y nada pudieron deducir de sus palabras. Ella no sabía nada de la vida de Miriam, y Miriam nunca hablaba de su pasado. Tampoco la escuchaba hablar por teléfono, más que con su mamá y con los proveedores de la floristería. En nada podía ayudar.

TELÉFONO

A pesar de esto, los agentes no se rindieron. Quisieron saber algo más sobre la empleada de Miriam y decidieron investigar su teléfono. Una semana tardaron en conocer un poco más a la empleada. Había hecho muchas llamadas a un mismo número, desde hacía un par de meses antes de la muerte de su patrona. Y, de ese número, la habían llamado media hora antes de que Miriam y ella llegaran al estacionamiento de la tienda. Aunque no era nada sólido, los detectives quisieron saber quién era el dueño del número al que hablaba tanto la mujer.

“Se llama Carlos -dijeron, cuando identificaron al dueño del número-, es de Honduras, de una ciudad que se llama Sabá, en el departamento de Colón, en el norte del país. Parece que llegó a Texas hace seis meses. En el teléfono de la empleada de la víctima, hay llamadas de un número de celular de Honduras, y ese número también pertenece a Carlos. Ahora, es necesario que localicemos a este hombre”.

“Hay que vigilar la tienda y la casa, para ver si Carlos se aparece por ahí, ya que vemos que es buen amigo de la empleada de Miriam”.

CARLOS

Era un hombre joven, de aspecto militar y que trabajaba en un supermercado de Taylor, cerca de Gilmer, en Texas. Tenía tres meses de trabajar allí. Pero, estaba claro de que había llegado a Estados Unidos mucho tiempo antes. Temerosos de que la empleada se diera cuenta de que la vigilaban, no le preguntaron nada de Carlos. Pero, un viernes, a eso de las diez de la noche, un taxi se detuvo a unos cincuenta metros de la casa. Un hombre caminó despacio hacia ella y tocó la puerta con golpes que parecían una clave, a pesar de que el timbre estaba frente a él. La empleada de Miriam le abrió. Los detectives notaron que había mucha familiaridad entre ellos. Esperaron a que el hombre saliera, y esperaron en vano. El hombre salió de la casa hasta el domingo a las once de la noche. Pero, no iba solo. Miriam iba con él. Y llevaba maletas. Un taxi llegó por ellos. En ese momento los detectives se preguntaron ¿qué hacer? ¿Es que la mujer estaba escapando de algo? ¿Solo hacía un viaje? ¿Se habría dado cuenta de que era vigilada? ¿Fue Carlos el que se dio cuenta de que la Policía estaba cerca de él?

Los detectives no tenían nada en contra de la pareja. Sin embargo, ahora sabían que la empleada de Miriam actuaba de manera extraña. Y Carlos tenía algunos rasgos físicos que eran muy parecidos al del hombre que se subió al carro de Miriam. Llamaron a su jefe.

“¿Tenemos algo sólido contra ellos?” -les preguntó.

“Sospechas”.

“¿Sólidas?”

“No mucho”.

“Síganlos -les dijo el jefe-, si ven que van a un autobús o que pareciera que van a dejar el país, deténganlos”.

“Si van a escapar del país, tal vez busquen un aeropuerto -le respondieron los detectives-, y no tenemos jurisdicción”.

“Entonces, tráiganlos, y acusémoslos de algo por mientras averiguamos algo más”.

Cuando la empleada y Carlos esperaban un bus para salir de Gilmer, los detectives los detuvieron.

“Por ser sospechosos del rapto y del asesinato de Miriam” -les dijeron.

La empleada miró a Carlos, y, desesperada, empezó a llorar.

“Por eso yo me quería regresar a Honduras” -le dijo.

“Callate, mujer” -le dijo Carlos.

La empleada de Miriam se derrumbó.

NOTA FINAL

Dijo que llegó a Estados Unidos recomendada por una hermana de la mamá de Miriam, que era vecina de sus padres en Tocoa, que allí, se dieron cuenta que ella trabajaba con Miriam y le enviaron a un hombre para que les ayudara a acercarse a Miriam. Luego, dijo que Carlos era ese hombre. Entonces, los detectives le dijeron a Carlos que la muchacha había confesado y que si quería que la fiscalía le ayudara, que era mejor que dijera lo que sabía.

“La mandaron a matar desde Honduras -dijo Carlos-. Yo solo la llevé hasta el lugar donde le pusieron la bolsa en la cabeza. No sé por qué la mataron, pero ella pidió que no le quitaran la vida y que les iba a entregar todo el dinero. Y los hombres le dijeron que no era necesario, que no la mataban por el dinero”.

“Entonces, ¿por qué la mataron?”.

“Solo sé que el marido, el hombre de ella, el que tenía allá en Honduras, salió de la cárcel, y se fue de Estados Unidos... Si él tiene algo que ver en eso, no sé... A mí solo me pagaron para que la localizara, y para que la llevara hasta ese lugar”.

Una semana después, los agentes detuvieron a dos hombres en Houston. Eran los que se comunicaban con Carlos. Uno era hondureño; el otro, colombiano. Ya que las pruebas de la fiscalía no eran sólidas, los hombres salieron en libertad. Un día, en una calle de una aldea de Olancho, en Honduras, uno de ellos apareció muerto en un carro. Estaba amarrado de pies y manos. Le dispararon una sola vez en la cabeza. Del colombiano no se sabe nada. La mujer, la empleada de Miriam, sigue viviendo en algún lugar de Estados Unidos.

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