Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: Cuando los muertos hablan (parte I)

Intriga: ¿Qué le dijo aquel cadáver al criminalista más prestigiado de Honduras?

27.07.2019

TEGUCIGALPA, HONDURAS.-

(Primera parte)

Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres y se omiten algunos detalles a petición de las fuentes.

Gonzalo. Su nombre es Gonzalo Sánchez Picado, es abogado, catedrático universitario y, para orgullo de Honduras, de la Policía de Investigación y de la Universidad Nacional Autónoma, es el criminalista mejor calificado del país y uno de los más prestigiosos de Centroamérica.

Es un hombre sencillo, de hablar pausado y ronco, piel clara y ojos de águila; lleva sobre sus hombros muchos años y en su vida profesional la experiencia que dejan mil casos criminales a los que se enfrentó con dedicación, sabiduría y entrega por todo el tiempo que sirvió al país en la Policía de Investigación Criminal.

VEA: Selección de Grandes Crímenes: El que mal anda… (parte II)

Por sus manos pasaron casos emblemáticos que parecía que no se resolverían nunca, sin embargo, junto a un equipo de hombres y mujeres dedicados al oficio de investigador criminal, encontró a los asesinos, destruyendo la impunidad.

El caso Vicenzzina Trimarchi fue uno de sus más grandes retos; la muerte de Sigfrida Shantal, la cacería contra la primera asesina en serie en la historia de Honduras, Alma Cleotilde Grand Pérez, la bruja Cleo, el suicidio del gringo multimillonario que le heredó a su esposa ciento cincuenta millones de dólares, y a la que acusaban de haberlo asesinado... ¡En fin! Tantos y tantos casos que forman parte de la historia negra de Honduras y cuya solución se debe a la mente sencilla y sabia de Gonzalo Sánchez, el maestro de los investigadores de la época de oro de la Dirección de Investigación Criminal, el hombre humilde que dejó una huella positiva en la Policía Nacional, y a quien rindo este humilde homenaje, presentando a los lectores de esta sección de diario EL HERALDO uno de sus casos más sencillos...

“Bueno –dice–, para el que sabe leer en la escena del crimen, todos los casos son sencillos... En la escena está la marca, la firma del criminal; cada detalle nos dice algo de la víctima y del victimario, nos habla de su personalidad, de sus miedos, de su cultura, su grado académico, sus sentimientos, patologías y hasta gustos personales…”.

Hace una pausa, suspira y su mirada se pierde en la lejanía. Gonzalo Sánchez, cuyo cerebro es una máquina de pensar, piensa.

“Todos pueden ser buenos investigadores criminales –agrega–, y en este momento hay buenos elementos en la DPI, aparte de que Rommel Martínez es un excelente policía... Pero creo que hay que preparar más a los muchachos, hay que enseñarles a pensar sobre cada detalle en la escena del crimen, no solo darles la teoría; hay que enseñarles a que se metan, literalmente, en la mente del criminal para que sepan qué pensaba, qué sentía y qué motivó su conducta asesina...”.

Suspira de nuevo.

“Cada herida habla, cada golpe, la posición del cuerpo, su vestimenta, si está desnudo o medio vestido, si fue torturado, si lo ataron de pies y manos, si lo raptaron para asesinarlo en otra parte, o, por el contrario, si lo mataron en vía pública, en movimiento, de día o de noche... Todos estos elementos nos dicen: el crimen sucedió así, esta o aquella herida nos dice por qué, aquel golpe muestra la ira del hechor... ¡En fin!”.

Habla con la soltura del sabio.

“Muchas veces –añade–, en la propia escena del crimen se puede resolver un caso... Basta con elaborar un perfil psicológico del criminal a partir de los indicios, de los detalles, por más insignificantes o pequeños que parezcan, y el buen investigador estará a un paso, o a pocos pasos, de dar con el asesino... Esto es lo maravilloso de este oficio de investigador criminal”.

Caso

Toma una de las carpetas que tiene acumuladas en una esquina de la mesa y la pone frente a mí.

“Este fue un caso sencillo –me dice–, aunque al inicio pareció complejo, difícil de resolver”.

Se trata de la muerte de un hombre de cincuenta y dos años al que raptaron una noche cerca de su casa en la colonia San Miguel de Tegucigalpa. Un carro se detuvo delante del suyo, en una calle solitaria, atrás de las canchas, y tres hombres lo encañonaron con armas largas, obligándolo a salir del vehículo. Luego, lo subieron a un segundo carro, y se lo llevaron con rumbo desconocido. A la mañana siguiente se encontró su cuerpo, torturado y en calzoncillos, con las manos amarradas hacia atrás, en un camino de herradura dentro del Parque Nacional La Tigra.

“Lo torturaron selectivamente –me explica Gonzalo–; selectivamente y despacio, lo que nos indica que querían hacerle daño, pero querían, también, que sintiera, que sufriera el daño recibido y, sobre todo, que supiera por qué se le torturaba...”.

Da vuelta a una página y me muestra algunas fotografías.

“Mire aquí –agrega, señalando las manos hinchadas y sanguinolentas del cadáver–, vea que no tiene uñas. Se las arrancaron una a una, con precisión quirúrgica, ya que no se ve en las fotos que se haya hecho más daño que el que se logró al arrancar las uñas, seguramente con un alicate o una tenaza de punta fina”.

Da vuelta a otra página.

“Aquí se ve que le echaron sal en las heridas de los dedos, y que estas las quemaron con un puro... porque podemos ver restos de ceniza de tabaco en el lugar donde estuvieron las uñas...”.

La voz de Gonzalo es pausada.

“Esto, por supuesto, tiene un significado especial –dice, después de una pausa en la que me ha mostrado más de quince fotografías de las manos de la víctima–; y si a esta horrible tortura agregamos esto, la cosa se pone más clara...”.

“No le entiendo bien”.

Sonríe.

“¿Ve esto?”

Señala con un índice una fotografía en la que destaca la boca de la víctima, llena de sangre, semiabierta y con los labios inflamados.

“Sí” –le respondo.

“¿Qué ve?”

Dudo antes de responder.

“Le quebraron los dientes –me dice él, con entonación–, uno a uno, para causar el mayor dolor. Seguramente esto lo hicieron con una tenaza, y, por supuesto, el sufrimiento causado es inmenso...”.

Señala una nueva fotografía.

“Vea aquí –me dice–, pero vea con atención...”.

Él señala el fondo de la boca de la víctima, donde se ve un coágulo de sangre que nace desde la garganta y llena la cavidad bucal.

Lo miro sin decir nada.

“Le cortaron la lengua –me dice, sin que pueda evitar estremecerse–, pero no lo hicieron con la destreza del carnicero o la habilidad del cirujano, o sea, que no lo hicieron con un solo corte, como se ha visto en muchos casos parecidos; lo hicieron por partes... Sacaron la lengua, la sostuvieron con una tenaza, y la cortaron en tiras de afuera hacia adentro, y con intervalos de varios minutos, para causar el mayor dolor...”.

Yo me estremecí.

“Esto nos indica que los asesinos actuaron con sangre fría –dice Gonzalo, como si estuvieran en su cátedra de Criminalística de la UNAH–, y esta sangre fría nos demuestra que los criminales no tenían nada, absolutamente nada, en contra de la víctima, ya que actuaron desapasionadamente, despacio, cuidando que el hombre ni se desangrara ni muriera antes de tiempo, ocupándose a cada segundo en magnificar el sufrimiento...”.

Toma un sorbo de té, suspira una vez más y sigue diciendo:

“Lo cual nos dice –exclama, después– que son solo ejecutores contratados por alguien...”.

Se detiene por un momento porque van a servir el desayuno, en medio del delicioso olor a café caliente, y, después de saborear la comida con los ojos, agrega:

“Al analizar estos datos con el equipo de investigadores de la vieja DIC, llegamos a la conclusión que ese alguien que contrató a los ejecutores es, con muchas posibilidades, una persona de edad, por no decir vieja, o, es discapacitada. A esta persona lo movía un odio antiguo, que cultivó en su pecho por mucho tiempo, y que supo esperar el momento para cobrarse su venganza, porque estaba más que claro que se trataba de una venganza bien planificada, y, sobre todo, esperada...”.

“¿Una venganza?”

“Sí”.

Sigue a esto una pausa larga. Gonzalo empieza a disfrutar de los frijoles refritos, los huevos estrellados bañados con tomate guisado, y del plátano dorado nadando en mantequilla.

“¿Qué hizo la víctima para merecer semejante muerte?” –pregunta de pronto, levantando la mirada del plato.

Yo sigo en silencio.

“Rapto, manos atadas a la espalda, uñas arrancadas con violencia, lengua cortada en tiras, cuerpo desnudo, o solo vestido con los calzoncillos, dientes quebrados o arrancados uno a uno, y señales claras de quemaduras y sal en las heridas de los dedos... ¡Todo responde a una planificación meticulosa, a un guión escrito y revisado una y otra vez, y que al momento de hacerse realidad, se desarrolla paso a paso, despacio, a sangre fría y, seguramente, ante la mirada complacida de alguien especial, de esa persona que ejecuta su venganza y que se complace con el sufrimiento de la víctima y que, seguramente, sonríe de placer ante los gritos de dolor y ante la desesperación del hombre”.

Motivos

“Hay un detalle importante en este caso –dice Gonzalo, poco después, luego de haber vaciado medio plato y de haber hecho pasar por el gaznate tres tazas de café–, y es que los genitales están intactos, y están cubiertos por el calzoncillo, como bien se puede ver en las fotografías”.

“¿Qué significa eso?”

“Que la venganza no tiene tintes pasionales...”.

“Entonces, ¿por qué le arrancan las uñas de los dedos de las manos y dejan intactas las de los pies?”

“Esto tiene su significado, y no solo se hace para causar dolor, o para hacer la tortura más insoportable”.

“No le entiendo”.

“En aquel momento, con mi equipo, que fue uno de los mejores que tuvo la DNIC, y entre los que estaban Pachico, el H-3... ¡etcétera, etcétera!, creímos que solo se trataba de causar dolor, sin embargo, pronto nos dimos cuenta de que al arrancar las uñas estaban castigando a las manos que hicieron algo grave; luego, vimos que al cortar la lengua en aquella forma se estaba castigando al órgano que hizo también algo grave, y, al quebrar los dientes, los criminales tenían el mismo objetivo: castigar al hombre dañando las partes de su cuerpo con las que causó un mal grave...”.

Brillan los ojos de Gonzalo y su rostro está encendido, como si estuviera de nuevo frente a la escena del crimen, en aquella época en que se esforzó por hacer de la Policía de Investigación Criminal una Policía Científica, y, como si volviera al pasado, sonríe, dejándose llevar por sus recuerdos…

“Yo les dije a los muchachos que este hombre había hecho algo grave, y que alguien había esperado mucho, mucho tiempo...”.

Continuará la próxima semana...