Crímenes

Grandes Crímenes: Mía es la venganza…

Un caso más de los archivos de Jorge Quan
06.07.2019

Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.

VISITA. Era una mañana fresca, el invierno había vestido de verde las montañas y los árboles, frondosos y llenos de vida, le daban un aspecto hermoso al paisaje.

La aldea, metida entre los cerros, como en una postal primitivista de Roque Zelaya o Ramón Antonio Velásquez, se había despertado hacía tiempo, y de las casas salía humo, que se elevaba en largas espirales al cielo, mezcladas con un aroma delicioso a café recién hecho, frijoles refritos, tortillas calientes y huevos picados en abundante manteca. Era, por supuesto, una mañana agradable, típica en aquella aldea pacífica y lejana que olía, además, a pinos y a vacas. Y, a esa aldea, llegó Rigo, esa mañana, y se presentó de improviso en la casa de su tío. Este, al verlo, se alegró, porque lo quería mucho, y lo pasó adelante para que desayunara. Sin embargo, Rigo le dijo:

“Es que vengo acompañado, tío Lucas”.

“¡Ah!, ¿es que ya sentaste cabeza, sobrino? ¡Te casaste!”.

“No tío, nada de eso. Es que traje a un amigo para que pase aquí unos días… Si no le molesta”.

“¡Qué me va a molestar, hombre; tus amigos son mis amigos”.

Pero las palabras se apagaron de pronto en la boca de don Lucas. Ante él acababa de presentarse un muchacho alto, delgado, de bigote fino, cejas delgadas y que vestía pantalones de azulón debajo de la cadera, una camiseta larga y tenis blancos.

“¿Él es tu amigo?” –le preguntó a su sobrino.

“Sí, tío”.

“Y, ¿por qué se viste así? Se me hace raro ese muchacho”.

“Esa es la moda en la capital, tío Lucas; no se preocupe. Mi amigo es una persona buena”.

“Y, ¿cómo se llama?”

“Gerardo, tío”.

“Y está tatuado… Eso ya no me gusta, mijo”.

“No se preocupe, tío; ya va a ver que mi amigo es buena gente…”

“Mirá, mijo, a mí no me parece tan inocente como vos decís, pero es tu amigo… Entonces, que se quede… aunque a mí me da mala espina porque me parece que hasta anda armado, y vos sabés que yo soy pastor y que no me gustan esas cosas…”

“No hay de que asustarse, tío…”

“Bueno, papa, Dios me lo guarde y no se confíe”.

EXPEDIENTE
El expediente de este caso ha esperado algunos años en los archivos de Jorge Quan, y está polvoso, comido por las polillas y las cucarachas, y le faltan algunas páginas. Sin embargo, las fotografías de Rigo están en buenas condiciones y en ellas se aprecia bien al muchacho, tendido sobre la mesa de autopsias de la morgue del Ministerio Público. Tiene dos orificios de bala en el pecho, a la altura del corazón, uno en el abdomen, otro en el hombro derecho, y uno en la frente, un par de centímetros a la izquierda de la base de la nariz.

¿Qué había pasado con Rigo? ¿Por qué estaba en aquella fría cama de la morgue?

“Una semana después de que llegó a la aldea –dice un oficial de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI)–, llegaron también unos seis muchachos, raros, todos vestidos con pantalones anchos y enseñando el calzoncillo. Nadie los conocía en la aldea, pero parecía que ellos sí conocían bien el lugar. Dijeron que venían a hacer una investigación sobre el pueblo y que eran de un colegio de Tegucigalpa. Por supuesto, nadie les creyó, pero nadie se metió con ellos”.

Más adelante en una página comida por las cucarachas, el oficial escribió:

“Esa misma noche, en la casa de don Lucas, Gerardo salió al corredor…”

ATAQUE
Era una noche serena, había niebla y hacía un poco de frío. A lo lejos se escuchaba el canto de un pájaro solitario y el de uno que otro gallo cercano. De repente se oían los ladridos de los perros y hasta el rebuzno de un burro, pero nada más. Arriba, en el cielo, la luna brillaba débilmente a través de un manto de nubes que empujaba el viento. Abajo, protegido por la oscuridad del corredor, Gerardo fumaba.

“No hombre –le dijo, entonces, Rigo, que se le había acercado–, no haga eso aquí; mire que yo le dije a mi tío que usted es una persona buena y correcta, y si se da cuenta que está fumando marihuana, nos va a correr a los dos…”

“No le pare coco, men; ya nos la vamos a pelar de aquí… Siento que me andan buscando y que no tardan en caerme encima…”

Fue en ese momento en que algo se movió frente a ellos, a unos quince metros, detrás de unos arbustos de café y de unas plantas de plátano.

“¡Chivas!” –dijo Gerardo, pero no pudo decir nada más. Una ráfaga de disparos cayó sobre ellos de improviso, pero, desde el suelo, él se defendió, disparando hacia aquel lugar su pistola.

El estallido de las balas alertó a todo el mundo en la aldea, y los vecinos, asustados y armados con rifles y machetes, llegaron hasta la casa del pastor Lucas, donde ya se escuchaban gritos de desesperación.

En el piso del corredor, sobre un lago de sangre fresca, estaba Rigo, tendido boca arriba, con varias heridas de bala en el cuerpo.

“Está muerto, pastor –le dijo a don Lucas el alcalde auxiliar del pueblo, un hombre ya entrado en años, que se había agachado para ver mejor al sobrino–; ya no se puede hacer nada por él… Lo mataron”.

“¿Y el amigo? ¿Dónde está el amigo?”

Gerardo había desaparecido.

Cuando llegó la Policía, don Lucas reconoció a Gerardo entre varias fotografías que le mostraron.

“Es un asesino y extorsionador –le dijo un oficial–, y lo estamos buscando desde hace un año…”

“Eso no me interesa, señor. ¿Usted sabe quiénes fueron los que mataron a mi sobrino?”

“Pues, creemos que no era a su sobrino a quien querían matar. Era a Gerardo al que buscaban…”

“Pero, según parece, se les escapó…”

“Dicen sus vecinos que hoy entraron a la aldea seis muchachos, haciéndose pasar por estudiantes…”

“Sí, y vestían igual que Gerardo, el tatuado…, el amigo de mi sobrino”.

“Pues, esos fueron los asesinos. Vinieron buscando a Gerardo, y mataron a su sobrino…”

A don Lucas le brillaban los ojos; había en ellos el fuego del odio.

“Está bueno –dijo–; hay que esperar la justicia de Dios…”

Y había algo siniestro en sus palabras.

EL DETECTIVE
Es un hombre sencillo, de humilde apariencia y que, sin el uniforme de la DPI pasaría desapercibido en cualquier parte. Pero muestra una inteligencia superior y una entrega devota a su trabajo.

“Cuando llegamos a la escena del crimen –me dice, hojeando un expediente limpio que lleva en una carpeta–, nos encontramos ante un caso horroroso… atípico, o poco común, por así decirlo…”

Hace una pausa y me muestra unas fotografías.

“Lo torturaron antes de matarlo, le quebraron los brazos, le arrancaron las uñas y le cortaron los dedos con alicates. También le sacaron los ojos y le cortaron la lengua, y todo esto, mientras estaba vivo. Después le clavaron un cuchillo en la garganta, y lo dejaron así hasta que murió… Fue una muerte horrible la de este muchacho…”

“¿Quién era? –pregunté.

“Gerardo, el tatuado –suspiró el detective–, el muchacho que llegó a la aldea con Rigo, el sobrino de don Lucas…”

Eran fotos grotescas, las más horribles que había visto desde que asesinaron al “Dreamer” en un hospital privado de Comayagüela.

“Lo raptaron de la colonia El Rosario –agregó el detective–; allí se escondía en la casa de una tía. Lo hirieron en un hombro, cuando mataron a su amigo, y llegó hasta allí para curarse y esconderse…”

“¿Quiénes lo raptaron?”

El detective carraspeó varias veces, más para ordenar sus ideas que para aclarar la garganta, y dijo:

“Por el modus operandi, nosotros creemos que fue alguien particular, o sea, que no lo raptaron sus enemigos, los que lo buscaban y que trataron de matarlo…”

“¿Alguien particular?”

“Así es”

Dijo esto el detective, y puso frente a mí dos expedientes más, en los que destacaban otras fotografías grotescas.

“¿Y estos quiénes eran?” –le pregunté.

“Creemos que son dos de los que mataron al muchacho en la aldea”

“¿Creen o están seguros?”

“Bueno, yo estoy seguro…”

Hubo otra pausa.

“¿Y saben quién los mató?”

“Sí –dijo el detective, después de unos segundos–; o, al menos, tengo una fuerte sospecha… Además… tengo la declaración de un testigo que me dijo algo que me hace sospechar de esa persona…”

“¿Quién es?” –le pregunté.

SOSPECHAS
El entierro de Rigo fue doloroso. No tenía padres y solo contaba en el mundo con su tío Lucas, que le ayudaba a estudiar en Tegucigalpa. Él lo había criado, y soñaba grandes cosas para él, pero ahora estaba bajo tierra, descansando para siempre en un ataúd, a la edad de diecinueve años. Y eso desgarraba el alma del señor.

“Yo voy a castigar a los que te hicieron esto, mijo –juró, delante del cuerpo–; ya vas a ver desde el cielo que los que te hicieron esto van a pagar…”

El detective hace otra pausa.

“La forma en cómo don Lucas localizó a Gerardo es algo que tal vez no sepamos nunca –dice–. Pero una noche, él y tres hombres más llegaron a la casa en la colonia El Rosario, haciéndose pasar por policías, y capturaron al muchacho; luego, se lo llevaron a un lugar donde lo torturaron. Nosotros creemos que él fue quien les dijo los nombres de las personas que lo andaban buscando y que fueron las que mataron a Rigo. Y, con los nombres y con la dirección, don Lucas los raptó, los torturó y los asesinó…”

“Ya entiendo… Pero, se dice que los asesinos eran seis…”

“Sí, y, aunque suene grotesco, estamos esperando que aparezcan otros muertos, porque, según me dijo el testigo, don Lucas juró que los iba a matar a todos…”

“Pero, aquí dice que don Lucas es pastor evangélico”.

El detective sonrió.

“Sí, así dice; pero don Lucas quería a su sobrino como a un hijo, y juró que vengaría su muerte…”

“Pero, no sería al sobrino al que buscaban”

“No; investigamos bien al muchacho, y estaba limpio. Se dedicaba a estudiar. Y, después, investigamos a Gerardo, y tenía un rosario de delitos; además, se había escapado con un dinero que no le pertenecía…”

“Entiendo”

“Pero, está seguro usted de que don Lucas es el que los… mató?”

“Seguro estaré hasta que tengamos las declaraciones de don Lucas, pero ese testigo me dijo que don Lucas había dicho, de rodillas, mientras oraba: Perdóname, Señor Jesús, por lo que voy a hacer; por ahorita dejo la Biblia, pero tengo que castigar a los que mataron a mi sobrino… Usted dice que suya es la venganza, Señor, pero hoy, yo me convertiré en instrumento de su venganza…”

“Y, ¿ese testigo está dispuesto a declarar eso ante un juez”.

El detective dudó.

“No sé –dijo–; tal vez no…”

“Y, ¿qué pasó con don Lucas?”

“No sabemos. Se perdió de la aldea, dejó la iglesia, la casa, sus vacas y las milpas, y como si se lo tragó la tierra… Creemos que está en Nicaragua, donde vive su abuela… pero nada más…”

“Y, ¿lo están buscando?”

El detective sonríe, cierra los expedientes, pide la cuenta, y dice, con malicia:

“Cuando ya estén castigados los otros cuatro… Como a don Lucas no le van a decir nada los vagos esos de los Derechos Humanos”.