Crímenes

Grandes Crímenes: El crimen que parecía perfecto (Parte I)

Los celos son los hermanos del amor, así como Satanás es hermano de los ángeles
20.12.2020

TEGUCIGALPA, HONDURAS.-Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.

GRITOS. Los gritos de la mujer se escuchaban a más de dos cuadras de su casa. Estaba histérica, lloraba, insultaba y maldecía con ira incontrolable. Tenía en sus manos un papel y lo agitaba en el aire, a escasos centímetros del rostro de su esposo.

“¿Me vas a explicar qué es esto?” –dijo, por enésima vez–. ¿Me vas a decir qué fue lo que hiciste con todo este dinero?”

El hombre, callado, se limitó a mirarla.

“Y si ya lo sabés –le dijo, después de una pausa en la que su mujer bufaba como un toro y lo veía con ojos cargados de odio y despecho–. Ya sabés qué fue lo que hice con mi dinero… ¿Entendés? Mi dinero”.

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Ella explotó

“No es solo tu dinero, maldito mentiroso; es el dinero de tus hijos, es dinero mío, es dinero que yo te ayudé a ahorrar, y vos venís y lo gastás en comprarle una casa a esa zorra, a esa mujer maldecida”.

El hombre no dijo nada. En realidad, nada tenía que decir. Estaba harto de aquella escena, estaba cansado y lo aburría la histeria de su esposa.

“Mirá, Sandra –le dijo, de pronto–, dejá el show. ¿Lo que te interesa es el dinero? Pues, mañana te doy dos millones a vos, lo mismo que me costó la casa de Dania, y si querés seguir conmigo, pues no hay problema; pero, si querés separarte de mí, tampoco hay problema…”

La mujer dio un grito agudo.

“¿Solo eso es lo que tenés que decirme?”

“¿Qué más querés oír si ya te lo dijeron todo?”

“Sos un cínico”.

“No, mujer; aclaremos las cosas. ¿Te acordás cuando me dijiste que no querías tener nada conmigo? ¿Te acordás cuando me dijiste que tu amor por mí se te había acabado?”

“¡Era mentira! ¡Quería que te pusieras celoso!”

“Pues, yo te creí, y entendí que ya nada me unía a vos, pero seguí aquí por los niños, te traté siempre bien, no te faltó nada, te conseguí un buen trabajo, puse esta casa a tu nombre, te compré la Tundra que querías, aunque después la dejaste en el parqueo porque dijiste que gastaba mucha gasolina, le ayudé a tu mamá con su operación, ¡en fin! Todo lo hice para que no hubiera pleito entre nosotros. Vos llevabas tu vida, yo tenía que pensar en la mía…”

“¿Y por eso tenías que comprarle una casa de dos millones a esa maldita zorra?”

“No le digas así que es tu hermana; hermanita de padre y madre”.

“Una maldita quitamaridos es que es… Pero me las va a pagar”.

“No, nada te va a pagar porque nada te debe. Vos me tiraste a la basura y ella me sacó de allí. Me dolió mucho que me dijeras que no querías tener nada conmigo, y aunque las cosas parecía que iban a ser mejor, a mí me daba miedo hasta tocarte; es más, cuando te tocaba me imaginaba que estabas a punto de vomitarme en la cara porque te repugnaba que yo te tocara… Por eso me alejé de vos y me enamoré de ella… Y si eso era lo que querías oír, pues, ya lo oíste, y escuchá otra cosa más: mañana empiezo los trámites del divorcio… ¿Qué tal?”

La mujer se quedó sin palabras. El hombre dio media vuelta.

“Y si no te dijeron todo –agregó, antes de abrir la puerta del cuarto–, Dania fue conmigo a Francia, ¿te acordás que vos me dijiste que no querías ir? Pues, ella me dijo que sí y se fue conmigo”.

“¡Esa perra maldita!”

“No; no hay necesidad de insultar a nadie. Es cierto que yo te fallé, pero vos me tiraste a la basura, acordate bien… ¿Te acordás cuando yo te pedí que te afeitaras… porque me gustaba verte así? Y, ¿qué me dijiste? Que vos no ibas a hacer las cosas solo porque yo te lo dijera… Y, tres días después estabas bien afeitada, pero ya a mí no me interesó; es más, no me interesa nada de vos ahora… Te dejo la casa, te dejo dinero, te dejo los niños, te dejo tu libertad para que vivás como mejor quisiste, y ya dejá de hacer tanto show que los vecinos ya saben la clase de boca que tenés…”

“¿Y qué me importan esos vecinos basura…?”

“Hey, calmate. Aquí estás en Loma Bella Norte, no en Villa Adela, de donde te saqué… A esta hora, los guardias ya saben que tenés una letrina por boca…”

Sandra gritó con más fuerza, y, si alguien hubiera podido oler sus palabras, estas apestarían más que una cloaca.

Su esposo salió del cuarto y entró al cuarto de huéspedes.

“¡Maldito hijo de la gran…! ¡Si pudiera te mataría con mis propias manos! ¡Ay! ¡Si encontrara a alguien que me ayude a hacerte pedazos! ¡Te aseguro que esa perra de Dania no se va a quedar con todo el dinero, ni con esa casa ni con mi marido!”

La puerta se abrió y apareció él, sosteniendo el pomo:

“Fui tu marido, hasta que vos empezaste a verme como basura… Y dejá de amenazar, que con eso me bastaría para hundirte en la cárcel y dejarte sin nada, si lo que yo quisiera es hacerte daño…”

Cerró la puerta por segunda vez. Eran las dos de la mañana.

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Mes

La madrugada era fría, había llovido y quedaba en el aire una niebla delgada que le daba a la ciudad un aspecto agradable. Las calles estaban vacías y Marcos manejaba despacio rumbo a su casa. Estaba cerca la Navidad y el trabajo en su empresa se había triplicado. La demanda de productos aumentaba siempre en esa época, y él, personalmente, dirigía todo. A finales de enero, cuando todo se había calmado, Marcos recibía el reporte de su contador. Las ganancias eran enormes.

“Para eso trabajamos” –decía él, y destinaba una cantidad de dinero para darles un bono a sus empleados.

“¿Para qué les das más dinero –le decía Sandra, su esposa–, si ya es suficiente con que les des trabajo?”

Él no le decía nada. Se limitaba a mirarla por un momento, y bajaba la cabeza, tratando de ocultar su decepción.

Y esa madrugada estaba cansado. Habían cargado y descargado desde la mañana anterior, y faltaba mucho por hacer. Iba a su casa a dormir un poco, comería en la empresa, y seguiría con el trabajo, hasta que todos sus clientes quedaran satisfechos, sin embargo, nadie más volvería a verlo con vida; Marcos no llegaría a su casa esa madrugada.

Casi frente a la Universidad Nacional Autónoma, tres carros le cerraron el paso; de dos carros bajaron hombres armados, con los rostros cubiertos con pasamontañas, y uno de ellos se acercó a su camioneta, golpeó con la culata del fusil la ventana, y la quebró en mil pedazos. Luego, lo obligó a salir, le pusieron una capucha y lo subieron al carro de adelante. Luego, se lo llevaron a toda velocidad. Todo aquello había durado menos de un minuto.

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+ El cómplice perfecto (Parte II)

Secuestro

“Los que hicieron esto son profesionales –dijo un oficial de la Policía, de la Unidad Antisecuestros–; la operación duró treinta y siete segundos exactos. No ejercieron violencia contra la v?ctima, pero le cubrieron la cabeza con una capucha, para que no reconozca a nadie. Aunque tenemos videos de algunas cámaras de seguridad de la zona, no podemos identificar a nadie, con excepción de los carros, que aparecieron en varias partes de Tegucigalpa y Comayagüela. Y no hay huellas digitales en ellos. Solo en uno encontramos huellas digitales de la víctima. O los secuestradores usaban guantes, o limpiaron bien los carros, o se limaron las huellas de los dedos… Todo esto nos dice que estamos ante profesionales, o sea, gente que sabe lo que hace, y esto es una garantía de que no le harán daño a la víctima…”

Sandra, con ojos rojos y párpados hinchados de tanto llorar, escuchaba al oficial como en un sueño.

“Yo no quiero que lo maten” –decía.

“No lo matarán, señora. Esta gente lo que quiere es dinero”.

“Me pidieron cincuenta millones” –dijo ella.

“Lo sabemos, pero, desde ahora en adelante, ya no negociará usted con ellos… Nosotros vamos a hablar con los secuestradores”.

“El hombre que me habló dijo que no quería saber nada de la Policía; que si la Policía intervenía en esto, le iban a cortar una oreja a mi esposo, y que si yo no entendía, le iban a cortar los dedos de una mano uno por uno”.

“No debe preocuparse por eso, señora; ellos dicen eso para causar miedo y para evitar que la Policía se haga cargo…”

Sandra bajó la cabeza, se limpió la nariz y guardó silencio.

Al quinto día del secuestro de su esposo, recibió una llamada antes de la medianoche.

“¿Tenés el dinero?” –le preguntó un hombre que usaba algo para deformar la voz.

“Sí –dijo ella–; lo tengo, o sea, que ya casi lo consigo todo. Hoy solo pude sacar quinientos mil del banco… Si usted quiere, se los puedo entregar mañana a primera hora.

“Quinientos mil es muy poco. Te acepto un millón. Y te doy hasta pasado mañana. Te voy a llamar en la noche para que decirte donde me los vas a entregar, y cuidadito con echarte para atrás… Mirá que tenemos a tu marido, y que sabemos dónde vivís vos con tus hijos”.

Sandra se estremeció.

“No, no; mis hijos no tienen nada que ver en esto… Mañana voy al banco y saco la otra parte…”

“Mirá bien lo que hacés. Ese millón es solo para que veás que no queremos hacerle daño a nadie, y que lo que queremos es que te tomés las cosas con calma hasta que consigás todo el billete. ¿Entendido?”

“Sí; ya entendí”.

“Tenés tiempo, y no te preocupés por tu esposo que está bien atendido”.

“La Policía lo está buscando”.

“Sí; la Policía solo hace su trabajo, pero, si se acercan demasiado, o vos hablás más de la cuenta con ellos, lo matamos… Que te quede claro”

CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA.