Crímenes

Grandes Crímenes: Un caso de Gonzalo Sánchez (Parte I)

¿Hacia dónde nos llevan nuestros pasos? Hacia donde nosotros queremos
29.02.2020

TEGUCIGALPA, HONDURAS.-Era una niña del Central, y tenía solo quince años. Salió de clases a eso de las doce del día y, junto a varios compañeros, esperaron en el bulevar de las Fuerzas Armadas que alguien les diera jalón. Iban más allá de la colonia Cerro Grande, en la salida de Olancho, y, como casi todos los días, siempre encontraban un buen samaritano que los llevara.

Eso también era parte de lo bonito que es ser estudiante. Pero, esa tarde, la niña del Central no llegó a su casa. Sus padres, preocupados, les preguntaron a sus compañeros, y estos dijeron que se habían venido juntos en un carro que les dio jalón, que ellos se bajaron en la colonia Cerro Grande y que Clara, que así se llamaba la niña, le dijo al chofer que ella iba más allá, y que si le hacía el favor… A las tres de la tarde, la encontraron muerta.

Nota
Este relato narra un caso real.
Se han cambiado algunos nombres.
Estaba desnuda, tendida boca arriba en el suelo, en medio de una zacatera seca, a unos cincuenta metros de la carretera pavimentada. La hallaron unos niños que buscaban leña para el fuego. Tenía los ojos abiertos y una herida de bala en la frente; un hilo de sangre bajaba hacia la nariz y se derramaba por la mejilla izquierda hasta el suelo arenoso. Los policías motorizados que llegaron a la escena del crimen llamaron a la Dirección de Investigación Criminal. El director llamó a Gonzalo Sánchez.

“Era una niña –le dijo–, y la mató un maldito que debe ser castigado. Es su deber, abogado, encontrar al asesino”.

Gonzalo, humilde y sencillo, respondió:

“Lo vamos a encontrar, señor; se lo aseguro. Lo vamos a encontrar”.

Fieles

María Natalia Ávila es fanática de Carmilla Wyler desde hace muchos años, y nunca falta EL HERALDO en su casa. Colecciona los casos desde el primero que fue publicado, y se siente orgullosa de su colección. Su hija, Claudia Sofía Hernández Ávila, es tan fanática como ella, y han esperado por años que este caso saliera a la luz.

“Lo recuerdo como si hubiera sucedido ayer –dice María Natalia–; era solo una niña, estudiaba en el Instituto Central, y era muy bonita. Me impresionó mucho su muerte porque soy madre, y porque yo tengo a Claudia Sofía, a la que amo más que a mi propia vida. ¡Dios me libre de que algo malo le pase!”.

Claudia Sofía sonríe y mira a su madre con amor y agradecimiento sinceros. Frente a ellas, Gonzalo Sánchez guarda silencio. El expediente del caso, viejo y polvoriento, está en la mesa, y vemos con tristeza las fotografías en las que aparece la niña sin vida.

“Ya me imagino el sufrimiento de la madre –agrega María Natalia, con un estremecimiento–; nada es más valioso para una mujer que sus hijos, y perder uno de esta forma debe ser más doloroso que todos los tormentos del infierno”.

Claudia Sofía le agarra una mano. Gonzalo carraspea para aclarar la garganta, y para volver al tema, y da vuelta a una página del expediente.

“Mire esta foto –me dice, tocándola con un índice–; es una foto… especial, podemos decir”.

“¿Por qué es especial, abogado?” –le pregunto.

“Tiene algunas características que nos hablan mucho acerca de la personalidad del autor del crimen –respondió Gonzalo de inmediato–; dicen mucho sobre el asesino”.

Yo guardé silencio, y tras una pausa, Gonzalo continúa, mientras los ojos brillantes de las dos damas van de la fotografía al rostro sereno de Gonzalo Sánchez.

Detalles

Carraspeó una vez más y, señalando con el índice, dijo:

“La niña está desnuda…”.

Se interrumpió. Había algo de cólera y pesar en su voz, señal de que este hombre bueno sigue odiando al crimen y sintiendo empatía por las víctimas.

Es catedrático de Criminalística y de Criminología en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, y, como maestro, es uno de los más reconocidos y prestigiados de la UNAH.

“Hay que aprovechar la sabiduría de Gonzalo Sánchez –decía el abogado René Suazo Lagos–; sabe mucho, es un buen hombre y sería un gran maestro. Y esto es lo que necesita nuestra juventud… Yo quiero que Gonzalo Sánchez trabaje para la universidad”.

Y, doña Julieta Castellanos, una mujer visionaria, que dejó una huella positiva en la UNAH, hizo caso a las sugerencias del doctor Suazo Lagos. Llevó a Gonzalo a la universidad, donde, muy pronto, este buen amigo empezó a sentirse como pez en el agua. Y sigue siendo un archivo criminal viviente, y un gran apoyo para esta sección de diario EL HERALDO.

Clara

Tosió, pues, Gonzalo Sánchez, y dijo:

“La niña está desnuda –repitió–, está boca arriba y la mataron de un balazo en la frente. Pero, hay algo especial en la escena, algo que me llamó la atención cuando llegamos”.

Se detuvo una vez más, dio vuelta a otra página, y señaló algo con el dedo.

“¿Ven esto?” –nos preguntó.

“Es la ropa” –dijo María Natalia.

“Hay algo especial en ella”.

Claudia Sofía miró a Gonzalo, me dedicó una mirada rápida, y arrugó el ceño. Gonzalo esperaba una respuesta, como si estuviera frente a sus alumnos en la universidad.

En la fotografía estaban los calcetines blancos de Clara, el blúmer, blanco también, el short negro, la falda gris, la camisa y el centro de color blanco, y el brasier de color melón. Más allá estaban los zapatos, de un negro brillante.

“¿Qué notan en esto?” –nos preguntó Gonzalo.

Hubo un momento de silencio, el que rompió María Natalia cuando dijo:

“Está ordenada como en una rueda”.

Gonzalo la miró, satisfecho.

“Eso es –le dijo–; está ordenada en un círculo casi perfecto alrededor de la víctima…”

Siguió a esto un nuevo silencio.

“¿Qué significa eso? –preguntó Claudia Sofía–. ¿Tiene eso algún significado?”

“Por supuesto –exclamó Gonzalo, sin levantar la voz–; ese fue el detalle más importante que encontramos en la escena para hacer el perfil psicológico del criminal”.

Quitó el dedo de encima de la fotografía, y se apoyó en el espaldar de la silla.

“Recuerdo que me llevé un excelente equipo a la escena. El director de la DIC estaba indignado y me había dicho que era mi responsabilidad encontrar al asesino de la niña, y yo quería demostrar que la nueva policía de investigación criminal no solo era muy capaz de resolver este caso, sino que también éramos una policía científica, moderna y, sobre todo, comprometida con Honduras… ¡Y teníamos que hacerle justicia a la niña!”.

Tomó un poco de té, para humedecer la garganta, y, luego, añadió:

“El equipo que formé era de doce investigadores, cuatro técnicos de inspecciones oculares y dos analistas. Y, con nosotros estaba el H-3, o sea, el detective de Homicidios número 3, uno de los mejores agentes de investigación criminal que existen y que han existido en Honduras… Se llama Adán del Cid, y es y será siempre un referente de la investigación criminal; un ejemplo para la nueva generación de detectives…”.

Se encienden sus mejillas y sonríe. Con sus palabras le hace justicia al gran H-3, realmente, un detective superlativo, único y que debería ser un maestro para los actuales investigadores de la Dirección Policial de Investigaciones.

“Yo admiro al H-3 –dijo María Natalia, cuando Gonzalo guardó silencio–; tengo archivados sus casos en una sola carpeta… Me encanta el caso del motel El Bosque”.

“A mí –intervino Claudia Sofía–, uno de los casos del H-3 que más me gustan es el de ‘la bruja Cleo’… Es impresionante…”.

“¡Ah! –la interrumpe su madre–, ¿y el caso del machete ensangrentado? ¿Y el caso de las siete gotas de sangre? ¿Y el caso aquel que se llama ‘Gritos en la oscuridad’? El H-3 los resolvió como en Larach y Compañía: ¡en un dos por tres!”

Reímos ante la ocurrencia de María Natalia, y Gonzalo agregó:

“Adán del Cid es un gran hombre; lástima que no lo apreciaron en la Policía… Sería un gran maestro de detectives”.

Estoy de acuerdo con él.

Ropa

¿Qué había pasado con Clara? ¿Por qué la habían matado? ¿Quién era el asesino? Y, ¿por qué el criminal le había quitado la vida?

Sus compañeros se subieron en la paila del carro, y ella se fue adelante, con el chofer. Era algo normal. Salían de clases y esperaban a alguien que los llevara. Nunca imaginaron que Clara no volvería al aula de clases.

“Era un carro alto” –le dijo a Gonzalo uno de los compañeros de la niña.

“Me acuerdo que era de una sola cabina –dijo otro–, pero tenía un espacio más…”.

“¿Cómo cabina y media?” –le preguntó Gonzalo.

“Sí; así”.

“¿Qué color era?”.

“No estoy seguro –respondió el muchacho–, pero me parece que era rojo… ocre, tal vez”.

“Y, ¿se acuerdan del chofer?”.

Los muchachos dudaron.

Por lo general, no se fijan en él; ellos piden que los lleven, el carro se detiene, corren y se suben a la paila, y nadie, o casi nadie, se fija en el que va manejando. La única que, tal vez lo vio bien, fue Clara, pero ella no podía decir nada.

“¿Nadie habló con el chofer?”.

“Nadie –dijo otro de los compañeros de Clara–, aunque, cuando nos íbamos a bajar, en la entrada a la Cerro Grande, yo le pegué a la paila y, cuando se paró, me bajé por el lado de Clara… Le di las gracias al hombre, y oí que Clara le decía que ella se bajaba más allá… El hombre no me dijo nada, pero movió la cabeza y como que se sonrió… Después, arrancó…”.

Se detuvo el muchacho en su narración, y se quedó pensando por varios segundos. Al final, dijo:

“Era joven… No tan joven, pero me parece que tenía unos… treinta años…”.

“¿Algo más que recuerde?”.

“¿Cómo qué?”.

“Algo como de su cara… Cómo era, si usaba lentes, si tenía barba o bigote, si era blanco o trigueño…”.

El muchacho dudó.

“Mire –le dijo a Gonzalo–, no me acuerdo bien, pero, creo que era blanco, o medio blanco, y delgado… No sé; no estoy muy seguro, pero no tenía lentes, ni barba, ni bigote… Eso sí que lo sé”.

“Bien” –suspiró Gonzalo.

Nada más tenían qué decir los muchachos. Pero, la escena decía mucho, y Gonzalo Sánchez sabe leer perfectamente la escena del crimen

CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA...