Crímenes

Grandes Crímenes: Las balas cruzadas (I parte)

Sancho, confiemos en el tiempo, que suele dar dulces salidas a las más amargas situaciones
19.10.2019

Mire, señor -dijo la anciana, una mujer desesperada en cuyos ojos hundidos se notaba el más horrible sufrimiento-, mi hija salió temprano de la casa, me dijo que le cuidara a los niños porque iba a ir a traer un dinero que le mandaba el marido...”.

“¿A qué hora salió su hija de la casa?”.

“Despuesito de las nueve. Me acuerdo bien porque estaba terminando el programa de don Eduardo Maldonado”.

“¿Le dijo adónde iba?”.

“No, solo me dijo que el marido le había mandado un pisto y que lo iba a ir a traer. Era para la comidita de los niños... Usted sabe, uno de pobre...”.

“¿Quién le iba a entregar el dinero?”.

“No sé; no me dijo”.

“¿Sabe usted si su hija tenía amigos o conocidos en la colonia El Carrizal?”.

“No, señor; yo no sé nada... Nosotros tenemos años de vivir aquí en la San Miguel, y ni siquiera conozco esa parte...”.

“Bien, señora; ahora, dígame, ¿de dónde le mandó el dinero el esposo a su hija?”.

La señora se detuvo por un momento, miró con algo de temor al policía, y luego, suspirando, como si se sintiera obligada a responder, dijo:

“De la cárcel, señor... ¿Usted no sabía que mi yerno está preso desde hace cinco años?”.

“No, señora; no sabía”.

“Mire, yo me cansé de decirle a mi hija que se fijara bien con quién se metía, pero no, ella no me hizo caso, y salió preñada. Después, cuando se lo llevó la Policía, dicen que porque era sicario, le puso el otro niño; y ahora quedan solos los dos... Sin papá y sin mamá”.

“¿Cuál es el nombre de su yerno, señora?”.

“Se llama Asdrúbal”.

“¿En qué cárcel está detenido?”.

“Allí, en esa de Támara... Yo no lo voy a ver porque a mí nunca me cayó bien, pero como uno no puede meterse en la vida de los hijos, a menos que sea uno testarudo que cree que los hijos tienen que hacer lo que uno les dice, pero no, señor, las cosas no son así, los hijos también piensan y tienen derecho a decidir lo que van a hacer en su vida, y uno no se debe meter... No, señor; aunque hay hijos...”.

“Señora, señora... ¿Sabe usted si su hija recibió alguna llamada antes de salir a traer el dinero?”.

“Mire, señor, ella fue la que llamó a un hombre... Yo no sé a quién, y le dijo que ya iba saliendo para El Carrizal. Que la esperara allí, cerca de la gasolinera... Y se fue... Mami, me dijo, ya voy a volver y les voy a traer un pollo frito... Y no volvió, señor, y allí están los niños, sin comer...”.

“¿Usted sabe cuál era el número de teléfono de su hija?”.

“Ay, no; yo no sé de esas cosas, pero el niño mayor sí lo sabe. Espérese”.

Llamaron al niño, de apenas siete años, no muy alto y delgado, y este le dio al detective el número de celular de su mamá. En aquel momento llegaron dos muchachas, asustadas y con lágrimas en los ojos, acompañadas por un hombre de unos cuarenta años, de semblante serio, aunque pálido y lloroso.

“¡Ay mami! -exclamó una-. ¿Es cierto lo de Mayra?”.

“Sí, mija -le respondió la señora-; me la mataron unos malditos...”.

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Caso

Era una mañana agitada, el ruido de los carros era intenso y el movimiento de la gente crecía conforme pasaba el tiempo.

El bulevar del Norte era así casi todos los días, y la mujer, con aspecto cansado, se bajó del bus y esperó la oportunidad de cruzar al otro lado. Cuando lo hizo, empezó a caminar hacia arriba, hacia la gasolinera que quedaba a menos de cien metros.

Llevaba prisa, tal vez porque le parecía que llegaba tarde, y apuró el paso. Cerca de la gasolinera, esperó a que pasara un taxi, y ya se disponía a cruzar la calle cuando apareció ante ella una moto. En ella iban dos hombres. Pero no le dio importancia.

Se detuvo la moto a unos pasos de ella, el hombre que iba atrás se bajó de un salto y, sacando una pistola de debajo de la camisa la apuntó directamente a la cabeza de la mujer, y le disparó en tres ocasiones.

Luego, el hombre se subió a la moto, esta hizo un giro hacia atrás, y se perdió por donde había venido. Cuando los bomberos de la gasolinera llegaron hasta donde había caído la mujer, esta ya había muerto. La sangre había formado un charco rojizo bajo su cabeza.

La Policía

No tardaron en llegar dos patrullas motorizadas. Una fue en persecución de los asesinos, la otra se quedó a resguardar la escena. Poco después regresaron sus compañeros. Los asesinos habían desaparecido. Cuando llegaron los agentes de homicidios, los curiosos abundaban, mientras los periodistas transmitían el crimen.

“¿Usted vio a los asesinos?” -le preguntó uno de los detectives a uno de los testigos.

“Desde aquí se veían bien, pero andaban los cascos en la cabeza, y no se les veía la cara”.

“Pero aquí hay cámaras, señor -dijo otro-, y a lo mejor grabaron bien lo que pasó”.

Uno de los agentes fue a la gasolinera, otro a una tienda donde se veía una cámara de vigilancia y otro siguió entrevistando a los testigos.

“¿Sabe usted si los asesinos le dijeron algo a la mujer?” -preguntó.

“No, señor -respondió un hombre, detrás de una carreta llena de frutas-, yo estaba aquí, vendiendo, cuando la muchacha pasó. Iba a cruzar la calle cuando la moto se paró frente a ella y se bajó un chavalo... porque el que la mató es un chavalo, que iba atrás de la moto, y no le dijo nada, solo le apuntó la pistola a la cabeza y le dio dos tiros... o tres... ¡Yo casi me hago del susto!”.

“¿La había visto antes, señor?”.

“No; nunca. Como por aquí pasa mucha gente...”.

Los bomberos tampoco la conocían; ni las mujeres que vendían ropa cerca de allí.

“¿Sabe si le robaron algo?”.

“No creo, señor, porque lo que yo vi fue que le dispararon nada más, y el que la mató se subió a la moto, dieron media vuelta y se fueron por esa calle... Cuando vinieron los policías motorizados habían pasado como cinco minutos. Ya no los iban a encontrar”.

“¡Cuándo, papa! -dijo, después de eso, un muchacho que llevaba en las manos una ristra de cacahuates en bolsas-. Esos manes se perdieron por allá...”.

“¿Usted los vio bien?”.

“Bien, bien, lo que se dice, no, señor, pero yo estaba sentado allí, comiéndome una burra, y cuando yo llegué ya estaban ellos allí, con la moto encendida, montados y como si esperaran a alguien... Bueno, esperaban a la mujer, por lo que se ve, pero qué basuras esos, matar a una mujer indefensa...”.

“¿Recuerda cómo era la moto?”.

“¿Cómo así? Pues, como son todas las motos...”.

“¿Qué color era?”.

“Mire, don, uno aquí anda en su onda, viendo cómo se hace la vida y no se fija en esas cosas... A lo mejor en las cámaras van a hallar algo”.

Mientras tanto, el cuerpo de Mayra estaba en el suelo, cubierto con un plástico blanco. No le habían robado nada. Los asesinos la esperaban para matarla. Nada más.

“Según parece -dijo un detective-, este es un crimen por encargo”.

“¿Creés que la seguían?” -le preguntó uno de sus compañeros.

“No; más bien, la esperaban...”.

“O sea que los asesinos sabían que la mujer venía para acá...”.

“Sí, lo que quiere decir, que alguien tenía interés en verla muerta...”.

“Y ese alguien debe ser una persona cercana a ella...”.

“¿Por qué?”.

“Pues, porque la esperaban solo para matarla. Los que hicieron esto son sicarios, no ladrones... Cuando la vieron que iba a cruzar la calle se acercaron y le dispararon. Después se fueron por esa calle... O sea, que tenían bien planeada la muerte...”.

“Pero, ¿quién podía tener interés en ver muerta a esta mujer?”.

“Eso es lo que vamos a averiguar”.

“Por mientras, hay que decirle al fiscal que pida los videos de las cámaras de vigilancia... Allí debe haber algo que nos ayude a encontrar a los asesinos”.

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La madre

La anciana se dejó caer en una silla, una de sus hijas le trajo agua para que bebiera, y pareció recuperarse un poco. Aunque ya no lloraba, se notaba que sufría. A su lado, los dos niños de Mayra lloraban en silencio.

“¿Sabe usted quién podía desear la muerte de su hija, señora?”.

La voz del detective sonó suave. La anciana lo miró por un momento.

“No, señor; yo no sé nada... A mí no me pregunte...”.

El policía miró a una de las muchachas.

“¿Sospecha usted de alguien? -le preguntó.

“Sospechar, así como sospechar, no, señor -dijo ella-, pero a mí se me hace que eso le viene del marido... Yo nunca confié en ese hombre”.

“¿Por qué lo dice? ¿No se llevaban bien?”.

“Más que eso, señor, ya estaban separados...”.

“Pero el esposo de su hermana está privado de libertad”.

“Preso, señor; preso es que se dice... Sí. Y no por buena cosa”.

“¿Y, usted cree...?”.

“No sé, pero lo que le hicieron a mi hermana es horrible, y es injusto... Ella no se metía con nadie, aunque no era una santa, pero a nadie le hacía mal...”.

“¿Sabe usted si la amenazó alguna vez el esposo?”.

“Eso no sé”.

“¿Sabe usted por qué se separaron?”.

“Pues, por lo mismo... Porque él preso y ella con la carga de los dos niños, tenía que buscar cómo ganarse la vida, y se fue alejando de él... De eso hace ya unos cinco años, la edad del niño menor de mi hermana”.

“¿Iba ella a visitar al esposo?”.

“Le llevaba los niños, y él le daba dinero... No sé de dónde lo sacaba, pero sí sé que le daba”.

“¿Tenía ella una nueva relación? ¿Sabe usted algo?”.

La mujer guardó silencio por un momento, miró a su otra hermana, luego a la mamá, y, al final, respondió:

“Eso dicen, señor, pero yo no sé nada”.

“¿Eso dicen?”.

“Sí, pero aquí nadie le conoció otro marido...”.

CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA...