En Honduras, la salud pública ya no está en cuidados intensivos, está en paro. Las huelgas que se multiplican exhiben un Estado que promete, firma y luego incumple. Entre los escombros administrativos, el único que no tiene derecho a huelga es el paciente: espera, empeora, muere. Así de simple, así de brutal.
En abril, el Colegio Médico de Honduras paralizó la atención durante 22 días reclamando salarios atrasados y respeto a los acuerdos firmados. No fueron “asambleas” inocuas: entre 6,000 y 7,000 consultas externas quedaron sin atender y se cancelaron entre 200 y 300 cirugías, lo que dejó a miles de pacientes en listas de espera interminables. El 23 de abril, tras un acuerdo con el Ejecutivo, la protesta se levantó. Sin embargo, la amenaza de nuevos paros quedó latente si el Gobierno volvía a incumplir, y muy fiel a su estilo, así sucedió.
Cinco meses después, llegó el turno de las enfermeras auxiliares. Desde inicios de septiembre, la Asociación Nacional de Enfermeras y Enfermeros Auxiliares de Honduras (ANEEAH) mantiene protestas, paros y bloqueos -incluido el del Centro Cívico Gubernamental en Tegucigalpa- después de diálogos fallidos con funcionarios sin poder de decisión. Han dado un ultimátum y anunciaron una escalada de acciones a nivel nacional. El conflicto ya afecta la cobertura de vacunación: cuando se cierran centros de salud y se detienen las brigadas, se siembra la semilla de la próxima epidemia.
La respuesta oficial oscila entre la negación y el agravio. La ministra de Salud llegó a tildar de “extorsionadores” a las enfermeras y los enfermeros en protesta, una acusación que enciende la exaltación en lugar de apagar el fuego. Mientras tanto, el Colegio Médico ha convocado a sus miembros debido al incumplimiento de la Secretaría de Salud (Sesal) de las actas de compromisos suscritos, así como la violación sistemática de los derechos laborales. El gobierno familiar del socialismo desviado prometió modernización, transparencia y dignidad laboral. Sin embargo, lo que vemos es una sepsis administrativa, inoperancia y una burocracia que no decide, presupuestos que no llegan a tiempo y hospitales donde la esperanza se convierte en tragedia. El discurso de “reformas” choca contra un dato elemental: la mística no opera si no se paga a tiempo, si no se cumplen actas, si no hay insumos. La salud no se gobierna con tuits ni con ruedas de prensa: se gobierna con nóminas al día, abastecimiento sostenido y gestión que rinda cuentas.
El costo social es insoportable. Cada paro de labores empuja a los pobres a la medicina privada que no pueden pagar, a la peligrosa automedicación, o al peregrinaje por las calles con un botellón, solicitando ayuda para gastos médicos. Este es el cuadro clínico cuando la política convierte el hospital en un ring, el pueblo siempre pierde por nocaut de izquierdazos técnicos.
Lo que hay que hacer en la sala de emergencia gubernamental son tres operaciones urgentes: (1) Cumplimiento inmediato de las obligaciones laborales y cronograma verificable de pagos y plazas, con testigos sociales y una auditoría externa. (2) Creación de una mesa única de alto nivel -con capacidad real de decisión- para negociar con médicos y enfermeras, con actas públicas y plazos perentorios. (3) Y blindaje sanitario: plan de contingencia para mantener la vacunación, emergencias y atención oncológica incluso en medio de conflictos. La salud pública no puede ser rehén de la incompetencia.
No se trata de negar el derecho a la protesta; se trata de impedir que la negligencia lo convierta en algo permanente. El gobierno pidió confianza y se le dio tiempo. Ese crédito ya se venció. Honduras no necesita más promesas: necesita un sistema que funcione un lunes cualquiera, con salario pagado, quirófanos abastecidos y filas que avancen. La salud pública es el espejo donde se mira una nación. Hoy, ese espejo devuelve la imagen de un país enfermo, en agonía y mal administrado.
Y quien paga la cuenta de la receta -otra vez- es el pueblo de siempre, que muere lentamente en las manos de gobernantes sin humanidad.