Tegucigalpa, Honduras.- Imagine que aún es de madrugada. La bruma se desliza como un manto sobre las colinas y la luz tímida del amanecer empieza a pintar de oro las laderas. Frente a usted, allí, recortado contra el horizonte, se levanta imponente el Cerro de Hula, un volcán dormido que, pese a su silencio geológico, guarda en su falda y en sus entrañas historias que pulsan con fuerza justo al sur de Tegucigalpa.
A su alrededor, la geografía se adorna con formaciones que parecen salidas de un sueño: los dos montículos llamados Los Cerritos, visibles incluso desde la capital, y, más allá, paredes de piedra que ocultan pinturas y grabados milenarios en los abrigos rocosos conocidos como “Cuevas” de Ayasta.
Este no es un viaje cualquiera. Es una invitación a caminar por un corredor natural y cultural que, en apenas unos cuantos kilómetros desde el corazón de la ciudad, lo llevará a conectar con la historia viva de los protolencas y lencas, pueblos que moldearon el paisaje en piedra, tierra y memoria. Aquí, el tiempo no se mide en horas, sino en capas de historia.
Prepárese para conocer los Abrigos Rocosos de Ayasta, escalar hasta la cima del Cerro de Hula, visitar la curiosa Cruz de Chatarra, y finalmente internarse en senderos que lo conducirán a la Cueva de Pueblo Viejo y la Cascada de Jinigüare. Acompáñeme, y juntos trazaremos una ruta donde la historia, la arqueología, la naturaleza y la aventura se dan la mano.
Antes de iniciar el ascenso, es justo comprender quiénes fueron los verdaderos protagonistas de esta historia: los proto-lencas y lencas.
Se trata de pueblos que habitaron vastas regiones de lo que hoy es Honduras, El Salvador y parte de Nicaragua, y cuya presencia se remonta, según investigaciones arqueológicas, a varios siglos antes de la llegada de los españoles.
Los proto-lencas, ancestros directos de los Lencas históricos, desarrollaron sociedades agrícolas, con un dominio notable de la ingeniería hidráulica, la astronomía empírica y un sistema de creencias donde la naturaleza y el mundo espiritual estaban íntimamente ligados.
Sus asentamientos, a menudo ubicados en zonas de altura estratégica, no sólo respondían a necesidades defensivas, sino también a su cosmovisión: cuanto más cerca del cielo, más cerca de lo divino.
El sur de Tegucigalpa, particularmente la zona del Cerro de Hula, conserva indicios claros de su presencia. Petroglifos, terrazas agrícolas, posibles pirámides y rutas que conectaban con otros centros ceremoniales son piezas de un rompecabezas que arqueólogos y entusiastas siguen intentando reconstruir.
El Doctor Ramón Rivera, historiador, señala que "los proto-lencas (etnia perteneciente a los Chibchas de América del Sur) fueron los primeros en llegar a tierras hondureños hace 3,000 años aproximadamente, y colisionaron social, cultural y religiosamente con los Olmecas y posteriormente con Mayas y Aztecas provenientes del norte".
Honduras fue justamente el punto de encuentro no solo de placas tectónicas que nos dieron nuestra relieve orográfico acordeonado, sino que también la confluencia de etnias, ideas, costumbres y culturas distantes de ambos extremos del continente.
Ayasta: el arte rupestre que susurra historias
A unos 22 kilómetros de la capital, en el municipio de Santa Ana, se encuentran los Abrigos Rocosos de Ayasta, un conjunto de formaciones cavernarias que, pese a la falta de promoción y resguardo oficial, constituyen uno de los tesoros arqueológicos más valiosos del país. Se trata de al menos tres abrigos principales y una cueva de dos entradas conocida como La Cueva del Chamán.
Parietalmente, en los abrigos rocosos se observa arte rupestre protolenca y lenca, figuras pintadas y grabados antropomorfos, zoomorfos, astromorfos, geométricos y otros de carácter abstracto.
Las tonalidades, mayormente rojizas y ocres, fueron obtenidas con pigmentos minerales mezclados con aglutinantes orgánicos, lo que les ha permitido resistir el paso de siglos.
Las interpretaciones varían, pero muchos expertos, como el máster en astronomía y astrofísica Ricardo Pastrana, coinciden en que estas representaciones están vinculadas a la observación de los astros, a rituales chamánicos y a la transmisión de conocimientos espirituales.
Respecto a los grabados astromorfos, el científico señala que “el conocimiento astronómico fue transmitido oralmente por muchas generaciones que por años observaron a detalle los fenómenos celestiales y este cúmulo de información colectiva eventualmente sirvió para dar forma a estos petroglifos y pictogramas de forma precisa”.
En algunas figuras, la estilización de extremidades y cabezas sugiere estados alterados de conciencia, posiblemente inducidos por sustancias rituales. Incluso deidades halladas en otras culturas de la región mesoamericana tienen protagonismo en Ayasta, como Quetzalcoalt, la serpiente emplumada.
El hallazgo y estudio de estos complejos cavernarios no es reciente. Investigaciones como las de Alison McKittrick en 1994 y Carmen Julia Fajardo en 2005 han documentado el sitio, pero aún queda mucho por descifrar. Hoy, lamentablemente, el abandono amenaza su integridad.
Grafitis modernos se mezclan con figuras prehispánicas, y la ausencia de señalización y vigilancia facilita el deterioro. Actualmente el terreno que contiene este complejo rocoso pertenece a la Organización Nacional Indígena Lenca de Honduras (ONILH), pero carece de la necesaria y urgente protección y cuidado gubernamental.
Los Cerritos: guardianes de un misterio
Muy cerca de los Abrigos Rocosos de Ayasta se levantan dos elevaciones simétricas conocidas como Los Cerritos. Desde Tegucigalpa, su forma ha alimentado leyendas: hay quienes creen que podrían ser pirámides recubiertas de tierra y vegetación, y esto es digno de más investigación.
Aunque la arqueología formal aún no ha confirmado esta hipótesis, las dimensiones y ubicación de Los Cerritos despiertan preguntas legítimas. ¿Fueron parte de un complejo ceremonial mayor? ¿Se alineaban con algún evento astronómico relevante para los protolencas?
La cercanía con un sitio de arte rupestre sugiere, al menos, que el área tuvo una importancia ritual considerable, especialmente por los jeroglíficos que parecen hacer referencia a dos templos piramidales adyacentes al complejo cavernario de Ayasta.
Ascenso al Cerro de Hula
Subir al Cerro de Hula es, en sí mismo, un viaje. A más de 1,700 metros sobre el nivel del mar, la cima ofrece una panorámica que pocos lugares en Honduras pueden igualar. Desde allí se puede ver gran parte de Tegucigalpa, el Parque Nacional La Tigra y una cadena de volcanes que parecen custodiarnos: Uyuca, Izopo, Azacualpa, Triquilapa y Cantagallo.
En días despejados, la vista hacia el sur se extiende hasta el Pacífico y alcanza incluso a los volcanes San Miguel y Conchagua en El Salvador, y al Cosigüina en Nicaragua. No es extremo decir que desde este punto se domina visualmente buena parte de la geografía
centroamericana. El Cerro de Hula, pese a estar hoy inactivo, sigue siendo un gigante dormido cuya presencia impone respeto.
del patrimonio principal del municipio de Santa Ana, destacando la imponencia del Cerro
de Hula”.
Su vegetación combina pastizales de altura con bosques secundarios, y en sus laderas todavía se distinguen, para el ojo atento, enormes y longitudinales terrazas agrícolas antiguas: cicatrices de un uso humano que se remonta a siglos atrás, muy probablemente precolombinas, milenarias y que guardan similitud sorprendente con otros campos de terrazas de banco similares halladas en México y tan lejos como América del Sur.
Fue un descomunal esfuerzo de indígenas que por generaciones labraron las laderas y faldas del volcán Cerro de Hula y montañas aledañas, convirtiendo la región en un emporio agrícola sin parangón en Mesoamérica y un testimonio de una colosal obra de ingeniería antigua que aún nos maravilla.
La Cruz de Chatarra: creatividad moderna con pluri-espiritualidad
En uno de los puntos de acceso a la cima, se encuentra un monumento peculiar: la Cruz de Chatarra. Construida con piezas metálicas recicladas, es testimonio de la inventiva local y se ha convertido en un punto de referencia para visitantes y excursionistas.
Aunque no tiene el peso histórico de las cuevas o las terrazas, la Cruz de Chatarra simboliza algo importante: la continuidad de la relación entre el ser humano, la espiritualidad y la montaña. Así como los Lencas dejaron su marca en petroglifos y estructuras, nuestra civilización actual deja la suya en este cruce de caminos entre lo antiguo, la unión de fes y lo contemporáneo.
Camino a la Cueva de Pueblo Viejo y Cascada de Jiniguare
Desde el Cerro de Hula, una ruta más exigente lo llevará hacia la Cueva de Pueblo Viejo y la Cascada de Jiniguare. Puede iniciar el recorrido por Ojojona o por la ladera oeste del volcán en Santa Ana. Sea cual sea su punto de partida, el sendero serpentea entre cafetales, bosques y quebradas, ofreciendo un paisaje que cambia con cada uno de sus aproximadamente cinco kilómetros.
La Cueva de Pueblo Viejo, aunque menos conocida que las de Ayasta, presenta evidencias de uso humano antiguo y ofrece un respiro fresco en medio de la caminata. Continuando el trayecto, el sonido del agua anuncia la cercanía de la cascada: un salto cristalino que se desploma en una poza rodeada de vegetación exuberante.
La belleza de esta magnífica caída se realza en los meses de nuestro pluvioso verano, en el que su caudal aumenta hasta convertirse en una cortina de agua imponente y magnética.
¿Por qué no programa disfrutar en familia de un fin de semana con siglos de historia? Visitar el sur de Tegucigalpa siguiendo esta ruta es, al final, un acto de reconexión. Es mirar el horizonte desde la cima del Cerro de Hula y saber que los mismos volcanes fueron contemplados por ojos Lencas hace siglos.
Es recorrer Ayasta y entender que el arte no nació para ser colgado en galerías, sino para dialogar con la montaña. Es escuchar el rumor de la Cascada de Jiniguare y sentir que esa música es la misma que acompañó a los ancestros.
En tiempos en que la vida urbana nos aleja de nuestras raíces, esta travesía es una invitación urgente: salga, camine, descubra y lleve consigo no sólo fotografías, sino un pedazo vivo de la historia hondureña. Porque preservar el legado lenca no es tarea de arqueólogos solamente, es un compromiso que nos pertenece a todos.