Honduras

José Cecilio del Valle, la biblioteca del mundo

Valle dedicó su vida al estudio por vocación, por instinto, pero también para transformar su entorno y guiar el desarrollo de su sociedad

07.08.2021

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- En los últimos días de su vida prefirió la soledad. Tenía poco más de cincuenta años, pero como sucede en la vida de un hombre que ha dedicado su vida a la lectura, había vivido más vidas que ningún otro en el antiguo Reino de Guatemala. Había envejecido prematuramente y se sentía enfermo. Quería regresar al gran propósito de su vida, a su primer amor: los libros.

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Para entonces había ocupado todos (o casi todos) los cargos de la administración pública de Centroamérica y México, pero necesitaba, como se sugiere en sus últimas cartas, tranquilidad y silencio; dos cosas que encontró en el refugio amoroso de su esposa, Josefa Valero, y en el alivio espiritual que le otorgaba su biblioteca de Guatemala, un lugar que, para él, como para los antiguos egipcios, era su “clínica del alma”.

Allí quería imaginar la vida como lo había aprendido en las historias homéricas, en las meditaciones de Rousseau, en los conocimientos universales de Diderot y D’Alembert y en las infinitas lecturas que halló en los universos de sus anaqueles, los más grandes, provechosos y ricos de Centroamérica.

En ese mundo deleitoso e íntimo, leyó filosofía, ciencia, derecho, botánica, economía, metalurgia, administración, mineralogía, literatura, historia, periodismo, aprendió lenguas y descubrió -por referencia libresca- las vanguardias estéticas, científicas y políticas de su tiempo.

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Su biblioteca, como sus intereses, era -tal como lo imaginaron los primeros macedonios que en tiempos de Alejandro edificaron la Biblioteca de Alejandría- un lugar donde confluían todos los lugares, todos los tiempos, todos los escenarios, todas las formas de vida y expresión humana.

Había en ella miles de volúmenes editados por libreros de todo el mundo en distintas épocas, desde los clásicos griegos y latinos que narraron las primeras épicas, tragedias y epopeyas, hasta los pensadores más lúcidos e influyentes de su tiempo como los grandes representantes de la Ilustración y el liberalismo.

Pero esa devoción, íntima y apasionada tenía como principio un conocimiento al servicio de los demás. Como los primeros chamanes que aprendieron a leer la naturaleza para guiar a sus pueblos, él dedicó su vida al estudio por vocación, por instinto, pero también para transformar su entorno y guiar el desarrollo de su sociedad.

Quizá por ello no aceptó sus nombramientos en Inglaterra, Francia y otras naciones de la Europa occidental, no por aversión o temor, sino por su entrañable amor y compromiso con América, el continente al que juró pensar de día y noche; porque “la patria más digna de un americano es América”.

Su biblioteca -como las grandes bibliotecas del mundo- fue una fuente de sabiduría inagotable en beneficio de todos los ámbitos de una sociedad como la centroamericana que, desde 1821, había emprendido su carrera por la conformación de Estados soberanos, libres e independientes de cualquier dominio. Fue un instrumento de libertad, la herramienta constructora del sueño de una república propia.

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No fue una empresa del azar, por tanto, que fuera él quien fundara los primeros periódicos de Centroamérica, quien iniciara los debates públicos, quien redactara el Acta de Independencia de Centroamérica que se firmó el 15 de septiembre de 1821 (que no firmó por ser el redactor y por estar ejerciendo el cargo de jefe militar de Guatemala), quien, una vez emancipados, encabezó la primera Junta Consultiva de Gobierno, y quien advirtiera, con juicio profético, que no estábamos listos para la independencia, que no contábamos con una clase política educada en asuntos administrativos, económicos y jurídicos para crear un Estado. Hacía falta condiciones.

Consciente de la necesidad, inició un profundo intercambio epistolar con algunos de los sabios e intelectuales más importantes de la Europa occidental sobre los temas más diversos y con una erudición que conmovía. Quería conversar, intercambiar ideas. Y lo hacía maravillosamente.

Después de leer sus escritos, el afamado jurista español Álvaro Flórez Estrada concluyó que “no había en toda América un hombre con tal conocimiento económico como él (Valle)”; Alexander Von Humbolt, tras leer el discurso pronunciado por Valle con motivo de la inauguración del primer Congreso Federal de Centroamérica, le escribió que su discurso estaba “lleno de los sentimientos más generosos y los conocimientos más profundos sobre las verdaderas bases de la libertad pública”; y el conde italiano Joseph del Pecchio escribió un ensayo sobre su pensamiento y le abrió las puertas de la Sociedad de Instrucción Elemental de París, de la que fue miembro de número.

Cultivó sus relaciones con pensadores y editores ingleses como Jeremy Bentham, Rudolph Ackerman o Sr. C. Behr, no solo para enriquecer y compartir su vasta cultura o publicar algunos de sus escritos en Londres o París, sino también para promover la escritura de otros americanos a los que él tenía en alta estima; para invitarlos a traer brigadas científicas que estudiaran las riquezas de Centroamérica, o para intentar convencerlos de las ventajas de fundar una industria editorial en Centroamérica, como se muestra en la carta que escribe Sr. C. Berh el 3 de mayo de 1827.

En su última aventura política en 1834 resultó electo presidente de la República Federal de Centroamérica por segunda vez, pero la muerte lo sorprendió en su hacienda, rodeado de su familia, sus trabajadores y sus libros, el 2 de marzo de 1834.

Con el tiempo, todo su empeño -que en algún momento creyó inútil- fue adquiriendo un brillo iluminador. Los jóvenes liberales de Centroamérica comenzaron a hablar de libertad de pensamiento, de la creación de escuelas de primeras letras, de libertad de imprenta, de liberalismo económico, de secularización del Estado, de Estado nacional, de universidades y de libros.

En 1880, esa generación heredera de su legado fundó la Biblioteca Nacional de Honduras con modestas colecciones que, incluso décadas después de la muerte de Valle, no se comparó jamás con la biblioteca del sabio.

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