TEGUCIGALPA, HONDURAS. -Una mujer planifica su venganza maquiavélicamente, hay incluso un placer morboso en sus actos; la otra improvisa con cierto desorden y hasta algunos olvidos. Cuál de las dos tiene éxito es un misterio que se resuelve leyendo los cuentos que publicamos hoy.
En estos dos relatos breves, Raúl López construye un mundo unificado por el protagonismo de mujeres que sufren algún tipo de violencia, pero con una lógica diferente en cada uno de ellos. En “La verdadera Cenicienta” empezamos a conocer la historia a partir del resultado final.
En “Lluvia”, el relato fluye lineal, aunque una serie de detalles extraños nos llevan a interrogarnos al menos sobre la cordura de los personajes (hay, por ejemplo, un veneno guardado en la refri y una mujer que se detiene 10 minutos bajo la lluvia). Son relatos que juegan con la forma narrativa y con los estados de ánimo de las protagonistas, ambos en escenarios trágicos.
Las ilustraciones que los acompañan pertenecen a la transvanguardia pictórica italiana, donde las formas se violentan delicadamente para descubrir la naturaleza de las cosas. Disfrute de ambas muestras artísticas el lector.
La verdadera Cenicienta
La verdadera Cenicienta se levanta de la camilla. Está atontada y respira con dificultad. Los bomberos llegaron a tiempo para rescatarla de las cenizas de su casa.
Entre el enjambre de latas, cartón y madera han de hallarse los cuerpos calcinados de sus dos hermanas, pero la Cenicienta ya no hace por acercarse a mirar. En vez de eso, se concentra en los bomberos.
Uno de ellos debió de haberla besado, la piel de su boca guarda el regusto de unos músculos que soplaron con fuerza allí. El más atractivo de los cuatro hombres pone su mano de goma en el hombro derecho de La Cenicienta.
Le pide que recuerde lo que pasó. Ella niega con la cabeza puesto que está dispuesta a no rememorar nada. Sabe que si recuerda va a delatarse. Volverá a escuchar la burla de sus hermanas, la guasa con que le restregaban en su cara los boletos del baile. La mayor la había llamado, entre carcajadas, puritana y anticuada.
Pero lo que no pudo soportar fue que se metieran con su novio, que dijeran que se había convertido en un miserable ladrón. Ella ya sabía de sus pequeños robos, de los regalos que le daba producto de sus malas andanzas, pero eso la tenía sin cuidado, sus hermanas no debían meter su cuchara en lo que no les importa. Que vivieran sus vidas y la dejaran en paz, les había gritado.
El problema era que la fecha del baile se acercaba y su novio no daba muestras de querer hacerse cargo, tal vez temía a la policía o de verdad se avergonzaba de ella. La noche anterior, sus hermanas volvieron de su trabajo cargando vestidos, de segunda mano, pero muy bonitos, y nuevas burlas, la verdad que se habían propasado… el bombero más experimentado se decantaba por el cortocircuito, el más joven aducía que las llamas tenían un ligero sabor a gasolina, el que imponía su atractivo era el único que impulsaba a la Cenicienta a recordar.
Y la voz de aquel hombre la empujaba, contra su voluntad, hacia la noche anterior. Estuvo con su novio hasta las once de la noche, entre apretones y sollozos le pidió que la invitara al baile. La motocicleta estaba entre ambos, era el punto de apoyo de su cadera. Olía de manera penetrante y aquel olor despertó en ambos un ansia de venganza.
El bombero más joven preguntó si había fósforos en la cocina o veladoras encendidas en los cuartos. Ella de verdad no se acordaba. Agradeció que aquel muchacho se metiera en medio de sus recuerdos, porque cuando el bombero atractivo repitió que debía acordarse, su mente ya no tuvo adónde ir.
Su flujo mental se paraba a partir del olor a gasolina de la motocicleta, frenaba en el punto donde las promesas de su novio se volvían asequibles. Pero los sucesos debieron de haber corrido hacia algún lugar, aunque ella permanezca siempre enfrente de una puerta cerrada y luche por evitar que alguien la abra.
El humo también rodea esa escena que ya no puede recordar con claridad. Lo extraño es que nada tenga ruidos, que todo suceda a un nivel en que el sentido del oído no funciona.
El bombero que le ha dado la respiración boca a boca deja de hablar y camina hacia el camión. La verdadera Cenicienta se fija en su amplia espalda, en sus glúteos fortalecidos, en sus brazos que se columpian con armonía. Concentrar su memoria en aquel cuerpo en movimiento la lleva a acordarse de su novio. ¿Qué fue de él? Lo había dejado en la cocina mientras asperjaban el combustible, luego se había cegado y todo se volvió confuso.
Lluvia
Cómo evitarlo, él me había golpeado en la cara y estos machos cuando comienzan no hay quien los pare. Yo no soy una mujer violenta, así que urdí un plan que no contuviera la violencia.
Se me antojó que debía sufrir sin exasperarse. Su dolor debía de prenderse de un placer físico, palpable, intenso.
Esa noche lo recibí en el lecho con afabilidad, incluso lo mimé como hace mucho que no lo hacía; suprimí el odio que sentía considerándolo de antemano un cadáver. Nadie siente rencor por un cuerpo que ya está descomponiéndose. Después se quedó adormilado, mientras yo me dirigía hacia la cocina.
En el refrigerador estaba la clave: unas chuletas jugosas y estricnina; él mismo la había comprado porque le molestaban los ratones. Las chuletas debían asarse lentamente y el torrente de salsa barbacoa batirse sobre ellas en el momento justo.
El olor haría el resto. Me entregué a esa labor incluso con ternura, iba y venía por la cocina arrastrando los trastos. Y luego me fijé, por fin nada me salía mal, cada hecho encajaba en el siguiente sin esfuerzo. No era como en otras ocasiones, que me ponía a llorar al nomás topar con alguna contingencia; las lágrimas convertían el plan en un desastre.
Me latió el corazón con fuerza cuando puse los carbones. Era posible que allí empezara a fallar, no he sido muy hábil para encender un fuego, la parrilla me asusta, el humo me ahoga, como a toda mujer que se ha acostumbrado a la estufa eléctrica. Soplé con determinación y entonces me dolieron los moratones del pómulo.
Tal vez la facilidad con que todo iba sucediendo podría llevarme al arrepentimiento; pero aquella activación del dolor anuló de tajo cualquier sentimentalismo. Cuando levanté la cara las llamas saltaron desde el fondo de los carbones.
Lo consideré una buena señal. La parrilla era el punto de inflexión, con el fuego avivado y las chuletas en su lugar ya no habría marcha atrás.
Mi esposo se levantó con el olor del asado. Salió al patio blandiendo una cerveza. Me descompuse cuando lo vi tan festivo, creo que me abrazó y me besó el cabello. No quise que permaneciera más tiempo a mi lado, lo despaché con un pretexto vacuo, increíble. Deambuló un poco por el patio y luego entró a la casa. Tuve que considerarlo de nuevo un cadáver para no sentir lástima por él.
La estricnina fue absorbida de inmediato por la grasa, quedó una superficie arenosa y un leve olor a ratón muerto. Fue lindo ver las chuletas en el plato, en medio de las tortillas arrugadas, como objetos del destino.
Me sentía magnífica mientras avanzaba hacia la casa. No contaba con que a medio camino empezaría a llover. Una torment|a de verano, desgarradora, de esas que uno cree que la nube entera se ha venido a pique, salpicándolo todo.
No pude seguir, me quedé a mitad del patio, con la cara vuelta hacia la nube que me aliviaba el dolor. Luego de diez minutos de recibir el temporal ya no sabía hacia dónde moverme. Las chuletas se habían resbalado de mi mano y se hundían con el veneno en el césped mojado. Mi esposo venía hacia mí, sonriente, blandiendo otra cerveza, y era seguro que me invitaría a bailar.